Por Francisco Cantamutto. El decenio kirchnerista ha marcado una etapa con espesor propio en la historia argentina. Es necesario un balance que evite cualquier juicio unilateral, ya que quedará siempre corto. El populismo, el arbitrio sobre los sectores sociales y la indefinición.
A una década, intentar un balance no pretende ofrecer una conclusión cerrada. No se trata de simples sumas y restas. Es necesario arriesgar una mirada procesual, aún si ésta también resulta insuficiente. Queremos presentar aquí al kirchnerismo como una construcción hegemónica de una parte de la clase dominante, en clave populista -en el mejor sentido posible de este término-.
Tiempo de balances
Aunque nada tenga de particular una década para promover las evaluaciones de conjunto, la proximidad de las elecciones legislativas la consolidan como tiempo suficiente para intentar balances del período. Así, han comenzado a circular intentos de dimensionar políticas a favor y en contra. Cada una de estas definiciones puede resultar ambigua, a menos que el proponente haya tomado partido abierto y pretenda negar algún costado de la balanza, elogiando sin límites o criticando sin mesura.
Una nota interesante es que, de modo repentino, amplios sectores opositores parecen rescatar la experiencia de esos primeros años de Néstor. ¿Por qué esta súbita reivindicación de aquel período? Entre otros motivos, la oposición pretende recuperar esa etapa porque se trata del mejor momento del kirchnerismo para sus intereses. El superávit fiscal logrado a partir del default de la deuda y la licuación salarial permitió impulsar los subsidios a la actividad, apuntalando una elevación de la tasa de ganancia. La renegociación de la deuda externa, como hemos insistido, sirvió para obtener ciertos descuentos sin salirse del juego financiero mundial. Tras la pauperización de la condiciones de vida de la población, toda mejora distributiva era bienvenida por los sectores populares, y tolerada por la clase dominante.
El kirchnerismo tuvo, a la vez, una lógica de veloz recuperación de las demandas planteadas por los sectores populares en su resistencia al neoliberalismo. Así, la reforma de la Corte Suprema de Justicia y la reapertura de los juicios a los genocidas fueron gestos políticos muy fuertes, de profundo impacto entre organizaciones que venían sosteniendo el reclamo desde hacía décadas. La legitimidad del kirchnerismo se construyó en base a presentarse como la tendencia opuesta al neoliberalismo, a la corrupción, al encubrimiento. Esta estrategia de posicionamiento político, de mayor relevancia que la propia trayectoria de los integrantes del gobierno, junto a la recuperación del mercado de empleo, serían las bases de la legitimación entre los sectores populares del proyecto articulado por la gran burguesía y el peronismo.
La tensión instalada
Las pautas generales del patrón de acumulación fueron trazadas por sectores de la gran burguesía: la industria, la construcción, una fracción del sector financiero y parte del sector agropecuario. Además de excluir a los trabajadores del comando de la salida de la Convertibilidad, este programa también marcaba una ruptura al interior de los sectores dominantes: quedaban fuera la banca extranjera, las privatizadas, el sector comercial, y otra franja de la burguesía agropecuaria.
Esta escisión interna a la clase dominante no implicaba que las fracciones desplazadas del comando fueran perdedoras, sino que no dirigirían este proceso, no sólo en materia de acumulación sino de las definiciones políticas generales. Esta situación se hizo evidente en el conflicto por las retenciones en 2008, momento en el cual estas fracciones desplazadas cuestionaron la permanente injerencia del Estado. Frente al pacto excluyente de la Convertibilidad, que dirimió con cierta estabilidad las demandas de la gran burguesía durante casi una década, el modelo kirchnerista se presentó más inestable, menos previsible: requierió de mediaciones permanentes, cuyo resultado fue siempre contingente.
A esta división interna de la gran burguesía se le sumó la consideración de las demandas de los sectores populares. Dado que la mejora económica estructural se detuvo hacia 2007/08, la política activa tuvo un rol preponderante aquí también. No sólo en lo que respecta a la política social fuertemente ampliada, sino a políticas de otro orden que figuraban como demandas en disputa desde hacía décadas al interior de las organizaciones sociales: ley de medios, intervención estatal en YPF, matrimonio igualitario, etc. Muchas de estas demandas habían sido propuestas y articuladas como proyectos mucho antes de la llegada del kirchnerismo, que las tomó en consideración según sus propias necesidades.
La constante intervención política para arbitrar entre fracciones de la gran burguesía, y entre éstas y los sectores populares es lo que constituye al kirchnerismo como populismo. No referimos aquí a la prédica de la derecha, que pretende señalar con tal nombre un supuesto autoritarismo sobre masas ingenuas. No. El populismo reside en el corte oblicuo realizado sobre las clases sociales, que busca postular un conflicto entre “pueblo” y “enemigos del pueblo”, conjuntos resignificados según la ocasión. Por ejemplo, para el kirchnerismo pueden ser incluidas como parte del pueblo fracciones completas de la gran burguesía, responsable de las atrocidades del neoliberalismo. O volverse enemigos, antipatria, grupos previamente aliados, como es el caso del enfrentamiento con Clarín. El populismo, como proceso, ha permitido validar positivamente, y no como engaño, tanto demandas populares como demandas de la gran burguesía. Ese es su sino.
Hegemonía y populismo
La definición populista del gobierno no apunta a ninguna lógica de complot. El estamento actualmente en el gobierno no es tampoco un grupo jacobino que protagoniza un proceso de reformas sociales de amplio alcance. El populismo es la solución emergente del conflicto que atraviesa la sociedad argentina: la imposibilidad de sostener el proyecto neoliberal, porque no satisface al conjunto de la gran burguesía y porque es rechazado por los sectores populares, y la falta de un proyecto alternativo consolidado. El gobierno es una expresión (con particularidades propias, claro) de una disputa que atraviesa a toda la sociedad: la construcción de sí misma a partir de las fuerzas realmente existentes.