Por Tomás Rebord. A raíz de las declaraciones del ministro de la Corte Suprema, Eugenio Zaffaroni y el senador Aníbal Fernandez, se ha reavivado el eterno debate acerca de la legitimidad, legalidad y moralidad de la interrupción voluntaria del embarazo.
Se ha naturalizado que al debatir acerca del aborto se entremezclen arbitrariamente los aspectos morales, legales y sociales del asunto, en una defensa expresa de posiciones ideológicas, cuando la materia sobre la cual versa el conflicto no necesariamente debería serlo. Si bien no resulta posible escindir estas temáticas en su totalidad y abordar quirúrgicamente la realidad por porciones aisladas, lo cual acabaría por reducirla, existe la posibilidad de delimitar al menos “ejes” mediante los cuales aproximarse a los conflictos que suscita la materia y posibles soluciones.
Partiendo del concepto de moral como sistema subjetivo de valores y creencias o, en términos jurídicos, como una conducta de interferencia subjetiva podríamos hablar de que existe un alto grado de consenso en la sociedad de que las posturas morales no son únicas o inequívocas. Que por el contrario varían entre diferentes momentos históricos, sociedades e incluso individuos contemporáneos.
En esta sintonía, al abocarse a concepciones ideológicas que no avancen sobre terceros, se podría establecer que, tratándose las diferencias morales entre las personas de diferentes creencias, no es posible extraer valores de verdad o falsedad de sus premisas. Por ende no hay creencias “correctas” o “incorrectas” si no distintas. No tendría razón de ser una supremacía legítima de una moralidad por sobre otra, ni por ser una mayoritaria y otra minoritaria, razón de imponerse a la minoría.
Sucede entonces que al predicar sobre la interrupción voluntaria del embarazo, la mujer parece históricamente perder todo imperio de sí, para ser instrumento de debate ajeno. Los fundamentos que presentan las distintas posturas son difusos, varían y tienen la particularidad de carecer de pruebas fácticas o empíricas que los legitimen.
Los romanos, así como su derecho, consideraban que la vida comenzaba con el nacimiento, con la misma legitimidad legal con que hoy en día trazamos arbitrariamente la mayoría de edad al instante que un ser humano cumple 18 años de vida.
La Iglesia Católica, máximo exponente de la defensa de la “vida desde la concepción” tuvo diferentes posturas, siempre ideológicas, en materia de cuando un feto comienza a ser persona. En este caso su debate interno radicaba en especificar en qué momento el alma ingresaba al cuerpo del feto. Posturas iniciales sostenían que el alma ingresaba en los fetos masculinos a los 40 días y en los femeninos a los 90, dado que “no podía haber alma sin forma humana” y aparentemente las mujeres requerían de más tiempo para ser tales. Posteriormente posturas eclesiásticas defendieron que el alma se hace presente cuando la madre siente por primera vez algún movimiento del feto.
No es sino hasta 1869 que la Iglesia declara en forma unánime que “la vida comienza desde la concepción” bajo razones “científicas”. Resulta interesante pensar con que herramientas tecnológicas podía contar la Iglesia en 1869 para demostrar el ingreso del alma, concepto jamás probado en forma científica, al producto inmediato de la concepción.
En junio de 1989, un juez argentino denegó una petición de aborto a una mujer violada (garantía establecida en nuestro Código Penal) bajo los argumentos de Jean Rostand, premio Nobel de biología. Rostand sostenía que “existe un ser humano desde la fecundación del óvulo. El hombre, todo entero ya está en el óvulo fecundado. Está todo entero, está allí, con todas sus potencialidades… por lo tanto todo aborto es, sin duda, un pequeño asesinato”.
¿Existe la posibilidad racional de pensar a un óvulo fecundado como ser humano entero, si no dispone de la necesaria gestación remanente para constituirse como tal? Este tipo de argumentación completamente falaz y de carácter emotivo, no posee mayor validez que el afirmar que en cada espermatozoide se encuentran todos los anhelos y sueños de un futuro ser humano, calificando a la masturbación masculina de genocidio. En este mismo fallo, el juez demuestra científicamente que el feto es, en efecto, una persona dado que puede ser operado quirúrgicamente, al igual que pueden ser intervenidos un perro, una jirafa o un ornitorrinco.
Argumentos de carácter emotivo como los anteriores, puramente ideológicos, han sido utilizados a lo largo de la historia de la humanidad para legitimar una postura moral por sobre otra con consecuencias coactivas. En tanto las diferencias remitan a cuestiones de creencias, el aborto como asesinato o como derecho es una concepción moral e ideológica, no única, no veraz, no fáctica ¿Qué legitima entonces la imposición de una por sobre otra?
El debate fanático torna inflexibles las posturas, y pareciera que el escenario se divide entre gente que “defiende la vida” y personas que “defienden el aborto”. Estas concepciones binarias lejos de traer soluciones reflejan una dicotomía irreal.
El entender al feto como entidad viva no implica defender “la vida”, en la misma medida en que no reconocerlo como tal implicaría “defender el aborto”, como si se tratase de una actividad placentera o recreativa para la mujer. En estos casos pareciera que la realidad pasa a segundo plano, lamentablemente anteponiendo la discusión metafísica al debate acerca de la realidad social del aborto y los efectos de su legislación regulatoria, no hacemos más que alejarnos de una posible solución.
El derecho a no haber nacido
Francia, noviembre del año 2000, Nicolás Perruche inicia acciones legales contra el médico de su madre por no haber detectado la rubeola que ella padecía al estar embarazada de él, razón por la cual Nicolás nació con severas enfermedades y lesiones irreversibles. Su madre había previamente expresado que de padecer una infección, ejercería su derecho al aborto (garantizado en Francia hasta las 10 semanas de concepción).
Este precedente conocido como “la decisión de Perruche”, fue el primer caso conocido de una persona exigiendo su derecho a no haber nacido, es uno de los tantos ejemplos que nos demuestran que la realidad muchas veces excede nuestros paradigmas éticos… Nicolás ganó este juicio.