Por Omar Acha. Comienzo de la segunda entrega del ciclo mensual de crónicas que recorren la historia de –y los mitos sobre- las empleadas domésticas durante el primer peronismo*.
El concepto de lucha de clases refiere corrientemente a un enfrentamiento con dos rasgos: el carácter colectivo de su configuración conflictual y la identidad asumida diferencialmente respecto de otra clase. Los movimientos de reivindicación colectivos revelan dimensiones de la lucha de clases en cuanto son constitutivos de una fragua antagónica de las determinaciones objetivas de existencia. Tales movimientos suelen requerir una forma organizativa de tipo sindical. Sin embargo, esa forma institucional jamás alcanzó entre las trabajadoras domésticas una capacidad de movilización sectorial en términos de lucha de clases. Expliqué en la nota que inicia esta serie que las condiciones de trabajo conspiraban contra la organización de un sindicato fuerte. Pero eso no significa que la lucha de clases estuviera ausente en el sector.
La práctica del robo y a veces de la agresión física hacia patrones y patronas concertó las acciones delictivas con el antagonismo de clases. Esto fue percibido y desplegado también desde el recelo que las domésticas despertaron en otras clases y sectores. Las trabajadoras eran consideradas traicioneras, ladronas, perezosas, sexualmente lúbricas, incultas y chismosas. Como en el caso de la nota previa sobre las letales venganzas amorosas de las “sirvientas”, no me parece satisfactorio sobre la cuestión de delito aplicar una evaluación policial y burguesa que lo condena. Aunque tampoco me interesa hacer una apología del delito, sí quiero mostrar que fue más que un “hecho criminal”. Fue también un aspecto de la lucha de clases accesible a quienes no podían resistir a las durísimas condiciones de existencia en las que vivían.
Antes del peronismo la atribución de rasgos indeseables en las domésticas era un lenguaje común entre patrones y patronas. Incluso una comentarista poco rebelde como Nené Cascallar aconsejaba a las patronas ser más tolerantes con las trabajadoras. Así recreaba Cascallar las imprecaciones habituales sobre las domésticas: “Es inútil, esta gente está cada día peor. Se les paga puntualmente, comen y duermen, se civilizan tratando con uno, y sin embargo, ya ves, ni siquiera tienen ansiedad por sus obligaciones. Son fatales. Presuntuosas, holgazanas y todavía llenas de humos […]”.En respuesta, esto reprochaba la autora a las empleadoras: “Tú, como tantas patronas que han tomado como costumbre quejarse de sus sirvientes, sin pensar un solo momento en lo mucho que sus sirvientes podrían quejarse de ellas, si no tuvieran la bondad y la mansedumbre de los humildes […]”.
La “altanería” o el “orgullo”, así como la “insolencia”, fueron expresiones de fuerte impregnación clasista y estamental, en la que no faltaban aspectos raciales y sexuales. La persona “altanera” o “insolente” era aquella que pretendía salir de su lugar. Quienes debían estar abajo y aceptar esa posición, al cuestionar de alguna manera la subordinación, se rebelaban contra un orden considerado inmodificable y naturalizado. Fue solo en el contexto de una naturalización de la dominación que los “humos” de las domésticas –u otras fracciones de la clase obrera– pueden ser comprendidos como documentos para la historia social y cultural. Por otra parte, la “mansedumbre” referida por Cascallar estaba lejos de describir adecuadamente el sometimiento de clase y la subordinación subjetiva.
Respecto de las conductas delictuales estudios recientes han mostrado la continuidad secular de la relación entre criminalidad, acción del Estado y trabajo doméstico. Un trabajo de Felicitas Klimpel de 1942 sobre el Asilo Correccional de Mujeres mostró que durante el periodo 1936-1942 las domésticas oscilan entre el 70 y el 75% de las encarceladas. Sobre el primer peronismo, la tesis de licenciatura de Laura Mingolla incluye un apéndice con información detallada de las presas de la cárcel del “Buen Pastor”, lugar en el que es evidente la sobreabundancia de empleadas domésticas donde domina una proporción similar al indicado por Klimpel. Mis indagaciones llevadas a cabo en los archivos del Servicio Penitenciario confirman la misma tendencia, por otra parte coincidentes con las informaciones periodísticas.
