Por Nadia Fink
Segunda parte del recorrido por la vida y obra de la artista chilena. A 99 años de su nacimiento, inauguramos con Violeta Parra la nueva sección #Antiprincesas de la historia. Una mirada sobre su infancia, el lugar donde encontró todo el material que habría de servirle para sus creaciones.
…con ellos anduve ciudades y charcos…
A don Antonio Suarez lo conoció en el fundo Tocornal. Conversador y huidizo para dar a conocer su voz y sus versos, cada tanto mechaba un “dícere” en el medio de la conversación como para no dejar a Violeta con las ganas. Fue este señor de 100 años que se jactaba de extraer la miel sin guantes ni mascarillas quien le regaló el primer guitarrón (instrumento de 25 cuerdas, muy popular en el campo, pero que no se conocía en la ciudad), el mismo con el cual, según contaba, le había ganado una payada al diablo.
Cuando recibió el premio Caupolicán, Violeta fue a la fiesta pagándose la entrada porque no la habían invitado. Sentadita en el balcón, escuchó como la nombraban “la mejor folklorista del año”. La sorpresa inicial se transformó en festejo a las cinco de la mañana, cuando apareció en su casa con un pedazo de chancho y unas botellas de vino para celebrar. A partir de la mención, tuvo la oportunidad de viajar como representante de Chile en el Festival de la Juventud en Polonia.
Otra vez debía Violeta armar sus valijas y partir, feliz de llevar esas voces a otros lugares y triste también, por dejar a sus hijos, a los que se habían sumado Carmen Luisa y la “guagua”, Rosita Clara, de 9 meses. El viaje tuvo sus oscilaciones, Violeta era reconocida por el pueblo y por artistas de cierta sensibilidad (claro, sus amigos y admiradores fueron Pablo de Rocka, Pablo Neruda, Víctor Jara, entre tantos otros), pero los grandes medios estaban, como siempre, ajenos al proceso del Chile profundo. La campesina desalineada, de crenchas largas, que se sentaba tras la guitarra, mirada al suelo, y sacaba ese canto visceral, de las entrañas, de toda la tierra andada, de todo ese folklore sin asfalto, no era entendida por todos. Fernán Meza, estudiante de arquitectura por esos años, recuerda que los estudiantes eran quienes más la defendieron durante ese viaje de jóvenes porque “como la Violeta no tenía mayor prestigio todavía, y no era bonita, pituca, ni tenía plata, le tenían pica; las mujeres la encontraban ‘rota’, esa es la verdad, no la entendían”. Así también la forma de ser de Violeta, directa, sincera hasta el grito, no siempre caía bien, pero ella diría al respecto, años más tarde: “Entiendo que la vida y cada ser humano están compuestos de hiel y de miel. No tengo complejo de hiel, ni sola ni acompañada”. En Varsovia, en el festival, cantó a lo humano y a lo divino. Cuentan que tanto se admiraron de su forma de cantar los espectadores, que le tiraban flores de los balcones cuando pasaba al día siguiente. También hizo una pequeña gira por Austria, la Unión Soviética y Francia, pero una noticia triste llegaba a través de una carta, la muerte de la pequeña Rosita Clara. Violeta no saltaba los obstáculos, pateaba las vallas y las desparramaba por el suelo. Su viaje de seis meses se transformó en una estadía en París de dos años. Es que, claro, ¿cómo volver a una cuna vacía?, ¿cómo reparar la ausencia de las manos tibias?
Violeta de pasto y de gramilla, que bebe el rocío y soporta la escarcha de las heladas…
…cuando miro el bueno tan lejos del malo…
Se quedó en París, profundizó su trabajo de difusión y transmutó su dolor en arte y en lucha. Por esos años grabó dos discos. Uno de ellos se reeditaría mucho después como Canciones reencontradas en París. En ellos, Violeta relata y denuncia la dura vida de los trabajadores y rescata la bandera de luchadores, hombres masacrados por dictaduras y por opresores.
Quizás hayan vuelto los recuerdos de su infancia a traerle momentos de sueños de liberación, tal vez la propia Violeta se sintiera heroína cuando peleaba con una rama como espada para salvar a los leñadores de su esclavitud o soñara formar un pequeño ejército con sus hermanos, para rescatar a los mineros del socavón.
Es que desde la vivencia propia, Violeta expandía la vivencia de la comunidad; en el hombre que amaba con amor sincero y musical replicaba el amor que deseaba para todos, desde los héroes muertos en lucha, amaba a todos los que, como ella, ponían cuerpo y alma, arte y canción, guitarra o fusil, para el cambio social anhelado.
Por eso, en “Rodriguez y Recabarren”, sentencia: “Voy a dejarles constancia/ de una traición infinita/ (…) y el cuerpo de cinco emblemas/ que vivían los problemas/ de la razón popular” y canta su bronca por las matanzas de Federico García Lorca, Patrice Lumumba, Emiliano Zapata, Vicente Peñaloza, Manuel Rodríguez y Luis Emilio Recabarren.
