Por Fernando Catz/ Ilustraciones por Cabro
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Es raro cómo funciona la cabeza. Al acercarme al primer objetivo, mi mente estaba tan desierta como la calle húmeda esa madrugada. Mientras rompía el candado no pensaba en lo que iba a hacer. Lo había repasado una y otra vez los días anteriores. Cuando conseguí abrir la puerta oxidada, aparecieron las palabras de Mariano. Yo avanzaba por las alcantarillas (o debería decir cloacas, al fin y al cabo no soy una tortuga ninja) y la conversación se fue filtrando entre los olores de las aguas servidas.
-Vos sí que te tomás al pie de la letra lo escatológico… Escatología viene de escathos, que en griego significa lo último. En la teología se llama así a la doctrina de que la historia tiene un sentido, y un punto de llegada. Unos marxistas críticos se arrepentían de haber tenido una versión atea, en la que la humanidad se dirigía a un paraíso terrenal. Walter Benjamin también cuestionaba esa visión optimista de la historia, decía que la tragedia se derrumbaba sobre nosotros todo el tiempo. Pero él rescataba la cosa mesiánica. Vos sos como ese ángel de la historia, que quiere detenerla y no sabe cómo…
-Qué interesante lo que decís. Mirá, anotámelo acá en esta servilleta, la verdad que ahora no puedo entender nada de eso. La cabeza me da vueltas.
Tenía que replantearme los caminos que me había trazado. No podía avanzar. Los caños estaban taponados, clausurados o simplemente no coincidían con los planos viejos que le había comprado a un empleado en edad de jubilarse. Mientras tanteaba en lo oscuro y me resbalaba en el musgo o quién sabe qué, no me preocupaba por nada de lo que vendría después: las explosiones, la podredumbre invadiendo todo, las epidemias, el caos y la necesidad de unirse para sobrevivir.
Entre los reflejos de la linterna y el susurro de las corrientes fue apareciendo en detalle aquel momento sentados en la barra. Una conversación de borrachos no se sabe cómo empieza ni dónde termina, a veces ni siquiera cómo salta de una cosa a la otra. Sin embargo, tiene un sentido, que va más allá de la confusión de los participantes. Es la charla ideal, el summum del arte de la conversación. La esfericidad de la charla alcohólica hace que se pueda subir por cualquier lado, en cualquier momento, como una calesita que no para. Pero esa no era cualquier charla con cualquier borracho. De hablar generalidades pasé a increparlo y suplicarle ayuda, a medida que me dí cuenta de que lo conocía de antes.
-Yo ya no sé qué hacer. Intenté todo. Primero pensé que no podía ser el único, busqué gente que se hubiera dado cuenta, que estuviera más preparada que yo. Intenté con gnósticos, metafísicos, investigadores de complots, alquimistas, cabalistas. Algunos eran locos, otros estafadores, a lo sumo hacían negocios new age con sus creencias superficiales. Vos me tenés que ayudar. Yo no sé hablar, convencer. Alguien tiene que hacer algo. Yo tardé en darme cuenta, nos pasa enfrente de las narices a todos… Pensé que ustedes lo entendían, con sus anuncios del derrumbe del capitalismo…
-Pará, ¿ustedes quiénes? A quiénes le estás hablando, si acá estoy yo solo…
-Bueno, me entendés, los zurdos, los comunistas.
