Por Omar Acha. Con esta entrega, Marcha inicia un ciclo mensual de cuatro crónicas que recorrerán la historia de las empleadas domésticas durante el primer peronismo.
En esta serie de cuatro historias, o más bien crónicas, quiero plantear algunos rasgos de la experiencia de las fracciones más castigadas, pero también más rebeldes, de la clase obrera en la Argentina: las trabajadoras domésticas.
El sector estuvo prácticamente desregulado hasta un decreto de 1956 que recientemente acaba de ser enmendado por una ley aprobada en marzo de 2013. El pago recibido fue irregular, arbitrario, y generalmente coexistió con otras formas de “retribución” como la provisión de casa y comida. Fue muy corriente que no se pagara a las “chicas” por su trabajo pues, se decía, se las estaba manteniendo y educando.
Las condiciones materiales de trabajo no favorecieron la organización sindical y, por ende, la negociación colectiva. El empleo tenía diversas modalidades que disgregaban a las trabajadoras entre sus espacios de labor, las cuales no constituían un espacio “público” como el de las fábricas o talleres. Las modalidades de “cama adentro” (vivir en la casa patronal), “con salida” (dormir en lugar separado, casa o pensión), o “por horas”, añadido al carácter informal de la ocupación, conspiraron contra la agremiación.
El socialismo promovió un sindicato desde 1910, pero recién con el primer peronismo el gremio alcanzó alguna significación que no habría que exagerar. Como dije, la regulación estatal avanzó, y tímidamente, recién después de 1955. Pero al menos hubo un tribunal para reclamar y algunos derechos fueron reconocidos.
En estas notas quiero recordar la vida rebelde de las mujeres llamadas “sirvientas”, “fámulas” o “mucamas”, explotadas por su situación de clase, oprimidas por su condición femenina, despreciadas por su origen a menudo provinciano y el color frecuentemente oscuro de su piel. Por esas razones convergentes fue que las trabajadoras domésticas fueron un núcleo básico de la figura plebeya del “cabecita negra”. Pero si es así aquí hay un problema.
El obrero de orígenes populares y provincianos tuvo preeminencia en la caracterización cultural del obrero simpatizante de Juan Perón. Para su definición racista colaboró el antiperonismo que consolidó su imagen del obrero peronista como el cabecita negra violento e invasivo, o su contraparte en la sirvienta violenta, lúbrica y altanera. Con todo, creo que un prejuicio machista olvidó el rol jugado, activamente, por las mujeres trabajadoras en la generación de una hostilidad de los sectores establecidos ante las “sirvientas”.
Los imaginarios sociales sobre las empleadas domésticas proveyeron motivos ideológicos esenciales para la cristalización de representaciones conscientes e inconscientes de la feminidad. Forjaron pilares del suelo simbólico del primer peronismo. Fueron imaginarios complejos y conflictivos, repletos de nudos y contrariedades. Pero sobre todo, fueron palabras, deseos y prácticas que enhebraron las experiencias de un sector de la clase trabajadora en la primera mitad del siglo veinte.
Un primer movimiento de esta revisión lo provee la imagen estereotipada del “mal paso de la sirvientita”. Así se refería hasta no hace mucho tiempo una inconfundible reprobación religiosa y moral de las trabajadoras, generalmente jóvenes, que tenían sexo sin estar casadas para luego ser abandonadas cuando quedaban encinta. Las consecuencias del presunto traspié, sinónimo frecuente de la maternidad en soltería, poblaban las revistas populares, las melodramáticas novelas sentimentales y la cinematografía.
El tópico de “la sirvientita que dio el mal paso” induce a creer que todo fue desilusión, llanto y tragedia. Las ingenuas, desinformadas o lascivas jóvenes serían meras víctimas de varones desaprensivos e irresponsables.
Sin duda pueden hallarse casos desgraciados como el siguiente ocurrido en 1954: la joven Rosa D. L., puntana de 21 años, fue encontrada ahorcada dentro del cuarto que ocupaba en la casa donde trabajaba. En la carta que dejó a su “Querida Mamita” se disculpaba al confesar que era preferible una “hija muerta” a una hija “desgraciada”, es decir, seducida y abandonada. La decisión estaba tomada porque “es un fin que Dios ha decidido en este mundo está demás vivir sin ganas”. Sobre Eduardo, el seductor, escribió: “Vos mamita tienes que comprenderme yo lo quiero y nunca lo podré olvidar y se burla de mí y me desprecia como cualquier cosa y no puedo tolerar todo eso”. Finalmente, confió a su madre una cruz de oro y una cadenita que había adquirido poco tiempo antes, y le pidió que protegiera a su hermana menor “como si yo estuviera también con ustedes”.
No obstante ese final trágico en modo alguno fue inexorable. En principio porque las trabajadoras contaban con un repertorio de respuestas. Con esto no quiero decir que dominaban la situación. Pero sí que las actitudes fueron variadas y mostraron una importante capacidad de decisión.