Entonces, en “Qué dirá el Santo Padre”, aúlla: “Mientras más injusticias, señor fiscal/ más fuerza tiene mi alma para cantar/ lindo es segar el trigo en el sembrao/ regado por tu sangre/ Julián Grimau”, dolida por el fusilamiento del dirigente del Partido Comunista de España por parte del franquismo. Y sigue en “Arauco tiene una pena”, pidiendo que Huenchullán, Curinóm, Maquilef, Calful y Callupán, guerreros mapuches, se levanten, para que continúen la lucha de los pueblos originarios por las injusticias de siglos.
Se embronca, impotente desde la lejanía, en “La carta” porque su hermano Roberto cae preso después de la matanza de la población José María Caro en el marco de las huelgas obreras por mejoras salariales durante el gobierno derechista de Jorge Alessandri, y grita: “…que en mi patria no hay justica/ los hambrientos piden pan/ balas les da la milicia, sí (..) “Por suerte tengo guitarra/ para llorar mi dolor/ también tengo nueve hermanos/ fuera del que se engrilló/ los nueve son comunistas/ con el favor de mi dios, sí”.
Violeta de piedra, de calapurca y curanto, de acero que es lanza y reflejo.
…me ha dado la risa y me ha dado el llanto…
Cuando pegó la vuelta a su Chile, empezó a trabajar, cada vez más con sus manos. No sólo con instrumentos, sino en una expansión creativa que vibraba desde la tierra de sus pies y subía para salir por la punta de sus dedos de rama y de greda. Una vez más, lo que latía desde la infancia encontraba su curso: trabajó la cerámica, comenzó a pintar en cartones gigantes que le traía su cuñado de la papelera. Sus búsquedas eran las de siempre: temas campesinos, escenas de fiestas, figuras humanas, primero pintadas con témpera, después en óleo sobre tela. Una fuerte hepatitis la obligó a un reposo prolongado, a ella, la nómade Violeta. Recordó unos sacos vacíos de arpillera, pidió que juntaran todas las lanitas que había en la casa y empezó a bordarlas hasta que se transformaron en maravillosos tapices coloridos.
Su intención como artista era clara. En 1961 le escribe a Gilbert Favré, posiblemente su gran amor, una carta desde Argentina en la que le cuenta: “Sí, estoy sufriendo por irme, pero así resistiré hasta que este país se ablande y sepa y sienta que ando por aquí. Yo no vengo a lucirme. Quiero cantar y enseñar una verdad, quiero cantar porque el mundo tiene pena y está más confuso que yo misma”.
Esas arpilleras ninguneadas en su país, por simples, o rústicas, fueron expuestas en el Louvre de París en 1964. Al París del iluminismo, ese al que todos iban para estar a la vanguardia, para regodearse con el arte primermundista, Violeta llevaba su Chile y en él, a todo su pueblo.
Fueron esos años de viajes entre Europa y su Chile. Sus hijos mayores, como buenos Parra, ya eran folkloristas. Abrieron una peña en la que pudiera tener espacio la Nueva Canción Chilena, que surgía con fuerza de las entrañas de Violeta, del camino que ella había empezado; por allí pasaban Inti Illimani, Quilapayún, Isabel y Ángel, Rolando Alarcón, Patricio Manns. También Víctor Jara, quien iba a contar algunos años después, en 1972: “En 1965/66, en Chile estaba en boga el llamado neofolklore, una música aunque basada en ritmos chilenos, era absolutamente ajena a nuestra idiosincrasia. Mientras ellos obtenían los primeros lugares en la radio, nosotros empezábamos a cantar por ahí y por allá, como hijos de nadie. Decíamos una verdad no dicha en las canciones, denunciábamos la miseria y las causas de las miserias, le decíamos al campesino que la tierra debía ser de él, hablábamos en fin de la injusticia y la explotación. En la creación de este tipo de canciones la presencia de Violeta Parra es como una estrella que jamás se apagará. Violeta, que desgraciadamente no vive para ver el fruto de su trabajo, nos marcó el camino: nosotros no hacemos más que continuarlo y darle, claro, vivencia del proceso actual”.
Violeta de agua, de todas las lluvias que se cuelan en las grietas de la tierra resquebrajada por las sequías, borradora de los males y paridora de vida.
…y el canto de todos que es mi propio canto…
De la zona de Tocornal es también don Emilio, unas de las mejores voces que Violeta haya escuchado, silletero de oficio y buscador de minas por vocación. “Ya tengo como doce y las tengo marcaditas”, le confesó en un susurro. Al ver su modestísima ropa, Violeta comentó asombrada: “Pero usted podría ser rico con esas doce minas pues, don Emilio”. Sin inmutarse, él respondió: “Claro, siempre que las trabajara, pero a mí me gusta encontrármelas nomás”.
