Por Francisco Longa
Piqueteros y piqueteras, comerciantes de La Salada, falsas personas discapacitadas y hasta ancianas que fraguarían certificados de viudez: ante la precaria gestión de la economía, el gobierno apuesta a la estigmatización de sectores vulnerables como estrategia de campaña.
En el gobierno nacional parece creerse que si la próxima elección es entendida como un plebiscito de la gestión económica, los augurios serán negativos. Siquiera los sectores aliados del gobierno pueden sostener que los números de la economía estén mejor que en diciembre de 2015. La reciente entrevista del ministro Nicolás Dujovne con el periodista oficialista Marcelo Longobardi, quien le hizo un reproche por la situación de la economía, muestra que hasta las y los grandes comunicadores afines al gobierno reconocen que el cuadro macroeconómico no mejora.
La columna del economista Alejandro Bercovich, publicada días atrás en el diario BAE, demuestra cómo la falta de inversiones no tiene que ver con la posibilidad de que Cristina Fernández de Kirchner vuelva al ruedo político, sino con las políticas tomadas por el gobierno que, entre otras cosas, llevó a la caída de la inversión extranjera directa respecto de 2015.
Ante este escenario, la única estrategia electoral posible para Cambiemos parece ser seguir construyendo una imagen tenebrosa del pasado, y una promesa a futuro. Respecto del pasado, la narrativa del ‘escenario catastrófico’ en el que supuestamente se vivía antes de diciembre de 2015 fue cediendo lugar a una hipotética vía hacia la catástrofe, ilustrada en la actual crisis política de Venezuela. Es decir, ya casi no se invita a la sociedad a pensar ‘lo mal que estábamos antes de este gobierno’, sino ‘lo mal que íbamos a estar si seguíamos bajo la égida del populismo’. Así, como en muchos discursos del gobierno actual, el dato empírico cedió lugar a la hipótesis.
Para alertar sobre el futuro, el gobierno nacional no tiene reparo en imitar la estrategia que el kirchnerismo implementó durante la campaña de 2015: advertir sobre las inconveniencias de un triunfo opositor.
Hace unos días, el historiador e investigador del CONICET, Ezequiel Adamovsky, publicó el libro El cambio y la impostura. Allí nos recuerda críticamente que el 06 de noviembre de 2015 el periódico El Cronista titulaba: “La campaña del miedo, a full: según Scioli ‘con Macri se vienen los aumentos de tarifas’”.
Si denunciar la posibilidad de aumentos de tarifas ante un triunfo de Macri fue tildado de ‘campaña del miedo’, ¿cómo debería llamarse a la seguidilla de titulares y columnas periodísticas que sostienen que mientras Cristina tenga chances electorales no ‘vendrán las inversiones’? La columna de Marcelo Bonelli en Clarín, y el off de record que le confió el ministro Caputo al respecto, permiten preguntárnoslo.
¿Quién dijo miedo?
Pero no solo de miedo al pasado y de expectativas de futuro se alimenta Cambiemos. Hay una gestión del presente, activa y prolífica, que le sirve al gobierno de método proselitista, y que no se relaciona con la zona económica. El desalojo de la feria La Salada, la represión al piquete del Frente Milagro Sala y la puesta en escena de decomisos de droga en barrios populares, también forman parte de la estrategia electoral de Mauricio Macri.
El ataque a las economías de los sectores populares, tan irregulares como las tiendas de primeras marcas de la Avenida Córdoba –por citar un caso de la Ciudad de Buenos Aires–, no tiene un objetivo económico. Se trata de reforzar un imaginario estigmatizante respecto de quienes hacen vida una economía paralela a la de las grandes avenidas; antes habían sido los vendedores libres o ‘manteros’. A diferencia de estos últimos, el ataque a La Salada ya no se justifica en que ‘obstaculiza la vía pública’ –ya que es una feria montada sobre tierras baldías–, sino en que allí radicaría un sector de la población ventajista, ilegal y asociado al anti-modelo del trabajador y la trabajadora honestos.
Es curioso que, aun desde esta división binaria, una rápida comparación entre el sacrificio laboral de quienes trabajan en La Salada y la trayectoria laboral del propio Presidente (acostumbrado a los negocios corruptos con el Estado, como se demostró en el caso de la realización de cloacas en Morón) dejaría a Mauricio Macri –y no a los vendedores de La Salada– del lado de los ventajistas. Pero la capacidad de proyectar imágenes del presente asociadas a estigmas y prejuicios seguramente pueda más que el análisis de la realidad concreta.
Respecto de los piquetes, tampoco es una novedad que el gobierno trabaja en reforzar un sentido común que condena la protesta social. Es probable entonces que las imágenes de la represión en la avenida 9 de julio le hagan acumular al gobierno más votos de los que le puedan hacer perder. Pero también debe haber pensado lo mismo Eduardo Duhalde en junio de 2002, cuando ordenó la Masacre de Avellaneda. Lo que no previó el ex gobernador bonaerense es que la ecuación se revertiría. Cuando las abrumadoras evidencias testimoniales forzaron a los grandes medios masivos a retractarse respecto de las versiones falsas sobre las muertes de Kosteki y Santillán, la gran mayoría de la sociedad pasó a condenar la brutalidad policial, y a sentir –sino empatía– al menos contemplación respecto de la injusticia cometida contra esos jóvenes piqueteros; Duhalde terminó adelantando las elecciones y su legitimidad se desplomó.