Las crónicas policiales muestran, aquí y allá, actos de violencia de las mujeres contra los varones irresponsables. Veremos enseguida una caracterización de esas acciones, que sin embargo no son incompatibles con una profusa y mayoritaria práctica de feminicidios.
La memoria creativa del escritor Manuel Puig acertó en su novela Boquitas pintadas al matizar un hecho de sexo y sangre en vena folletinesca: el asesinato de un policía burlador y abandónico por la sirvienta María Josefa Ramírez. El uniformado negó el reconocimiento de su hijo y pagó tal liviandad con su vida. Los episodios de crímenes pasionales cometidos por las empleadas domésticas no eran actos fortuitos puestos de relieve por la intención melodramática de hacer sentido gracias a los infortunios del amor. Eran expresiones de una decepción a la que predisponía la condición de clase y de género de las trabajadoras domésticas. Más exactamente, se inscribía en una ya prolongada relación entre trabajadoras domésticas y criminalidad que, al menos en parte, revelan sus predominantes presencias en instituciones como el Correccional de Mujeres del “Buen Pastor” durante toda la primera mitad del siglo veinte.
Los archivos de la Penitenciaría de la década de 1940 ofrecen un panorama diferente, aunque no incompatible, respecto del observado desde la documentación policial. Por ejemplo, Victoria L., nacida en Victorica, La Pampa, tenía 28 años en 1945, momento en que fue apresada. Aparentemente había permanecido un tiempo en Chivilcoy, donde había tenido un hijo que dejó al cuidado de su abuela. En Buenos Aires se ocupó como obrera manufacturera y sirvienta. Mientras trabajaba en este último servicio tuvo un concubino que luego la desplantó. Para tomar revancha empeñó una radio, compró un revolver y le disparó cinco balazos.
También fueron cinco los impactos de bala que impactaron a un galán que abandonó encinta a Lucía Josefa F. D., nacida en Brandsen (provincia de Buenos Aires) en 1921. La detenida manifestó haber aprobado hasta el quinto grado de la escuela primaria y llegado a Buenos Aires a los 16 años porque, siempre según sus declaraciones, su madre la hostilizaba debido a que en los bailes los varones le prestaban más atención. De acuerdo a dichos de una hermana mayor, Lucía Josefa había cursado hasta el segundo grado y abandonó Brandsen porque no quería casarse con un hombre mayor. Había sido telefonista y mucama. Rechazada por un novio, compró un arma y practicó puntería en una quinta de las afueras de la ciudad. Poco después esperó al ex novio en el garage donde trabajaba y al salir le disparó. Cuando estando detenida le informaron que el joven aún vivía y exclamó: “qué lástima”. Los exámenes psiquiátricos le atribuyeron una “tendencia a la dramatización y al sensacionalismo”, paranoia y “carácter fuerte”. Utilizaba el seudónimo de Bebel Zulema Mondani, que pensaba emplear cuando pudiera dedicarse a cantar y tocar la guitarra en público. Fue condenada a 15 años de prisión por homicidio. Otro caso fue el de la sirvienta María R., una puntana de 25 años en el momento del hecho (1940), fue condenada a una prisión de 16 años por balear en la cabeza al novio, un trabajador del mercado de avenida Rivadavia al 6900, que la había abandonado estando ella embarazada. El herido finalmente falleció.
Otro incidente tuvo como protagonista a una joven doméstica de 21 años. La trabajadora hirió a su amante de 24, empleado en la zona céntrica en la que ella también se ocupaba. Luego de varias conversaciones en la que el joven había comunicado su decisión de concluir la relación, la doméstica lo amenazó. Finalmente ella le dispara en la calle. Creyendo segura la muerte de su querido, intentó suicidarse sin éxito.
Ciertas situaciones podían desviar la vindicta contra las patronas. Así aconteció con la sirvienta santiagueña Restituta S., llegada a Buenos Aires en 1937. Luego de ser abandonada en 1943 por su novio, un joven empleado del Automóvil Club Argentino, tras enterarse éste de su embarazo, intentó asesinar a su empleadora. El problema consistió en que la patrona, después de desanimar a otro varón que quiso casarse con la empleada (lo previno que estaba encinta), insistió en que abortase. Para impedirlo Restituta le preparó un café con leche al que añadió cianuro. El envenenamiento fracasó.
Estas informaciones revelan un panorama distinto al mundo lacrimógeno de la “chinita” abusada por el joven porteño aprovechador de la soledad y el ideal del amor romántico divulgado por las novelas baratas y revistas “del corazón” que las jóvenes trabajadoras solían leer. En suma, las “sirvientitas” no sólo daban un mal paso. Lejos de ser meras víctimas de las experiencias de la opresión de clase, de la discriminación sexual y de género, y del desprecio racial o étnico, las empleadas domésticas también eran personas deseantes y capaces de ejercer venganzas violentas.
En la próxima entrega veremos cómo estas decididas actitudes de las “sirvientas” ingresaron al terreno, ya no del amor traicionado, sino de la lucha de clases.