Por Nadia Fink
Desde el 4 de octubre de 2016 hasta hoy, artistas chilenos de diversas disciplinas impulsaron más de 300 actividades culturales para homenajear la figura y obra de Violeta. A cien años de su nacimiento, recordamos parte de la vida de la cantora de los pueblos.
Esa que anda lento levantando polvo en los caminos del Chile profundo, la que lleva la guitarra al hombro, la misma que supo tomar las voces de los que no tenían voz, para hacerla grito y devolvérselas al pueblo. Esa es Violeta Parra.
…que me ha dado tanto…
Cuando Violeta llegó a la comuna de Barrancas en 1952, conoció a doña Rosa Lorca, “una fuente folklórica de sabiduría”. Mujer campesina, curandera, partera y arregladora de angelitos; acompañaba y asistía en la vida y en la muerte y le relataba gustosa sus versos…
Un poco por consejo de su hermano, otro poco porque todo lo que latía empezaba a asomar con fuerzas, Violeta decidió meterse campo adentro, en el Chile profundo, casa por casa, para recopilar todas aquellas canciones tradicionales que pasaban de boca en boca y que se estaban perdiendo, porque se iban muriendo los más viejos o porque las memorias fallaban y era difícil encontrar a quienes las recordaran completas. Con 36 años arranca la Viola el camino que la llevará al cariño y al reconocimiento del pueblo.
La vieron tocar puertas, primero hacia la zona central de Chile, donde tomó el canto a lo humano y a lo divino (ambos forman el “canto a lo poeta”, son décimas acompañas por guitarra o guitarrón y difieren en su denominación por la temática de sus composiciones), luego en la zona más austral, en Chiloé, aprendió las canciones más ligadas a lo ancestral, a las fuentes indígenas; y la última etapa fue la de más al norte, donde el folklore se distingue por las quenas y los charangos. Quince años iba a durar su recorrido, más de 200 canciones fueron aprendidas y registradas, primero en un rústico cuaderno, luego en una especie de magnetófono; todo a pulmón, sin contar con subsidios ni apoyo alguno de parte de funcionarios o instituciones. Anquilosados en archivos estáticos, no fomentaron la difusión del arte vivo del pueblo chileno.
Violeta Parra nació un 4 de octubre de 1917 en San Fabián de Alico, un pueblito del sur de Chile y pronto se mudaron a Chillán con la familia. De su madre, costurera, heredó su lucha por el amor, la condición de nómade y la habilidad con las manos. De su padre, profesor, las ganas de que lo aprendido circule, el desprecio por las instituciones y el alma bohemia. De ambos, una tendencia innata que traen los Parra por la música, el canto, la poesía; el arte. “Parra eres y en vino triste te convertirás”.
Tenía ocho años cuando encontró el cajón donde guardaban las llaves del lugar secreto que escondía la guitarra del padre. Folklorista aficionado, cantaba y tocaba la guitarra acompañado por su esposa en cuanta fiesta y reunión surgiera, pero sólo entre familiares y amigos, nada de querer ganarse la vida con la música.
La Viola la descubrió como se descubren las cosas prohibidas: desde la fascinación, desde la curiosidad, se fue apropiando de sus formas. Sentada en una sillita, con la guitarra que le sobraba por todos lados, rasgó las cuerdas durante días, mientras imitaba las posturas de su padre y cantaba las canciones que le escuchara a su madre en las jornadas de costura. La sorprendieron recién el día en que ya las tocaba y cantaba enteras. Semilla que empezaba a germinar en la Viola: autodidacta empedernida, nunca se ató a reglas ni a partituras ni a estudios para componer su arte. Así aprendió, sola, y en plena fusión con los instrumentos, muchos años más tarde, a tocar arpa, piano, guitarrón, charango… Tal como escribió en una carta a su amigo Patricio Manns: “Destruye la métrica, libérate, grita en vez de cantar. (…) La canción es un pájaro sin plan de vuelo que jamás volará en línea recta. Odia la matemática y ama los remolinos”.
La infancia de Violeta, tercera de diez hermanos y hermanas, se movía entre la pobreza y la libertad. A Malloa iban los niños Parra para quedarse por unos días, zona campesina en la que vivían las Aguilera, unas primas lejanas que estaban un poco mejor económicamente. Fue allí donde empezaron a esparcirse las semillas, un poco al voleo, que brotarían más tarde y que guardaban latentes todas las expresiones de arte popular que iba viendo con sus ojos grandes la niña Violeta: cerámica, tapicería, pintura, figuras con alambre, canciones y cantos con guitarra, todo estaba allí, al alcance de las manos torpes y la curiosidad intacta. “Ya después cuando fue grande seguro que se acordó y así fue desarrollando todo tal como lo había visto de niña”, dice su hermana Hilda.