Los casos de decomisos de droga sí aparecen como un punto que llama positivamente la atención en la agenda del gobierno actual, aunque no queda claro si se trata de una estrategia penal o comunicacional. Es decir, la construcción del ‘otro peligroso’ y de la ‘otra peligrosa’que lleva adelante el gobierno pareciera demostrar que, antes que impedir el flujo de droga, la preocupación pasa por estigmatizar a determinados territorios (como las villas de emergencia) y a determinados sujetos (migrantes, jóvenes).
De otra forma, no se explica por qué no caen presos ni son víctimas de mega operativos policiales televisados los jefes de las bandas de narcotraficantes que anidan en los barrios privados o sus cómplices en la justicia. Cualquier estudio serio sobre la actualidad del narcotráfico, como los de Carlos Del Frade, muestra que se trata de un crimen organizado incapaz de desplegarse sin la complicidad política, policial y judicial. Es decir que, si bien es evidente que las redes narco cuentan con elementos en barrios populares, centrar allí el problema es cortar el hilo por lo más delgado.
En la misma línea se pueden entender otras medidas recientes del gobierno, como la quita de pensiones por invalidez, o la baja en pensiones por viudez y en subsidios del plan PROGRESAR. Ante esta ofensiva de la gestión estatal por controlar y reducir el destino de sus fondos, cabe hacerse algunas preguntas: ¿Piensa el macrismo que revertirá el déficit fiscal –que creció respecto del año anterior– recuperando migajas de alguna que otra pensión mal asignada? ¿Es tan ingenuo el gobierno, que cree que saneará la economía revirtiendo microfugas de este tenor, que para la envergadura de un presupuesto nacional son ínfimas?
Es probable que la respuesta sea no. Se podría pensar, por caso, que sería más eficaz para sanear las cuentas públicas volver a gravar con impuestos a la actividad minera. Vale recordar que apenas asumió, Macri las eximió de impuestos. Lejos de cumplir con el acuerdo de aumentar el volumen de trabajo, la actividad minera desde entonces redujo en 5 mil sus puestos, según los datos del SIPA que difunde el Ministerio de Trabajo. La pregunta es entonces por qué el gobierno lleva a cabo estas medidas.
Al igual que con los/as vendedores/as de La Salada, estas medidas parecen tener por objetivo reforzar la construcción de estereotipos y estigmas de sujetos/as advenedizos/as, ventajistas y corruptos/as, a los/as cuales hay que combatir, para contraponerlos/as a una supuesta ‘mayoría silenciosa’ que trabajaba honestamente. Movilizar expectativas sociales bajo dicho esquema binario sí parece una buena estrategia de campaña para el gobierno.
Así, ancianas que se hacen pasar por viudas para cobrar pensiones en modo indebido, jóvenes beneficiarios del plan PROGRESAR que no habrían aprobado la cantidad de materias que el subsidio exige como contraprestación, y falsos discapacitados que cobran pensiones por invalidez, serían las imágenes arquetípicas de la ‘viveza criolla’ mal entendida, la cual el gobierno propone combatir.
Ni las grandes multinacionales evasoras, como el HSBC, ni los poderosos miembros de la Sociedad Rural con denuncias de trabajadores en situación de esclavitud, como Luis Etchevehere, ni las corporaciones que incrementan a pasos agigantados sus condiciones monopólicas, como se desprende de la nueva fusión entre Telecom (Fintech) y Cablevisión Holding (Clarín); por el contrario, el enemigo es el ciudadano y la ciudadana individual, de sectores vulnerables, que buscaría sacar ‘microventajas’ del Estado. Al respecto, el presidente Macri dijo en mayo de este año: “Estamos pasando de la Argentina del ‘atajo’ a la del trabajo”.
Apátrida es el otro
Pero si Mauricio Macri puede desplegar un conjunto de políticas destinadas a construir estereotipos de ‘ventajistas silvestres’ es porque se monta sobre un sentido común que se lo permite. La construcción de ese sentido común no puede achacársele únicamente al macrismo, porque lo precede.
En esta misma columna hemos insistido con una idea que sostiene el vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera: el ciclo progresista en América Latina mejoró las condiciones materiales de importantes sectores de la población, que sin embargo no se politizaron críticamente en forma equivalente, lo que generó nuevas capas de consumidores/as de perfil ideológico conservador.
Claro que de ese resultado es responsable cada gobierno de turno, así también como los grupos de poder, la élites, los movimientos sociales, y todos los que compulsan por una cuota de poder social y político en el espacio público. Sin embargo, el sociólogo francés Pierre Bourdieu sostuvo que es el Estado el que detenta el poder de nominación, de manera tal que es también productor de las categorías sociales; esto le confiere al Estado una responsabilidad particular en la construcción de categorías, más aún cuando éstas refuerzan estereotipos negativos.
Aunque actualmente pueda ser ‘rentable’ en cuanto al otorgamiento de votos, reproducir una división binaria entre un ‘nosotros honesto’ y un ‘otro ventajista’ es repudiable, sobre todo cuando se asocia a éste último a los sectores más castigados por las políticas económicas, como las y los jubilados y las y los desocupados.
Ni qué decir de las y los jóvenes: el director de la consultora Adecco Argentina, Francisco Martínez, informó el mes pasado que el país registra un nivel de desempleo juvenil más alto que el de la media regional, y con tendencia creciente.
Quizás pedirle a una gestión de gobierno que confronte en modo directo con el sentido común de las mayorías en tiempos de campaña electoral pueda resultar ingenuo. Pero acumular votos exacerbando los aspectos más negativos del sentido común de la sociedad conlleva el riesgo de debilitar el tejido social. El gobierno debería sopesar este riesgo, tanto por la responsabilidad que le confiere estar a cargo de la primera magistratura, como por la necesaria convivencia democrática que es su responsabilidad garantizar.