Por Fernando Catz /Ilustraciones por Cabro
– I –
Recién me pongo a pensar en cómo fue que me di cuenta. Ahora que no queda nada por hacer. Algo andaba mal. Lo sentía. Al principio no me daban bola, ni siquiera yo mismo. Claro, en ese momento nadie estaba bien. El país caía en la crisis como un ladrillo que se hunde en el mar hasta que se pierde en lo turbio. Pero no era eso. Estábamos acostumbrados. Había algo más. Tardé mucho en entender qué era.
Empecé yendo a médicos. Los estudios no reportaron nada. Los psicólogos y psiquiatras no conseguían aislar el problema. No era depresión, ni locura, ni obsesión. Nada que me preocupara, ningún trauma. Fui a todos los especialistas hasta terminar la cartilla de la prepaga. Tenía la esperanza de que alguno encontrara algo, me dijera: tiene este mal, tome esta pastilla. O: es incurable, le queda un año de vida. Cualquier cosa, saber qué era, qué me iba a pasar. Algo para echarle la culpa, alguien al que delegarle las decisiones sobre mi vida.
-¿Qué te pasa? – insistía mi esposa.
-Nada.
-Algo te pasa.
-Puede ser. Pero no sé.
-Algo te pasa y no me decís. Me cansé de que estés catatónico, no me contás.
Al final se fue. Y bien que hizo. Nada más quedaron en el suelo las marcas de tierra y pelusa que había abajo de los muebles, y las maderitas del yenga. Así como cayeron de la caja quedaron tiradas varios días. Capaz prefería todo así, vacío.
Después fue el laburo.
-No, baja productividad no tenés, pero actitud, te falta actitud. Ponele un poco de onda, hacé de cuenta que te interesa por lo menos, afecta a tu equipo de trabajo, nadie tiene ganas de laburar con vos- me dijo el jefe. No pasó mucho tiempo más hasta que me echaron, y tampoco me importó.
Me dediqué un poco a buscar trabajo, sin mucha suerte ni esfuerzo. Visité conocidos que no veía hacía mucho, algún familiar. Fui al cine, al parque. Igual me sobraba demasiado tiempo.
La indemnización me servía para tirar varios meses; soltero y sin mucha actividad, no tenía casi gastos. Me la pasaba mirando informativos y programas políticos. Veía las noticias de las exigencias de organismos financieros a países quebrados, guerras que se desplegaban para apropiarse de recursos de territorios devastados, refugiados que preferían ahogarse con sus familias antes de lo que dejaban atrás, y se contentaban con ser explotados en la ilegalidad y apaleados por nazis. Quería indignarme. Encontrar a un culpable y agarrármela con él. Intentaban convencerme y yo hice todos mis esfuerzos. No lo conseguí. Al contrario, fui descreyendo cada vez más.
Mi vida había sido reinada sabiamente por lo chato: quince años de trabajo en la misma oficina, diez años de matrimonio, una salud controlada… Estaba perdiendo cada cosa que me hizo sentir satisfecho, y lo único que me preocupaba era estar aburrido. ¿Por qué me incomodaba lo que antes me tranquilizaba?
Empecé a consumir compulsivamente todo lo que me transportara a otro lugar. Alternaba lectura, películas y series, o jugaba al yenga contra mí mismo. Necesitaba que el tiempo se moviera sin sentirlo. Fui perdiendo la noción del día y la noche, en qué momento de la semana estaba. Nada más me quedaban los dvds y libros tirados, el colchón y un tacho de pintura dado vuelta con la notebook arriba. El wi fi era lo único que no estaba por el suelo.
Por una referencia al pasar en un best seller me enteré de los gnósticos. En esa época me pasaba mucho, un artículo de Wikipedia me llevó a otro y de ahí a manuscritos desconocidos, videos de youtube de investigadores alterados, sitios de distintos lugares del mundo con teorías conspirativas en html básico. Yo no sabía nada de temas filosóficos ni religiosos, menos aún si eran antiguos y marginales. Durante mucho tiempo pensé que se llamaban los Ñósticos, capaz eso me llamó la atención. Después descubrí que no se pronunciaba como ñoquis, venía del griego antiguo, había que remontarse a los orígenes de la cristiandad. Me fasciné con ellos. Los gnósticos eran cristianos bastantes diferentes a los que conocemos.
