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    Sin categoría

    Huesos

    23 abril, 20139 Mins Read
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    Huesos

    Por David Voloj. Relato del escritor cordobés que integra la antología Los nuevos de Babel (2012).

    1

    Además de fumar y mirar tele, en Charata había poco para hacer. Por eso íbamos con el tío Miguel. Porque era mejor que nada.

    Mamá no tenía idea de lo que hacíamos y él, para evitarse problemas, tampoco le explicaba demasiado. Decía que necesitaba ayuda, que nos pagaría, que estaríamos de regreso antes de las clases. Con Felipe subíamos a la parte de atrás de la combi, que tenía los vidrios polarizados y desde afuera no se veía nada. Estábamos incómodos entre las herramientas, la pecera, las imágenes de los santos y el resto de las cosas del tío Miguel. Casi no quedaba espacio para estirar las piernas, pero nos metíamos ahí para pasar desapercibidos.

    El piso tenía unas ranuras de chapa insufribles. Cuando te levantabas, el dolor te quitaba las ganas de cavar, de abrir los ataúdes, de todo. Un día nos enojamos y pedimos colchonetas. Si no cabían adentro, podíamos atar las palas en el techo. Alguna solución le íbamos a encontrar. Una colchoneta, tío, es lo mínimo, dijimos, y él respondió que por el momento había muchos gastos.

    –Plata para los gendarmes que están a la salida de Chaco, plata para que la policía no haga preguntas si los ve a Felipe o a vos. Además de la comida y el gasoil y las gomerías. Mucho gasto.

    El tío decía eso, pero él siempre dormía en un hotel. Nosotros no podíamos bajar, supuestamente, porque no alcanzaba. Felipe quería creerle. Yo, en cambio, desconfiaba. Para mí, lo hacía de mezquino.

     

    2

    A los cementerios íbamos después de la medianoche. A esa hora resultaba fácil moverse. La gente era igual en Chaco, en Catamarca, en Tucumán. Todos comían temprano y, después de doce, sólo quedaban abiertos los puteríos.

    –¿Quieren ir a debutar? –, solía preguntarnos el tío Miguel, y Felipe se ponía colorado porque un poco de ganas tenía.

    Andábamos por la ruta con las luces apagadas. Estacionábamos en la parte de atrás, cerca de las cruces de cemento que son las que se ven de noche. Bajábamos la batería de 75 amperes para la amoladora, la bolsa de herramientas, y alumbrábamos el camino con una linterna, aunque ni falta hacía: los ojos se te acostumbran rápido a ver en la oscuridad.

    –Antes había cuidadores. Los muertos importaban. Ahora, nadie te paga un sereno–, nos explicaba el tío, al principio, para que no anduviésemos con miedo.

    La cosa era sencilla. Nosotros cavábamos la tierra, cortábamos el cemento. El tío Miguel, que sabía de cerraduras y con un clip te abría una caja fuerte, se encargaba de los nichos con llave. Pasábamos horas trabajando, porque todo el asunto ese de los muertos era cuestión de suerte. A veces, abrías un cajón y te encontrabas puro hueso, pelos, cuero reseco, ropa sucia, nada útil. Entonces había que rellenar, dejar todo prolijito, y seguir.

    El que daba con algo más o menos interesante llamaba a los otros. Podía ser un anillo, una medalla, una cadenita; el tío miraba si las cosas tenían inscripciones, decidía si servían o no, anotaba los datos del cadáver y recién entonces nos dejaba ir a tomar una coca.

    Estaba bueno eso, relajarse, parar, sentarse a tomar algo fresco, pavear un poco. Aunque tampoco podíamos descansar demasiado. Debía quedar tiempo suficiente como para limpiar, más si teníamos que hacer mezcla o poner champas.

    –Si mañana viene un pariente a traer flores, debe encontrar todo igual– nos decía el tío Miguel, para que nos esmerásemos.

    Una noche, abrimos un cajón recién enterrado. Daba asco. El olor, los gusanos. Felipe se vomitó la vida. Y yo estuve a punto.

     

    3

    Al tío Miguel lo conocían en Metán, en Güemes, en Tafí, en Belén, en Recreo, en Londres, en La Banda y casi todo Santiago.

    Al llegar a un lugar, la gente se persignaba. Decían que era una bendición, le agradecían a Dios por la oportunidad de estar con él. Parábamos en casas de familia, recomendados por otras personas que ya habían visto al tío hablar con espíritus y sabían de lo que era capaz. Esos días, Felipe y yo dormíamos en colchones, desayunábamos facturas. Hasta nos daban crema para las manos, que teníamos cuarteadas de tanto cavar de madrugada.

    Durante tres noches seguidas, el tío Miguel se reunía con un grupo de personas, en su mayoría viejas viudas y supersticiosas. Murmuraba oraciones en latín, apelaba a la misericordia de los santos, invocaba a las almas. Después, le daban como convulsiones y la gente se asustaba.

    Cuando hacía la señal, nosotros encendíamos la pecera. No había mucha ciencia en apretar el control remoto que reventaba las piedritas, pero yo se lo dejaba a Felipe, que era más chico y se sentía importante al hacerlo. Además, a mí me gustaba ver y así aprender para, algún día, largarme solo con el negocio.

    Había momentos geniales. Cuando el tío Miguel se hacía el poseído por el espíritu de un fulano y decía nombre y apellido, siempre alguien lo reconocía. Entonces se largaban a preguntar: “¿Mi marido está bien?”  “¿Y mi nenito?  ¿A dónde fue?”  Cosas así preguntaban, y el tío respondía cambiando la voz.