Violeta había sido greda, había sido tierra, lluvia, piedra y barro; pero su única meta seguía siendo estar lo más cerca del pueblo posible: “Yo creo que todo artista debe aspirar a tener como meta el fundirse, el fundir su trabajo en el contacto directo con el público. Estoy muy contenta de haber llegado a un punto de mi trabajo en el que ya no quiero ni siquiera hacer tapicería ni pintura ni poesía, así suelta. Me conformo con mantener la carpa y trabajar esta vez con elementos vivos, con el público cerquita de mí, al cual yo puedo sentir, tocar, hablar e incorporar a mi alma”.
La carpa de la que habla no es otra que “La Carpa de la Reina”, un gran centro cultural que instaló en un predio municipal, cedido después de mucho pedir por la difusión del folklore. Parecía que algún organismo reconocía a Violeta, ofreciéndole un baldío en el alejado barrio deLa Reina. Quería empezar pronto, se las ingenió para techar toda la extensión con una gigante carpa de circo que ayudó al nombre del proyecto. Su idea era que en ese espacio se brindaran clases de cerámica, escultura, pintura, guitarra, cueca, danza; se erigiera un gran teatro popular en el que actuaban grupos del auténtico folklore, conjuntos como Chagual, Los Choclos, Huenchulyan, y en el que cantaba la misma Violeta, mientras se servían en mesitas alrededor del escenario sopaipillas y empanadas preparadas con sus manos. Allí, en ese barrio aislado de la ciudad se quedó a vivir la Viola, en una modestísima pieza, con piso de barro y paredes de madera.
Las cosas no fueron como ella esperaba, a pesar de sus esfuerzos por difundir el arte popular. El lugar estaba muy alejado y no había colectivos que llegaran hasta allá. Los vecinos, de un barrio bien, se molestaban por los ruidos y no estaban interesados en tener a la campesina fanática de las fiestas y costumbres populares adornando el barrio. También la burocracia hacía estragos en la paciencia de la Viola: los mismos que habían dado el predio le cortaban la luz si no pagaba, seguían ninguneando su arte y su lucha. “Aquí le muestro un legajo/ de sello, tinta y papel/ este sí que es cascabel/ que suena con desparpajo/ diez mil quinientos carajos/ pueblan las casas legales/ y allí están los tal por cuales/ en un sillón silloneado/ y a fines de mes arreando/ billetes muy especiales”.
Alberto Zapicán era uno de los que vivía en esa carpa. Había llegado para trabajar en la construcción y arreglos del centro cultural y solía tocar el bombo y cantar cuando sabía que estaba solo. Un día Violeta lo descubrió, escondida, y le gustó su forma “bruta” de cantar; enseguida lo llevó a ensayar con ella, y a grabar las canciones de su disco Las últimas composiciones. Recuerda Alberto de esa época: “Hay aplausos formales que están esperando que suene una mano para empezar a golpear y hay otros colectivos, espontáneos, que nacen antes de terminar el cantor, que nacen con un calor que quema los oídos… y ese aplauso lo recibía Violeta del pueblo”. Eso diferenciaba hondo la relación que la Viola tenía con el pueblo y lo cansada que estaba de luchar por el reconocimiento de su obra.
Violeta era mujer de decisiones, claro, de no dejarse dominar, de hacerle frente a cada situación. Unos meses antes, en una conversación con un amigo, había dicho: “Hay que morirse. Uno tiene que decidir la muerte, ¡mandarla! No que la muerte venga a uno”. ¿Por qué, entonces, buscarle tanto sentido, tantas explicaciones a su última decisión si no es para señalar a quienes ningunearon su obra hasta el final?
Esa tarde un disparo sordo quebró el silencio en el barrio La Reina. Los pájaros, los que había afuera, huyeron de los árboles, sobrevolaron en círculos sobre la carpa. También los otros pájaros, los internos, los de Violeta, salieron en búsqueda de su pueblo y de su gente. Ella quedó abrazada, como siempre, a su eterna compañera, la guitarra.
Violeta había hecho un trabajo antropológico de años para recopilar la música más chilena ( y más universal), había expuesto su arte en el venerado Louvre mientras sonaban sus canciones y servía empanadas y sopaipillas; se había acercado a su pueblo como nunca nadie antes que ella, había conseguido que don Juan de Dios Leiva volviera a cantar, había forjado una identidad popular con sus canciones, que ahora ya no eran anónimas, ya no se cantaban sólo en las fiestas religiosas y paganas, sino que llegaban a Europa, a la radio, su eco seguía reproduciéndose por Latinoamérica y por el mundo; pero fue noticia y tapa en los grandes medios recién por su muerte, por esa última decisión.
No es esa la forma en que elegimos, claro, que Violeta se nos quede. Por eso, para recordarla, habrá que volver a empezar. Esa que anda lento levantando polvo en los caminos del Chile profundo, la que lleva la guitarra al hombro, la misma que supo absorber las voces de los que no tenían voz, para hacerla grito y devolvérsela al pueblo. Esa es Violeta Parra.