Decían que el mundo, lo que vivimos, vemos, tocamos, chupamos, sentimos, todo es falso. La única verdad está más allá de la realidad. No hay que esperar a la muerte para que nuestra alma se separe del cuerpo y Dios nos salve. Nada peor que la fe. Ese Dios vengativo y controlador que conocemos de la Biblia, es el que inventó esta estafa. Toda la maldad, la fealdad, la falta de sentido es porque estamos en un calco mal hecho por un dios infantil que juega a hacernos sufrir como bichos. La película que vemos es una copia trucha que le compramos al demiurgo de la esquina, y los gnósticos nos chillan: ¿no te das cuenta de que está filmada en un cine, se va de foco, se escuchan las toses?
Nunca había creído en nada. Bueno, en nada místico. Siempre entendí a la religión como un espacio de calma, una mentira agradable para no pensar. Tal vez lo que me atrapó no fueron sus creencias, sino su desconfianza. Me dejé llevar por un torbellino de pasión en el descrédito. Leía a místicos, esotéricos y alquímicos. En la paranoia encontré revelación. Decían que si Dios está en todas partes, entonces también está en nosotros: conócete a ti mismo y descubrirás la verdad. Yo sólo conseguía correr por lo que me quedaba de cordura como por un puente que se derrumba, y no sabía lo que iba a encontrar del otro lado.
Un día estaba con el yenga. Sacaba las fichas alternando dos versiones de mí mismo. De fondo sonaban los coros medievales de Santa Hildegarda. Me fanaticé leyendo sus visiones. Hasta me hice imprimir uno de sus dibujos que pegué con cinta scotch en la pared del living. Era uno que ilustraba sus profecías del apocalipsis, había un demonio saliendo de la entrepierna de una mujer que representaba a la Iglesia. Me tomaba muy en serio el juego porque me había apostado. Hacía bromas pesadas, me provocaba. Siempre fui muy competitivo, me pongo fuera de mí.
-Ves boludo, siempre igual vos. Sacás de abajo para poner arriba, pateás la pelota para adelante porque querés llegar alto pero cuidado, que se te termina la cancha.
-Callate pedazo de cornudo, qué sabés, andá a llorarle a tu ex. Vos te creés que podés quedarte revolviendo las piezas hasta que un día todo encaja y ahí quedarte mirándolo ordenadito para siempre, pero la vida no es como un rompecabezas, es como el yenga. Vos sos un cagón. Ahí tenés. Cerrá el orto y jugá que es tu turno.
La cosa estaba realmente difícil. De tanto jugar me había vuelto un maestro. Igual siempre llegaba un punto crítico donde no se podía evitar el colapso. Y yo era implacable, para quedarme con el triunfo elegía estratégicamente la ficha que sacaba para que el próximo movimiento fuera un callejón sin salida. La concentración me hizo callar. La jugada era decisiva. Apoyé la ficha en la cima. La música se terminó. La torre osciló. Las maderas vibraron y se detuvieron. Mis pupilas se dilataron. Una imagen se formó en mi cabeza, quieta, completa. ¿Y si el problema no era yo, sino el mundo? ¿Si lo que sentía era un síntoma, no de una enfermedad mía, sino de la realidad?
Dentro mío algo se rompía, pero era un cascarón, una venda. Tal vez yo no había estado escuchando. Quebré el silencio pegándole un manotazo a la torre. Ví la constelación entre las señales. Entendí lo que pasaba: el mundo estaba llegando a su fin.
La mente se me había enfermado. La percepción se me fue endureciendo como un callo. Ahora me estaba curando. A veces la sanación es dolorosa. Fui tirando ácido sobre esa verruga. Al principio no parecía hacer nada, pero de a poco fue penetrando, quemando capas de piel vieja. Estaba llegando a la carne viva, regenerada.
¿Qué hace uno frente a eso? Cuando se murió mi viejo una tía lejana me dijo: no se sabe cómo uno puede reaccionar frente a ciertas cosas. Mi mamá estaba borracha vomitando en las macetas del jardín. Hay unas teorías, que hay etapas de asimilación frente a la muerte, la negación, resignación, qué se yo. Pero esto no era la muerte, era el final. The End. Nadie iba a quedar para ver los créditos.
Continuara…
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