Por Federico Polleri. Un análisis de la cobertura periodística que se hizo del caso de Ángeles Rawson.
Hace unos días, el Foro de Periodismo Argentino (FOPEA) emitió un comunicado en el que hizo un llamado a la reflexión a los directivos de medios y a los periodistas en general frente a la intensa cobertura que está teniendo el crimen de la joven Ángeles Rawson, asesinada el pasado lunes 10 de junio. “Estamos convencidos de que la información no debe cumplir la misión de ser una simple mercancía, sino que debe ser entendida como un bien social”, manifestaron.
“La trasmisión casi en cadena -continúa el comunicado- por decenas de horas de los canales de noticias, también redundó en ese tipo de prácticas especulativas que incluso le ponían nombre y apellido a los supuestos asesinos. Esas horas de trasmisión permanente exigían a los periodistas y, en particular, a quienes tenían que realizar la cobertura en la calle a tener que extender todo el tiempo necesario los pocos datos con los que se contaba”.
Las preguntas que cabrían, si es que caben algunas en esta abarrotada cantidad de datos e información entre la que buscamos hacernos un lugar, podrían ser: ¿Tiene hoy el periodismo algún límite ético para la cobertura de un hecho periodístico? ¿Corresponde que lo tenga? ¿El derecho a ganar dinero de las empresas de medios puede estar por sobre el derecho a la información?
Nadie puede dudar que sólo una cosa explica que los llamados medios de comunicación masivos hayan dado un tratamiento tan irresponsable de un hecho criminal de estas características. Una sola cosa puede justificar el cúmulo de hipótesis sin fundamentos que circuló por canales televisivos, radios y medios gráficos, la difusión de rumores como cosas probadas, las especulaciones políticas, las presunciones de culpabilidad previas a que la justicia determine responsabilidades, la falta absoluta del respeto a la intimidad de la víctima y de sus familiares, el estiramiento del aire con “lo que sea” o las páginas con “pescado podrido”.
Todas estas prácticas, reñidas con la responsabilidad social y con el propio periodismo, tienen su explicación: el dinero. Dinero que en lenguaje televisivo se traduce como “rating”, en el radial como “audiencia”, en el gráfico web como “entradas” y en el papel como “tirada”. Dinero, en suma, beneficio empresario, rentabilidad. A eso se ha subordinado la información, simple mercancía del negocio mediático.
Resulta ingenuo creer que un pedido de responsabilidad como el que con buenas intenciones hace FOPEA pueda tener llegada a las empresas periodísticas. Estas no conocen otro lenguaje que el de sus propias ganancias.
Si la información es mercancía que se vende y compra, cuantos más datos se expongan en un hecho de repercusiones como este, mejor. Y si vende más cuanto más cruda es, entonces el morbo. Y si vende más cuanto más cantidad hay, entonces el invento. Y si vende más cuanto más intrincada y sorpresiva es, entonces la ficción.
Angeles Rawson terminó en un basural, víctima de un femicidio. Los medios se cansaron de difundir, con alevosa espectacularidad y traspasando una y otra vez los límites del morbo, su derrotero fatal y trágico. Pero nadie habló de la otra tragedia: la que alerta que el periodismo vive hace años entre la más profunda basura. Y no son los empresarios los que podrán sacarlo de ahí.
Sólo los periodistas pueden rescatar el oficio y limpiarlo. Es imprescindible, para recuperar y sostener la credibilidad del periodismo, recuperar valores éticos básicos como la veracidad, el deber de rectificar errores difundidos, el rigor y la precisión en el manejo de datos, el cuidado por la vida, el respeto a las fuentes, al derecho del pueblo a informarse, al secreto de sumario, a la privacidad de las personas, al principio constitucional de inocencia.
Nos equivocamos cuando creímos que el tratamiento mediático del “caso Candela” había significado un límite que posibilitaría una autocrítica. Y nos volveremos a equivocar si creemos que el caso Ángeles generará algún tipo de reflexión crítica verdadera en el seno del capitalismo mediático.
Suena trágico, pero nuestra única esperanza son los límites que sean capaces de poner los periodistas profesionales, amantes de su profesión y apegados a una ética que entienda a la información como un bien social.
Claudia Acuña, fundadora de la cooperativa “La Vaca”, dijo una vez que se necesitaron sólo catorce mujeres para cambiar la historia de la Argentina durante la última dictadura; fueron las primeras madres de desaparecidos que, desafiando el miedo y el peligro, empezaron con las rondas. Sabemos cómo siguió esa historia.
Pues bien, arriesgó Acuña, se necesitan catorce periodistas que pongan su límite y digan “basta” para empezar a escribir otra historia en la comunicación de nuestro país.
Seguro que el desafío vale la pena.