Por Damián Huergo*. Nuevo relato de este joven escritor del conurbano bonaerense, de su libro de cuentos Ida.
Me despertó la alarma del celular que suena como un reloj a cuerda del siglo pasado. En dos horas tenía que estar en la facultad para dar un coloquio. No podía faltar ni llegar tarde. Sin embargo apagué el teléfono y seguí durmiendo. Un rato más. Una hora más. Lo suficiente como para sacrificar la ducha y el café con leche que había planeado antes de acostarme.
La pieza estaba helada. Prendí el velador y me puse el jean que colgaba de la silla. El roce en la piel de la tela acartonada me dio más frío. Levanté el bollo de frazadas que había tirado al suelo y fui a poner la pava. En la cocina miré el reloj de pared. Era tarde. Apagué la hornalla y salí volando. Ni un mate tomé. Sólo alcancé a lavarme la cara, mear, y sacar de la mochila dos de los tres libros que había afanado de la librería donde trabajo. El de Lovecraft lo dejé para leerlo en el tren. El viaje hasta Constitución es de cuarenta minutos: el tiempo máximo que dura la concentración, según leí en una de las revistas que lee mi vieja. Un cuento voy a poder terminar, calculé, todavía dormido.
Las cuatro cuadras hasta la estación de tren las hice al trote. Quería llegar al andén para pedirle al peruano un café y un par de chipas. En la fila de la boletería saqué el libro de lomo negro y la billetera. Sólo tenía un billete de cien pesos.
-Ida a Constitución –le dije a la boletera, mientras pasaba el billete por la ventanilla.
-No, imposible -dijo nomás vio la cara de Roca.
Detrás tenía una fila que serpenteaba hasta la calle. Me corrí a un costado y busqué en los bolsillos del pantalón y de la campera alguna moneda. No encontré nada. Miré para ambos lados. Había guardas en todas las entradas. Paso con el malón, pensé. Pero me quedé quieto. A esa hora, a las ocho de la mañana, los guardas se sienten James Bond y no dejan pasar una. Seguí buscando. Hasta que encontré en el bolsillo del interior de la mochila una moneda de un peso.
-Tome –dije–. Ida a Constitución, por favor.
Crucé el puente con el boleto en la mano. El guarda sentado en el taburete de la entrada ni me miró.
En la mitad del andén había una ronda de hombres y mujeres como si estuviesen en un fogón. En el medio estaba el peruano vendiendo café.
-Una lágrima –le dije frotándome las manos.
-No, a esta hora no tengo sencillo -dijo al verme sacar el billete violeta.
No insistí. Me paré en puntas de pie y forcé la vista para ver si enganchaba a algún conocido para pedirle cambio. El andén estaba lleno, pero todas las caras eran anónimas. El olor a café que salía de los termos y de los vasos de plástico me hacía crujir el estómago. Caminé hasta la punta del andén, mirando el índice del Tomo I de las Obras Completas de Lovecraft. Arranco por “La casa apartada”, pensé. Cuando iba a empezar, escuché el sonido del tren desacelerando la velocidad.
A esa hora no se viaja sentado pero tampoco como sardina. Se puede encontrar un buen lugar y hasta sacar una revista de sudoku o el diario. Abrí el libro y leí: Pocas veces la ironía está ausente, incluso en el mayor de los horrores. No pude seguir. Sentí una puntada en el estómago. Mejor dicho, un vacío que en el fondo dolía como una puntada. Con las manos me froté como si fuese un manosanta. No funcionó. La puntada continuaba. Para olvidarme del dolor retomé el párrafo: Algunas veces forma parte de la trama de los sucesos, mientras que en otras sólo está referida a la posición fortuita de estos entre las personas y los lugares. Paré. Por el pasillo avanzaba un vendedor ambulante con una caja de cartón cargada al hombro.
-Cuatro alfajores unnnn peso –gritaba-. Cuatro alfajores a sólo una monedita de unnn peso.
Pedirle con un billete de cien era como putearlo. Cuando pasó a veinte centímetros de mi boca luciendo la caja de alfajores, metí la jeta en el libro. Aunque intenté, no pude enganchar dos palabras seguidas.