    Lo mejor del asunto se daba cuando la pecera comenzaba a burbujear. Adentro estaba metido lo que habíamos encontrado días atrás, revolviendo en los cajones. Ni siquiera hacía falta que hubiese un pariente directo del muerto en cuestión. El tío sacaba el anillito o la medallita, lo ponía a la vista de todos, y decía que se había materializado. Las viejas se persignaban.

    –Uno de ustedes le entregará esto al heredero –decía el tío–. Es la voluntad de los muertos. Así podrán descansar en paz.

    Para evitar problemas con la policía o con la iglesia, nunca nos quedábamos mucho tiempo en un mismo sitio. Además, el asunto funcionaba bien así. Cuando el tío aseguraba que los espíritus se habían ido, para qué quedarse.

    La gente entregaba fortuna. Buena plata. Hasta escrituras de campos le vi agarrar al tío. Y a nosotros nos quería convencer de lo contrario.

    –Un par de colchonetas salen un presupuesto –mentía–. Además, yo les doy plata para su madre y ustedes morfan de arriba.

    En cierta forma, el tío Miguel tenía razón. En un par de años, con Felipe nos conocimos medio país y los billetes nos servían para no pedirle a mamá. A su vez, cuando volvíamos al calor insoportable de Charata, nos acordábamos de los viajes, de las calaveras que usábamos como títeres, del truco de la pecera y de la gente llorando porque hablaba con los muertos. Y claro, a pesar del piso de chapa de la combi, queríamos salir de nuevo.

     

    4

    En el 94, el tío Miguel fue al Mundial de Estados Unidos. A la vuelta, trajo una tele portátil, colchones inflables y un detector de metales que serviría para saber, llegado el caso, si valía la pena abrir un cajón. Nos buscó en diciembre, para ir a Santa Fe. Yo estaba de novio con la gringa de la heladería y, si la dejaba mucho sola, alguien me la quitaba. Pero Felipe iba, sí o sí, y el tío me tiró unos mangos más para no dejarlos en banda.

    –Lo de siempre y doscientos más, limpios, para vos solito –prometió.

    Yo acepté. Porque la plata es así. Lo peor. La plata te convence de cualquier cosa. A mí me convencía, al tío lo convencía. La plata te hace olvidar las consecuencias, te pone en peligro, te lleva a hacer cosas que no querés, que no convienen.  Mi precio fue ese: doscientos pesos limpios. El del tío, treinta mil.

    Por treinta mil pesos, el tío aceptó ir a la casa del tipo.

    –Unas horas, nada más –le propuso cuando ya partíamos rumbo a Morteros, en Córdoba–. Sólo usted puede hacerlo. Todos lo saben, me lo han dicho. Por favor. Venga conmigo, sienta las presencias. Le pago por adelantado.

    El tío Miguel nos miró de reojo. Había que aceptar. Haciendo cálculos rápidos, esa plata hubiese ganado mamá limpiando casas nueve años seguidos.

    Sin embargo, en la combi dijo que la cosa olía mal.

    –Estate atento. Si esto se pone denso, rajan –me susurró, medio en secreto, y me dio el sobre con los treinta mil para que los metiera en el calzoncillo.

    Seguimos al tipo hasta una casona grande, en medio del campo. Adentro, nos invitó jugo, masitas, y al rato nos llevó a un galpón. Entonces nos dejó solos, para que el tío expulsara las almas.

    Ya se había hecho de noche cuando volvió. Estaba alterado, ansioso.

    –¿Pudo sacarlos? –preguntó–. Necesito que se vayan de una vez.

    –Esto no funciona así –le explicó el tío–. A veces, los espíritus se niegan a hablar o no están donde uno cree. Acá, por ejemplo, no siento nada.

    El tipo se rió, dijo que se equivocaba, que los muertos estaban ahí, que estaban ahí desde siempre. Después sacó una pistola y nos mandó a Felipe y a mí a buscar unas palas. Nosotros estábamos quietos como estatuas; recién reaccionamos cuando disparó.

    Nos obligó a cavar, el tipo, a cavar sin parar, un metro, o más, hasta encontrar los huesos. Había por todas partes, de todos los tamaños. Huesos rotos. Quince calaveras sacamos, una tras otra, quince calaveras con un hueco en la frente o en la nuca. También había cartuchos de balas. Y un esqueletito, de bebé.

    El tío Miguel, que se veía venir  algo feo, le confesó que el asunto de los espíritus era cuento. Le dijo de dónde sacábamos las cosas de los muertos, cómo era el truco de la pecera. Fue peor, porque el tipo dejó de sonreír.

    –No puede ser –dijo–. Vos ibas a sacarlos, vos tenías que sacarlos.

    De pronto, le apuntó al tío Miguel. Le vació la pistola en segundos. Seguía gatillando, como un loco, incluso cuando se le acabaron las balas.

    Yo me di vuelta, agarré a Felipe, y corrí hacia la combi. Arrancamos marcha atrás, tan fuerte que rompimos la tranquera. Mi hermano lloraba, pero yo no podía darme esos lujos. Yo debía manejar, manejar y seguir manejando, debía orientarme, encontrar el camino de vuelta, y estar alerta, pendiente del tipo, de la policía, de gendarmería. Porque quizás el tipo nos persiguiera, porque la policía seguro nos pararía en la ruta y pediría un billete para dejarnos circular; y porque si los gendarmes nos revisaban y me encontraban los treinta mil en el calzoncillo, se los quedaban. Seguro. Los gendarmes se quedan con mil, con treinta mil, con todo. Así son ellos. Y eso nos hubiese jodido bastante, bastante más de lo que estábamos. 

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