¿Qué otra cosa es la infancia que el lugar al que se vuelve, una y otra vez, a medida que crecemos? Para algunos, la patria; para casi todos, el instante en el que queda arraigado lo más inocente visto y sentido, y que luego puede llenarse de significados y de palabras cuando la capacidad de abstracción y de transmitir el arte se agiganta; para Violeta, sin dudas, el momento en el que vio y palpó lo que iba a ser materia de su arte tan polifacético durante todo su camino.
Cuando al padre de Violeta lo echaron del trabajo, no volvió a emplearse. La madre hacía lo que podía con la costura, pero fueron los niños los que empezaron a cantar por monedas, quedarse con alguna que otra guitarra de la cual los dueños se olvidaran, recorrer la zona en algún circo familiar para ganarse la vida.
Nicanor, como hombre mayor de la familia, se había trasladado a Santiago para estudiar. Violeta fue la primera en tomar la decisión de ir hacia allá. Partió sin decir adiós, como lo haría muchas veces más en su vida. Armó una pequeña valija, se vistió de domingo un día de semana, con la falda larga cortada y cocida a partir de las cortinas nuevas, se colgó la guitarra y se fue a la pensión en la que casi seguro estaba su hermano. Poco tiempo después, se le sumaría el resto de la familia: otro dolor de pueblo vivía Violeta en sangre propia, el traslado del campo, del pequeño pueblo a la ciudad, con el desarraigo a cuestas y la incertidumbre del trabajo y la vivienda.
Violeta de greda, en tu textura porosa fuiste absorbiendo el sentir del pueblo, su dolor y su festejo…
…con él las palabras que pienso y declaro…
Después de tocar en la calle por monedas, el dúo que formaron con Hilda empezó a recorrer los boliches de los barrios populares, Matucana, Quinta Normal, las canciones a la moda de la época, las que se escuchaban en la radio antes de que llegara a ella Violeta con su folklore auténtico: boleros, rancheras, corridos, pasodobles. Boliches frecuentados por hombres rústicos, que buscaban un respiro después de las duras jornadas de trabajo, que aplaudían con manos ajadas y rostros curtidos, aflojaban las penas y terminaban aullando emocionados las canciones románticas. En uno de esos lugares conoció a su primer marido, un maquinista de tren con quien tuvo dos hijos, Isabel y Ángel. Poco importan acá los entramados sentimentales de esta historia. Sí importa que Luis Cereceda era hombre celoso, de tradiciones fuertes, de mujer en su casa y se salió con la suya sólo por un tiempo. La fuerza creadora de Violeta, las ganas de andar, de perderse, de escuchar, de cantarse, latían con mucha más fuerza que cualquier atadura que le impusieran, aunque fueran las de su esposo y padre de sus hijos, en una sociedad chilena de mujeres sin palabra. “La única ventaja mía –aseguraba– es que gracias a la guitarra dejé de pelar papas. Porque yo no soy nadie. ¡Hay tantas mujeres como yo en cualquier comarca de Chile! Ellas pelan el ajo todo el día; la vida es muy difícil. Lo que pasa es que ellas se han quedado cocinando y cuidando a sus hijos y yo me he largado a cantar con lo que sé”. La Violeta cortó las cuerdas, soltó amarras después de diez años y se liberó del mandato de tantas mujeres oprimidas por el trabajo en el hogar, sirvientas de sus maridos y de sus familias enteras. Liberó en ese gesto, a muchas de las mujeres sin voz.
Violeta de barro, que renace y se transforma en cántaro firme que lleva el agua para que otras bocas puedan beber y soltar el grito…
…me ha dado la marcha de mis pies cansados…
Juan de Dios Leiva también es de la comuna de Barrancas. Su historia llega profundo en Violeta, y es ella quien relata el encuentro: “´On Leiva: 85 años, chacarero, cantor y tocador de la comuna de Barrancas, Santiago. Es un anciano delgadísimo, erguido y huraño. No quiere hablar con nadie. Cuando le pedí que me enseñara sus cantos, me respondió: ‘Yo juré no cantar más en mi vida porque Dios me llevó a mi nietecita regalona. Y la noche terrible que tuve que cantar para ella la tengo anudada en el pecho y la garganta’. On Leiva rompió su juramento cuando le dije que la patria necesitaba sus cantos. Tomó la guitarra, la afinó y tocó los primeros acordes del acompañamiento del canto a lo divino, a la modalidad de los cantores de Barrancas. Como en un gemido le salieron las primeras palabras”.
