Por Francisco J. Cantamutto
El resultado de las elecciones presidenciales abre una etapa de incertidumbres, y para Cambiemos, éstas son malas noticias.
Las elecciones presidenciales en Estados Unidos ya tienen un ganador. El triunfo de Donald Trump, que parecía imposible meses atrás, abre una nueva etapa para la geopolítica y la economía mundial. Hillary Clinton representaba la continuidad de los proyectos hegemónicos en curso, siendo por ello la candidata del establishment norteamericano. Sus políticas compensatorias lograban conquistar las simpatías de no pocas minorías políticas, pero esto no opaca que la ex Secretaria de Estado y Senadora formó parte de la mayor parte de las decisiones que orientaron el accionar de Estados Unidos en las últimas décadas. Ofrecía continuidad, estabilidad, previsibilidad.
Trump, en cambio, a pesar de ser un empresario multimillonario, no formó parte de la casta política, nunca ocupó un cargo electo. En ese sentido, por llamativo que sea, logró presentarse como un outsider, como alguien que provenía de fuera “del sistema”. Sus posturas profundamente reaccionarias y propuestas carentes de viabilidad desafiaron los límites de una candidatura concebible desde las entrañas del amañado sistema representativo estadounidense. Y sin embargo, logró ser el candidato, y ahora presidente electo, del tradicional partido republicano.
Sea por convicción o por conveniencia, Trump le habló en especial a un segmento de la población estadounidense conocido como “basura blanca”. Se trata de sectores medios venidos a menos, trabajadores empobrecidos por años de políticas neoliberales (de las que Clinton es una de las responsables), sin expectativas de futuro. La pérdida de empleos por la deslocalización de fábricas hacia países periféricos, que ha provocado un estancamiento de los salarios medios en las últimas décadas. El 1% más rico que se apropiaba en 1970 del 9% del ingreso anual pasó a recibir el 21% en 2010. El 10% más rico obtuvo ese último año el 47,9% del ingreso total. La única solución para los empobrecidos trabajadores ha sido el crédito: década tras década han promovido el endeudamiento para compensar la pérdida de poder adquisitivo.
Cuando en 2007 todo estalló por los aires, el Estado aprobó un salvataje de 700.000 millones de dólares… a los bancos. Las grandes automotrices accedieron a mantener algunas plantas en el país solo a costa de quitarles a sus trabajadores gran parte de los beneficios previsionales. Esta población trabajadora está furiosa, y tiene razones para estarlo. Está pagando una fiesta de la que no participó.
La crisis mundial es el escenario de fondo. Tras décadas neoliberales, el espacio para mayores tasas de explotación es limitado, y los recursos remanentes para ser mercantilizados comienzan a escasear. El exceso de oferta tiene al mundo inundado de bienes, lo que presiona a la baja las exportaciones. Muchos países han iniciado una lenta competencia de devaluaciones, para ganar competitividad a costa de los vecinos. Este ajuste reduce aún más la demanda. El mundo crece menos, el comercio es menor. Este contexto guarda parecidos llamativos con lo ocurrido en la década del ’20.
En este marco, el liderazgo económico de Estados Unidos, la potencia hegemónica, se ve erosionado. China se ha expandido de manera sostenida –es responsable del magro crecimiento mundial del último lustro–, y ya ha logrado otro paso en la internacionalización del yuan, ahora incluido en la canasta de monedas de reserva del FMI. En América Latina ha crecido hasta ser el segundo socio comercial e inversor. Pero China aún depende de la demanda estadounidense en su comercio global y mantiene una monstruosa cantidad de bonos del Tesoro norteamericano como reservas, que le exigirían algún tipo de canje para evitar una desvalorización masiva. La Unión Europea en franca crisis no es una alternativa real.
Trump basó su campaña en denunciar esta realidad, desde una posición reaccionaria y conservadora. Es difícil saber cuánto hay de demagogia en su discurso contra el libre comercio, aunque queda claro que su pretensión autócrata, su xenofobia y misoginia son auténticas. Las preguntas son muchas.
En términos económicos, esta victoria ha incrementado la incertidumbre respecto de lo que viene. Las bolsas de valores del mundo, que mostraban ya una tendencia declinante, volvieron a caer ante la noticia. El capital trasnacional prefiere la operatoria irrestricta, y la tendencia proteccionista no le favorece. La reacción es semejante a la del Brexit, pocos meses atrás.
Si Trump y la bancada republicana mantiene la agenda de campaña de revisar los tratados de libre comercio, esto sería una marcha atrás en unos de los ejes más importantes de la agenda estadounidense para la región. México, atado hace más de dos décadas al gigante a través del TLCAN, ya ha sufrido un severo impacto, con una –nueva– desvalorización de su moneda. Colombia, Chile y gran parte de Centroamérica, hoy establecida como una gigantesca maquila que abastece a Estados Unidos, deben estar preocupados. Trump parece decidido en frenar el gran proyecto hemisférico de Obama, el Tratado Trans Pacífico, cuya ratificación en el Congreso requeriría de una veloz gestión antes de fin de año.
El objetivo no sería solo frenar los tratados de libre comercio sino también poner escollos en la internacionalización de las empresas estadounidenses, para favorecer la inversión en el espacio nacional. Eso significaría para nuestra región menor demanda para los productos exportados, y también menor inversión extranjera. A esto se suma además que el programa de Trump sobre grandes proyectos de obra pública –como el famoso muro- junto a recortes de impuestos parece destinado a financiarse con mayor emisión de deuda. El mercado espera subas de las tasas de interés, lo que significa encarecimiento del crédito disponible.
Menos demanda, menos inversión, crédito más caro: ese es el parama esperado para la región, y esto afecta, claro, a la Argentina. Macri había apostado abiertamente por la candidatura de Clinton, para dar continuidad a las tratativas iniciadas con Obama, que lo ponían como referente en la región. Con la victoria de Trump, Macri queda fuera de lugar.
Esto no es solo un problema político, sino económico. Primero, se ve en problemas la agenda de comercio preferente, justo cuando Macri ponía las exportaciones como factor dinámico. Segundo, se suspende por mal tiempo la lluvia de inversiones. Tercero, la deuda, factor aglutinante en el programa de Cambiemos, única fuente de balance fiscal y externo, se encarecerá. Cuarto, el afamado blanqueo promocionado en las últimas semanas, entra en problemas. La banca norteamericana prevé sostener su régimen de secrecía fiscal, y continuar operando como refugio para los capitales que no quieren revelar su origen, monto ni dueño. ¿Por qué volver a Argentina y pagar siquiera mínimos impuestos, si se puede permanecer protegido en un paraíso fiscal? Parece que 2017 será un año difícil.