Estaba cambiado, parecía quince años más viejo. Estaba vestido igual de desprolijo. Era la cara lo que era diferente, los ojos se le habían apagado. La lengua se le fue soltando, regada por el vino de oferta, hasta volver a ese estilo entre una clase y una arenga. Hablaba como haciendo una larga broma filosófica que yo no entendía, y en esos momentos la cara se le iluminaba. Ahí reconocí al jovencito altanero que me había cruzado unos meses antes. Fue después de la revelación, cuando yo estaba hiperactivo. Iba a tientas pero la desesperación me movía. Me había pasado ese día leyendo en la biblioteca de la universidad desde su horario de apertura. Se me acercó un tipo y me dijo que tenía que irme, que iban a cerrar. La universidad estaba con huelgas por unos recortes presupuestarios. Salí embotado, perdido en mis pensamientos. Sin darme cuenta terminé en medio de un torrente de jóvenes. Era una asamblea estudiantil. Algunos sentados, otros parados, formaban un gran círculo en torno a un megáfono sobreexigido. Se acumuló un ambiente de pasión y ansiedad donde descifraban atentos las proclamas y denuncias. Se atacaban unos a otros, competían en la radicalidad de sus propuestas, desnudaban los síntomas de la crisis mundial. Insistían en echarse mutuamente culpas, el clima se iba enardeciendo. Descubrí que cualquiera podía anotarse para hablar y lo hice, quedé en el lugar cuarenta y seis. Reescribía en mi mente el discurso que iba a dar frente a cada nueva intervención. Temí perder mi turno cuando explotó una rencilla, mociones de orden cruzadas, cánticos y amagos de trompadas.
Ahí me llamaron para tomar la palabra. Mi aspecto desentonaba, me miraron con sospechas y se hizo poco a poco silencio. “Todos tienen razón. La crisis económica, el hambre, la desocupación, la represión, las guerras, la corrupción, son expresiones de un mismo mal”. Un comienzo de aplausos me envalentonó. “El desafío que se nos presenta es demasiado grande si no somos capaces de unirnos”. Esa mayoría silenciosa y dispersa entre los convencidos, se agitó aprobando mi muestra de sentido común. “Estamos en la última etapa de lo que conocemos. Estamos frente al fin, el fin del mundo.”
La asamblea estalló en aplausos. No eran de aprobación sino una ovación de burla. Risas, chiflidos y gritos irónicos de festejo. Conseguí unir a la masa, aunque fue para despreciarme. No era un servicio de inteligencia como alguno pensó al principio sino nada más un loco. Salí rápido por un costado, confundido. En mi cabeza se amontonaban los pensamientos: “Está bien, ahora son felices, pueden aprobar su huelga estudiantil. Qué se les puede pedir, son jóvenes, son ingenuos. Yo, mientras tanto, ¿qué puedo hacer frente a la terrible nueva que llevo?”.
-Vos tenés experiencia, tenés que ayudarme a sumar a los que son como vos, saben organizarse, estudiaron… ¿Cómo no se dan cuenta de que el problema es otro? A la gente no le importa que denuncies el capitalismo porque eso es lo que les gusta. Pero nadie quiere que todo se acabe. Yo siempre fui un tipo normal, o sea, nunca me metí en nada raro, me dediqué a laburar, tener mi pareja, mejorar en la medida de lo posible…
-¡Vos sí que pasaste de integrado a apocalíptico!
-No entiendo de qué te reís…
-No importa, era una broma por el título de un libro.
Después de esa asamblea, por primera vez me atrapó la desesperación. Saber que el mundo acababa me puso frente a la urgencia, sin embargo, siempre pensé que alguien podría conseguir pararlo. Ahora sentía que no podía quedarme de brazos cruzados pero ya no sabía qué hacer. Empecé a vagar por las calles. Me hice habitué de los bares de borrachines, tenía un circuito que estaba cerca de las estaciones de trenes. La plata empezó a irse cada vez más rápido, nada más en escabio, el que tomaba y el que convidaba.
No me asombró cuando un tipo se sentó al lado mío en uno de esos bolichitos sucios y siempre abiertos. Tampoco que en seguida estuviéramos compartiendo las bebidas que pedíamos alternadamente. De a poco noté que el que me tiraba la lengua era el pibe que conducía esa asamblea.
-Ves, vos sabés de libros, yo nada más leí cosas de internet, qué sé yo, las cosas pasan enfrente de todos, hay que conectar un poco, hacer dos más dos… ¡Aunque sea que se den cuenta! ¿Vos te creés que yo quiero hacer esto? ¿Que me siento bien? Si pudiera ser parte de algún tipo de congregación… Estoy desesperado, ¡hagamos algo!
