Por Laura Fiochetta*
A los gritos secos, me dijiste que me chuparías toda. No entendí tu frase, pronunciada mientras te deslizabas despacito, como si en el Barrio Unimev de Guaymallén, Mendoza, no hubieran asfaltado las calles ese mismo año. Andabas en una bicicleta rojo añejo que era varios talles menores al tuyo. Te vi de reojo, sin detenerme en tus ojos de perro insaciable. Yo tenía 12 años, no sabía qué quería indicar un tipo como vos, de unos 25, a una chica que acababa de recibir el diploma de primaria. Sólo me detuve unos segundos a las cuadras para pensarte chupándome como a un helado de chocolate o un chupetín bolita. Asomando con tus manos sobre mi cuerpo de 45 kilogramos, de formas incipientes, tembloroso, tímido. Entonces un escalofrío recorrió repentino por mi piel blanca como las sábanas de mi abuela y mi estómago simuló ser la esponja de mi cocina a punto de tirarse con detergente sobre los platos recién usados.
Te encontré unos 5 años después. Ya no eras el morocho ruludo de la minibicicleta. Tenías unos 50 años, traje negro azabache, corbata a rayas azules, zapatos lustradísimos de marca reconocida entre la gente de tu clase, pelo peinado con gel y tono porteño. Sí, porteño de Buenos Aires en una galería de la calle Colón del centro mendocino. Yo tenía 18, un pantalón negro y una camisita blanca. Fue la única y la última vez que me vestí de oficina. Aborrecía mi trabajo nuevo- ser ayudante de una contadora para una chica que ansiaba ser periodista desde los 14 era algo insípido-.Subimos juntos el ascensor. Éramos un elenco: vos, yo y una señora con unos niños pequeños. Yo bajé primero. Antes de hacerlo, oí un “Qué rica que estás mi amor”, dicho entre dientes. Otra vez la alusión a la comida vino disparando como en helicóptero hacia mi cabeza. Pensé en comidas de mi gusto: canelones de ricota y espinaca, croquetas de papa, las naranjas del patio. Después te pensé a vos, devorándome, salivándome y las naúseas afloraron insistentes. Las lágrimas corrieron pesadas por mi rostro repleto de acné. ¿Dónde estabas ahora para decirte que al menos eras un maleducado?
En julio cumplía 29 años. Mi panza era un globo terráqueo. Paseaba mis 9 meses de embarazo y como el verano no se iba aún, vestido breve y pantaloncitos eran mi ropaje. “Vení mamita que te hago otro, vení que si no te abro el culo”, se oyó de vos, entre risas agrias. Estabas con otros tipos, que daban el aval con premura, y tu edad quizás era la misma que la mía pero no me di vuelta a develar la penosa incógnita. Mi panza devino en hierro. La transpiración ardiente circuló desde mi cabeza y mis manos se entumecieron. Me fui puteándote, balbuceando algunos términos que salieron ligeros. Con el ceño fruncido porque “ni con panza, me perdonás”; porque “no me dejás caminar tranquila por la plaza de Godoy Cruz”; “porque nunca llego a contestarte”; “porque aparecés de sorpresa”.
Ya tenía mis actuales 35. Domingo, calle San Martín Sur, otoño, caminata a paso veloz, caminata a modo ejercicio, caminata a modo compras aceleradas para hijos chicos que desean salir del ayuno. Estabas viejo, tu cara como pasa de uva apareció delante de mí. Tenias unos diez ejemplares del diario Los Andes entre tus brazos, y a tu alrededor, hombres jóvenes esperaban un colectivo retrasado. “Su cuerpito”, me dijiste altanero. Y yo, mirándote a los ojos te contesté con volumen alto de voz: “Usted no tiene nada que opinar sobre mi cuerpito, usted cierra la boca, usted se queda calladito, usted y su bicicleta, usted y su corbata, usted y sus amigos”. Los jóvenes rieron burlescos. Vos, que ya eras usted, por única vez, fuiste silencio. Y yo, fui palabras. Por única vez.
*periodista. Artículo originalmente publicado en zepa.com.ar