Al pasar Banfield bajé la mochila del portaequipajes. En algún lado había visto un paquete de chicles. En el revoltijo encontré una Tita aplastada. La saqué de un tirón. Con el impulso se cayó una lapicera al suelo. No la levanté hasta que terminé el último gramo de chocolate. Con algo en el estómago volví a intentar con la lectura. Avancé dos párrafos y me detuve. Otra vez la puntada en el vacío. Ya no una puntada pequeña, sino una puntada que abarcaba todo el vacío. Se me nubló la vista. El vaivén del tren en las vías me mareaba aún más. Agarré un aro blanco del techo y me colgué como si fuese una media res recién salida del frigorífico.
Tenía la boca reseca. Me conformaba con un poco de agua. Con las manos cruzadas en el estómago caminé por el pasillo buscando a algún vendedor. Estaba predispuesto a entregar todo el billete si era necesario.
En el siguiente vagón había un grupo de hombres jugando al truco en los asientos de a cuatro. Apoyaban las cartas en un maletín negro. A contramano de las cartas circulaban un mate de cuero y una bolsa de papel con bizcochos. Yo los miraba desde el pasillo. No sabía cómo empezar a hablarles. Cuando me decidí, el más canoso hizo un bollo con la bolsa de papel y la tiró por la ventana con el tren en movimiento. El olor de las grasa de los bizcochos permaneció en el aire. Apoyé el libro en el estómago y seguí caminando.
Algún vendedor tiene que haber, decía en voz baja mientras avanzaba arqueado como un paréntesis. Recorrí los siete vagones y no me crucé a ninguno que venda comida ni bebida. En el último me apoyé en la puerta de la cabina del maquinista. Volví a abrir el libro para distraerme. Veía las letras borrosas y sobreexpuestas. Lo cerré y empecé a masticarme el labio inferior.
Faltaban menos de quince minutos para que el tren llegara a Constitución. Cuando despegó de la estación Darío y Maxi me senté en el suelo y cerré los ojos. En ese momento me dormí o algo parecido. Soñé que estaba leyendo el libro de Lovecraft frente al mar. No alcanzaba a mirar el mar, pero sí a escuchar su murmullo. El libro tenía las hojas en blanco. Pero igual lo leía. Frente al mar. Frente al murmullo del mar. De repente desperté. No por el sueño. Sino porque me clavé un colmillo en la lengua por los saltos que dio el tren al pasar el puente del Riachuelo. La boca me ardía como si me hubiesen pegado una patada en el mentón. En la lengua sentía el sabor dulce de la sangre.
La claridad que había adentro del vagón fue desapareciendo a medida que el tren entraba al galpón de Plaza Constitución. Por las ventanillas se veían agujeros en el tinglado de chapa. Cuando las puertas se abrieron me levanté del suelo. Los pasajeros empezaron a correr como si estuviesen escapando de algo. Para no caerme por los empujones me sostuve de un aro. En menos de un minuto el vagón se vació.
En la plataforma se mezclaba el olor a grasa de las hamburguesas con el vapor de las ollas donde hervían salchichas. Paré en un puesto. Apoyé el libro en la barra de chapa y clavé la mirada en la espalda de la chica que acomodaba las hamburguesas en la parrilla. Le chisté. Cuando giró le pedí una completa y una Pepsi.
De un trago bajé media botella. Mientras esperaba sentado en el taburete, corté una servilleta y la apoyé sobre la lengua. Cuando la despegué vi una gota de sangre acuosa. La tiré al tacho. La chica dejó la hamburguesa en un plato rojo de plástico. Antes de ponerle mayonesa, le di un buen mordisco. Con la otra mano agarré el libro. La punta del boleto ida Constitución marcaba la página en donde había quedado. Lo abrí. Tomé otro trago de Pepsi y volví a empezar: Pocas veces la ironía está ausente, incluso en el mayor de los horrores.
* Nació en Longchamps en 1983. Es escritor, docente y sociólogo. Ha publicado la novela Un verano y el libro de cuentos Ida, del cual ha sido extraído este relato, enviado a Marcha especialmente por el autor.