-Bajá un cambio, amigo, que porque me apures o nos inmolemos ahora mismo no va a cambiar nada. Si en el fondo, ¿qué somos? Dos fisuras, mirá alrededor. ¿Le llamamos la atención a alguien acá? No, porque somos dos perdidos más. Así que tranquilizate, acá estamos en pedo charlando, con estas botellas vacías- agarró una en cada mano y las movió como si estuvieran bailando.
-Bueno, dale, ok, somos intrascendentes.
-Despreciables, esa es la palabra. Matemáticamente hablando, ¿no?
La risa de Mariano me daba bronca, pero al mismo tiempo le tenía respeto. Por lo menos el que uno tiene cuando necesita aferrarse a alguien como la única salvación posible. Me puse a mirar el televisor para sacarle la vista de encima y tragar la bronca. Después me distraje con los borrachines del bar que gritaban las jugadas del partido y se hacían burlas que a veces yo no entendía. Ahí escuché un sollozo. Mariano estaba masticando el llanto adentro de su brazo doblado.
-En el fondo tenés razón, viejo. No creo nada de esas cosas religiosas. Igual es verdad, no hay salida, es el fin, el fin. Yo intenté tirar a mi grupo a algo más práctico, empecé a hacer propuestas que se salían del cotillón tradicional. La gente prefiere mantener su identidad, sus banderitas, eslogan, a jugársela. Cuando propuse otra cosa, me echaron. ¿Cómo te hacés militante? Conocés a alguien donde estudiás o laburás. Empezás a participar de alguna actividad, te sumás a un colectivo. Construís una imagen de vos, una cultura común, compartís lugares, música, maneras de vestirte. Le dedicás cada vez más, tus amigos, pareja, tiempo libre, todo pasa por eso. En un momento, ahí es donde estás vivo. El resto es como dormir, algo necesario pero afuera de lo vivido. La realidad es en lo nuevo. Ahí te sentís despierto, el resto es sueño. Y un día eso se acaba. Se siente como la muerte en vida. ¿Quién va a poder entenderte?
Cuando armaba la primer carga, no prestaba atención, nada más lo hacía, mecánicamente. Sí aparecía esa charla como si fuera una película proyectada desde adentro de mi nuca. Rociaba los catalizadores sobre los cartuchos, les insertaba los detonadores e imaginaba a mi lado a Mariano, como ese día en el bar, divagando borracho, dándole vueltas al tema, mientras yo asentía de vez en cuando y mi cabeza iba por otros caminos.
-Pueden ser verdad tus profecías, no tengo manera de saberlo. Da igual. Una vez que estás adentro de eso, que lo sentís, cosas como la plata, el tiempo, el cálculo de interés o por lo menos de supervivencia, conveniencia digámosle, parecen chiquitaje. Si ese vivir verdadero se evaporó, no queda otra que resignarse, reconstruirse de algún modo, como si nada hubiera pasado. Pero hay algo que no se va, la sensación de que esto, lo que queda, no es real, sigue siendo ensueño, engaño, que no estoy acá para vivirlo. Entiendo entonces a los que quieren inmolarse, es una forma que te hace creer que sos menos cobarde al suicidarte.
No era casual que pensara en esa conversación. Capaz los momentos clave de la vida de un hombre no son cosas como su graduación o su matrimonio; esas son el resultado de otro momento anterior, perdido entre sus cosas cotidianas. Encontrar el punnto donde cambió de rumbo nuestra vida es como cuando estás de resaca y querés saber cuándo te tomaste la copa de más. No importa que la conversación que se aparecía en mi cabeza no fuera exactamente como fue ese día con Mariano. Capaz era una reconstrucción mía, una manera de racionalizar, acostumbrado a mis diálogos solitarios… No, no es locura, es una forma diferente de entender, cosas que exceden la mente humana y aparecen así, como una iluminación, una noche en un bar de Constitución.