Durante la infancia en Malloa, ninguno de los Parra quería perderse la oportunidad de acudir a las fiestas campesinas: allá iban los hermanos y se quedaban cantando unos días. Es que en el campo se festeja todo. Ante las jornadas de trabajo que se extienden, que se hacen duras, la opresión y la exigencia por parte de los patrones, la dificultad de rebelarse; las cosas sencillas de la vida no se dejan pasar y se celebran; en esas fiestas mezcla religiosa y pagana, nacidas del cristianismo y de lo más ancestral de los pueblos originarios, en las que se venera a dios, a la virgen, y con ella a la madre, a la tierra; pero también a los ciclos de la vida, a la uva, a la cosecha, a la trilla. “Porque los pobres no tienen/ adónde volver la vista/ la vuelven hacia los cielos/ con la esperanza infinita/ de encontrar lo que su hermano/ en este mundo le quita”.
Años más tarde, con unas cuantas recopilaciones a cuestas, Violeta llega a la radio con un ciclo en el cual podía empezar a hacer escuchar lo que iba juntando por los caminos. “Así canta Violeta Parra” fue diseñado por ella como un programa temático, en el que en cada emisión se hablaba sobre, por ejemplo, la trilla, el velorio del angelito, las fiestas a las que Violeta asistía ahora de grande. Alguna vez la acompañaban al estudio alguno de los cantores con los que había establecido un vínculo más estrecho; otras veces, llegaba a las casas y convencía a los habitantes de que salieran a la calle y ahí nomás armaban una fiesta que transmitían en vivo. Eso lo permitía, sobre todo, la llegada que Violeta tenía en la gente. Su hijo Ángel recuerda un programa sobre “La cruz de mayo”, una fiesta pagano-religiosa donde se mixturan las creencias más arraigadas en el pueblo de la zona central. Allí, el símbolo de la cruz cristiana coincide con algunas de las creencias indígenas de que es “el madero sagrado”: representa el árbol de la vida, de las flores y de las frutas. Dentro de los rituales que se realizan en honor a la cruz, se manifiesta agradecimiento y se hacen peticiones relativas a la necesidad de lluvia para los campos; se rinde homenaje a la naturaleza y se da la bienvenida a una época que se espera con buenas cosechas. “¡Lo hicimos todo en la calle! Invitamos a la gente de la cuadra para que participara, instalamos fogatas y un grupo de cantores iba casa por casa, cantándole a todo el mundo. Y el programa se grababa ahí mismo, en directo, mientras mi mamá hacía el mote con huesillos (bebida típica de verano)”.
El velorio del angelito se desplegó en otro programa. Allí fue Violeta, ante la mirada azorada del personal de la radio, a transmitir el rito en vivo, con un muñeco disfrazado, con doña Rosa Lorca y otras comadres: era costumbre, ante la muerte de un niño (que por su corta edad y su pureza, seguro se iba al cielo) un velorio lleno de cantos y festejos, vestido el niño para la ocasión con alitas y colores en la celebración que duraba un día.
En su recorrido, ahora, donde llegara ya la estaban esperando. Violeta era esa señora que cantaba en la radio, “a lo divino”, que empezaba a devolver al pueblo lo que estaba dejando de cantar porque no encontraban el eco. Alberto Cruz, de 35 años, le contó a la Viola en Salamanca: “En una cantina la radio estaba cantando un verso por el fin del mundo. Entonces dije yo: ‘Ese verso lo cantaba mi padre’. Y corrí para la casa a dar la noticia: ‘En la radio están cantando a lo divino’, les dije a todos. Desde entonces, les estamos cantando a los angelitos otra vez”.
El folklore que se emitía por la radio en esa época, antes de la Violeta, era de un Chile de “postal”, no de gente del campo, sino de gente que admiraba la vida de campo. Entre bucólicas y exaltadoras de la patria, estas canciones bonitas y bien arregladas, como “Mi banderita chilena”, “Chile lindo”, “Si vas pa’ Chile”, le iban sacando el gusto a la propia gente por sus canciones tradicionales, auténticas. Violeta no era la primera en hacer este relevamiento antropológico; algunas otras personas ya habían hecho un trabajo de recopilación del folklore, casi siempre como parte de estudios académicos, que habían sido registrados en ensayos o en libros que dormían en las bibliotecas de universidad. Pero Violeta no se había quedado en una simple acumulación de canciones y versos estáticos; ella había ido a buscar el folklore, lo había recopilado, escuchado, interpretado, aprehendido, y se lo devolvía al pueblo en cada interpretación. Ese fue el valor más grande de la Viola. Como menciona Gastón Soublette, el musicólogo que trabajó con ella en una de sus etapas de compilación: “Tomó lo que antes había sido objeto de investigación más o menos privada y se lo devolvió a la gente”.
Violeta de tierra, caminadora de todos los caminos, desanda los sueños y las palabras y deja su huella por donde pisa…