Como en la vendetta amorosa que describí en la primera entrega, en el tema de la lucha de clases a través del delito se fusiona en una biografía la condición de clase, sexo, género, cultura, origen y labor: R. Gorbaran había nacido en 1923 en Ramallo. Residía en la Capital Federal desde 1941, donde también vivían cuatro hermanos. Había cursado hasta el tercer grado de la escuela primaria. Llegó a la gran ciudad junto a una conocida que había sido convocada como sirvienta, actividad en la que también ella se empleó. La joven giraba parte del dinero ganado a Ramallo, iba poco al cine y más raramente a los bailes. El “examen psíquico” al que fue sometida en la Instituto Criminológico expresa tanto las categorías ideológicas de su análisis de pretensiones científicas como las actitudes ante las mismas. Según el informe aquí utilizado su aspecto era el de la “clásica paisanita”, esto es, se erguía “con altivo aire, mirada desafiante y orgullosa”. Su tez “bien morena” imprimía a la “bien perfilada línea de su rostro” una fisonomía “agradable”. Sin embargo, sus modales eran “duros y nerviosos”. Mantuvo durante el interrogatorio una “firme compostura”: “Se expresa ásperamente, con orgullo desmedido y no poca vanidad. La falta de educación se revela en su intolerancia y en sus ásperas y rudas respuestas”. En razón de ello los especialistas eran pesimistas sobre la capacidad de adaptarse al “hostil ambiente de la capital” por tratarse “de una mujer que carece de cualidades diferenciales para afrontarlo”. En otras palabras, le convenía volver a Ramallo. La joven había sido condenada a un año de prisión por haber robado, un primer día de labor, una pollera y una blusa de la patrona. Lo llamativo es que el hurto no fue realizado para vender las prendas o usarlas sino para tirarlas a la calle. La doméstica confesó la sustracción y se mostró indignada, siempre según el informe, por la actitud patronal debido al escaso monto de lo hurtado. Por último el documento penitenciario deja constancia de que tuvo en el asilo correccional tres incidentes por rebeldía y por contestar.
Dentro de una retórica nada novedosa, cundió la convicción de que jamás los robos por las domésticas habían sido tan habituales y descarados. En realidad, los casos de sustracción de bienes y dinero por las domésticas no faltaron en “otra época”, ni dejaron de existir durante el primer peronismo. Robo y trabajo asalariado estaban ligados en un compuesto de clase que sería equivocado romantizar o heroizar. Como fuera, era una asociación bien presente para la policía que contaba con un Gabinete de Sirvientas Ladronas y Mecheras en su dependencia de Robos y Hurtos.
La condición migratoria facilitaba el uso de seudónimos y, por ende, la identificación policial. El uso de la fotografía, por ejemplo, permitió rastrear los pasos de Rosa Ferreyra o Elena o Nélida Taboada o Rita Trinidad Vega o Vera o Petra Martínez (limitándose a las denuncias realizadas, por lo que podemos creer que tuvo aún otros nombres), así descrita por la policía: “argentina, de 30 años, cutis trigueño, cabello castaño oscuro, la cual viste bien y es de físico agradable, circunstancia que le permite despertar la simpatía de sus patrones de un momento”.
En su esfuerzo por contener los delitos menores, se instrumentó en 1954 un registro policial porteño de una Tarjeta del Servicio Doméstico en el que los patrones debían acreditar la identidad de sus empleadas, medida adoptada enseguida en el ámbito bonaerense. Las redes patronales con conciencia de clase y el pedido de recomendaciones de empleadoras anteriores pretendían neutralizar los riesgos de domésticas ladronas, pero no siempre lograban contener los delitos.
La persecución policial era una sombra que las trabajadoras intentaban evadir utilizando nombres diferentes, documentos de identidad robados o falsificados, e incluso alterando sus aspectos a través teñidos de cabello. Sucedió en ese mismo contexto que la destreza requerida para eludir el control policial condujo a un varón a disfrazarse de mucama para luego dejarse el bigote una vez realizada una sustracción.
*El lunes publicaremos la segunda parte de esta entrega.