Y entonces, ahí estaba, poniendo la tercera carga. Sin elucubrar. Aunque estuviera agitado, empapado. En un caño me había encontrado con un montón de basuras que me obstruía el paso. Cuando lo pisé, noté que era alguien durmiendo. Los golpes chapotearon en la oscuridad. El linyera tampoco debía sentir ya los olores ni los pensamientos. No sé si respiraba cuando lo dejé.
En la antigüedad, cuando llegaba un mensajero con un mal presagio, se lo sacrificaba. Hoy nos llegan juntas todas las noticias posibles, las buenas, las malas, las falsas. Cada uno elige, a la verdad se la mata ignorándola. Me sentía como un vidente del presente. ¿Cómo diferenciar a un devoto sin iglesia de un psicótico? Una persona que alucina es un loco, miles son una religión. No me pregunto qué los diferencia, sino cómo hacer para pasar de una a otra. Fracasé en el camino “hazlo tu mismo” del movimiento milenarista. No me daba para profeta, menos para mesías.
Y sí, no quedaba otra. Intenté la mística, la concientización, la militancia. Ningún camino era suficiente. Había que abrir uno nuevo en la montaña. Y había que hacerlo con explosivos. Nada es demasiado cuando el fin del mundo se avecina. ¿Cómo podía conmover a la gente, abrirles los ojos? Si estábamos tan hundidos en la mierda que ya no le sentíamos el olor… Así tuve la idea. Volar a la mierda la propia mierda, hundirnos en ella, hasta que nos tape, hasta que no podamos mirar a otro lado. Investigué las redes cloacales. Me infiltré, soborné para conseguir los planos. Indagué cómo fabricar explosivos, planifiqué cada detalle.
Cuando estaba a doscientos metros, activé los detonadores. No fue nada del otro mundo. Llegué a escuchar un eco y ver que salpicó polvo y porquería. Al otro día los diarios se estarían preguntando quién había puesto bombas en puntos clave de los desagües cloacales de la ciudad. Dos días después los excrementos empezarían a inundar la ciudad. A la semana se reportarían las primeras plagas, y al mes, como un castigo divino, las epidemias iban a diezmar a la población. Si para ese entonces encontraban alguna pista, ya les habría perdido el rastro. Rocié con nafta los libros, los dvds, el colchón. Armé la torre del yenga y apenas la vi prendida fuego. Me fui del departamento en llamas para no mirar más atrás.
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Miro los rastros del fuego en el parquet. No se extendió mucho. Creía que nunca iba a poder volver. Pasé varias semanas cambiando de lugar, escondiéndome. Esperé en vano las noticias del atentado. Tampoco hablaron de los desbordes de las cloacas, menos de muertos o epidemias. Pensé que mantenían todo en secreto para no perjudicar la investigación, o que evitaban alarmar a la población. Pasó el tiempo y empecé a relajar la clandestinidad. Nada indicaba que me estuvieran buscando. Tal vez fue porque el fin estaba tan cerca que tuvieron preocupaciones mayores. Tal vez, tenía que hacerme cargo. Era un inútil para eso.
Los planos que tenía estaban desactualizados, puede que algún explosivo fallara. No creo que las cosas salieron muy distintas de cómo las había planeado, pero los efectos no se notaron. No hubo mucha diferencia con respecto al descontrol anterior.
Con el diario del lunes es fácil ver mis equivocaciones. El terrorismo busca desestabilizar, cansar. Yo buscaba concientizar, racionalizar. El camino del conocimiento, del agrupamiento, de la comunión. Con compromiso o torpeza, llevé la acción a fondo. En vez de iluminar, le dí oxígeno al encandilamiento, legitimidad a los que mantienen la normalidad. O sea, a los que aceleran el desenlace. Crear desorden no sirve dentro del desorden. No hay nada más estable que el caos.
Ya no espero el fin. No el fin del mundo. Se transformó en rutina. No hablaría de eso ni en el ascensor. Aún si hubiera ascensores, y alguien tuviera ese tipo de charlas. Tal vez espero algún final para mí. Si todavía me moviera la desesperación, me suicidaría. Pero ni siquiera eso. Capaz si alguien me mata, o por accidente se derrumba el piso y me traga la tierra, se acabe lo peor, el tedio.
Hoy fue la excepción, hubo algo que me descolocó. Intenté abrir mi juego preferido. El servidor estaba fuera de línea. Nunca más va a hacer caer caramelos infinitos sobre los tableros de nadie. Consiguió sacarme una puteada. No más que eso. Me enojé un poco conmigo mismo por no haber bajado una versión para instalar en la computadora cuando todavía era posible. No me duró mucho, supe que era señal de que las cosas iban a terminar muy pronto, en particular, la energía eléctrica. ¿Pero cómo iba a aguantar este tiempo que quedaba?
Me asomé a la ventana y disparé unos tiros a los que pasaban. No notaron la diferencia. Creo que no le acerté a ninguno, no era fácil darle con el revólver a las personas que corrían a lo lejos. Más bien sirvió como termómetro del estado de las cosas.
Me senté en el sillón, con el arma colgando de mis dedos. La balanceaba mientras pensaba qué podía hacer. Escuchaba ruidos de afuera. Gritos, sirenas, vidrios rotos. Sólo uno me importaba. Me taladraba la cabeza el ladrido del perro. Me asomé de nuevo y le emboqué al primer tiro. Volví al sillón pensando que tal vez fue un acto de caridad.
Las estructuras cedían a su propio peso y la gente corría como hormiguero pateado. A mí no me importaba. Nunca pensé que el apocalipsis iba a ser así: aburrido.
Había intentado avisar. Fue un fracaso. No servía de nada aunque me hubieran escuchado. Todo es inútil, hace mucho lo era. Tal vez desde el principio lo sabía. ¿Pero cómo iba a quedarme de brazos cruzados? ¿Y sobre todo, cómo todos iban a quedarse sin hacer nada?
Pensé que hacía falta un verdadero Iniciado, un Mago Rey, un Alquimista con la capacidad de sintetizar el Oro, La Vida, una Realidad nueva, consistente. Yo no quise hacerlo, sabía que no contaba con las condiciones. Igual tuve que probar, alguien tenía que intentarlo, muchos tal vez. Ojalá al menos muchos hubieran fracasado. La caída es el camino al aprendizaje, en la búsqueda aprendemos que somos un escalón para que un día algún otro llegue a la sabiduría.
Una vez encontré a uno. Alguien con poderes verdaderos. Estafaba a la gente. Les hacía creer que era un ilusionista, les vendía su magia en la calle. Eran trucos falsos. La gente compraba el secreto para reproducir la ilusión. Nunca funcionaban, porque no había truco. Él realizaba milagros reales. Lo esperé aparte, me acerqué ansioso. Con entusiasmo le hablé:
-¡Sos un mago verdadero! ¿Por qué no usas tu magia para enfrentar al derrumbe?
-Yo no creo en nada verdadero. El Verdadero Amor, el Verdadero Bien… Nada de eso existe. Lo único verdadero, sin mentira, cierto y verísimo, es la transmutación. Las cosas de arriba son como las de abajo, con ingenio querés separar lo sutil de lo grosero, subís y bajás, y al final lo etéreo es vencido y penetrado lo sólido.
Está pasando. ¿Cómo vivir así? Aceptarlo tal vez es dejar de sostenerlo.
Sólo me queda escribir. De entre todas las cosas inútiles que se pone a hacer la gente frente al fin de la humanidad, yo elijo tal vez la más idiota. Aún así, para mí funciona. Está claro que no es para dejar un mensaje ni una huella, porque nada ni nadie va a sobrevivir. No va a haber lectores. Tampoco críticos. Nada de éxito o fracaso. Ni siquiera hace falta terminar algo. No hay utilidad ni verdad ni belleza. ¿Un gesto de libertad? ¿De humanidad? ¿El último? ¿Es una manera de expulsar los sentimientos, procesarlos? Nadie más da razones de lo que hace, simplemente es tarde para que algo tenga sentido. Escribo porque ya no me sale hacer ninguna otra cosa. Porque es lo último que sale de mí. Hacer tiempo hasta el desenlace.
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