Las nuevas cifras de pobreza e indigencia certifican el carácter excluyente del modelo.
La semana pasada se revelaron los nuevos datos oficiales de pobreza e indigencia en el país del INDEC de Jorge Todesca: 32,2% de la población es pobre y 6,3% es indigente. Este dato de la Encuesta Permanente de Hogares, proyectado al total de la población urbana (39 millones) equivale a 12,6 millones de personas que viven en la pobreza y 2,5 millones no alcanzan a adquirir los alimentos básicos. Estos datos se acercan a los difundidos semanas atrás por el Observatorio de Deuda Social de la UCA, que informó 32,6% de pobres, por encima del 29% que informara en diciembre de 2015.
Estas brutales cifras levantaron la polémica. El presidente Macri, sin ningún gesto de ironía, dijo que “este punto de partida es sobre el cual acepto ser evaluado como presidente”, omitiendo los casi 10 meses que lleva a cargo –orillando ya la cuarta parte de su mandato. Por supuesto, y de acuerdo al libreto estándar de Cambiemos, se achacó el número de pobres al gobierno previo, elogiando la existencia de estadísticas creíbles.
El kirchnerismo quedó en falta, porque resulta difícil la defensa del apagón estadístico de una década. La intervención del INDEC iniciada en 2006 afectó especialmente a la medición del índice de precios –incitada entre otras razones para disminuir los pagos de bonos de deuda indizados por la inflación pesos. Esto produjo severos impactos que han oscurecido la discusión de los hechos, ahora presentados todos como interpretaciones libres, cuya única lógica de comprobación era la fuente de enunciación. Cuando el INDEC dejó de informar datos de pobreza en 2013, el ex ministro Kicillof lo pretendió justificar diciendo que esa medición era “bastante estigmatizante”.
El nuevo equipo del INDEC, incluyendo a la especialista desplazada por la fuerza Cynthia Pok, está readecuando las mediciones, y este esfuerzo de recomposición de datos estadísticos se mezcla con los resultados propiamente dichos. Desde Página 12 se ha puesto en duda la credibilidad de un índice que ubique a Argentina por encima del promedio regional (28,2% según la CEPAL), aunque para esa comparación habría que cotejar que las mediciones sean comparables. Justamente, diversos especialistas han señalado que la actual canasta de consumo difiere de la previa a la intervención, incluyendo 7 artículos más y 5 kilos más de comida. Considerando este cambio de medición, en 2006 la pobreza hubiera sido del 35% (en lugar del 26% informado entonces), o alternativamente, la pobreza actual sería del 23% (en lugar del 32% informado).
¿Cómo se mide la pobreza? Básicamente se determina un conjunto de bienes y servicios que componen una “canasta” típica, representativa del consumo de los hogares del país, y se mide su precio de mercado. Para el caso de la canasta básica de alimentos, el valor se ubicó según el INDEC en $4.930 mensuales. Las familias que ganen menos que ese valor por mes, no podrán comprar los alimentos que necesitan para vivir, y serán considerados indigentes. Según la referida medición, el 6,3% de las personas no llegan a comprar esos alimentos. En promedio, ganan la ínfima cifra de $2.975 al mes, quedando a 39,7% de alcanzar los ingresos necesarios para alimentarse.
En el caso de la pobreza, se agregan a los alimentos otros bienes y servicios típicos (vestimenta, servicios básicos, etc.). El valor relevado fue de $12.851 mensuales, ingreso que debería alcanzar una familia conformada por dos adultos y dos niños para comprar lo necesario para no ser pobres. Como se dijo, el 32,2% de las personas no alcanzan a adquirir esa canasta, y son considerados pobres. En promedio, esos hogares ganan $8.051 al mes, quedando a 37,4% de alcanzar los ingresos que los sacarían de la pobreza. Estas cifras se magnifican considerando rangos etarios, pues el 47,4% de las personas de hasta 14 años viven en hogares pobres: casi 3 millones de niños, niñas y adolescentes.
Sin dudas, las políticas del gobierno de Cambiemos han incrementado la cantidad de pobres, tal como hemos referido sistemáticamente en este espacio. La devaluación y la aceleración inflacionaria han superado a las mejores paritarias, licuando así salarios. Peor aún les fue a quienes trabajan fuera de los convenios colectivos de trabajo, en sectores informales y de la economía popular. La UCA llama “nuevos pobres” a quienes caen en esta situación por el impacto de estas políticas. La quita y disminución de retenciones a las distintas exportaciones agropecuarias favoreció que el incremento en alimentos fuera mayor al promedio –se ha calculado que orilló el 55%–, impactando de manera más dura en los hogares más vulnerables. La paralización de la actividad económica ha incorporado despidos y caída de la demanda de consumo han configurado este escenario devastador. A pesar de sus discursos, Cambiemos no ha implementado medidas compensatorias que contengan estas políticas. El salario mínimo vital y móvil se ubicó en $7.560, poco más de la mitad de los ingresos de pobreza. El nuevo aumento de 14,16% anunciado en la AUH –que la llevaría a $1.103– la pondría en una suba total de 32% en el último año, por debajo de la inflación registrada (que solo desde diciembre acumula un 34,3% según la CTA). Queda claro que la “pobreza cero” de la campaña no ha sido sino demagogia.
No obstante, estas cifras ponen sobre la mesa una continuidad más profunda en la sociedad argentina. El kirchnerismo logró reducir la pobreza, quebrando la tendencia ascendente desde la dictadura: solo el revanchismo conservador puede negar esto. Sin embargo, en el mejor de los casos, estaríamos ante un quinto de la población en situación de pobreza, que Cambiemos elevó a un tercio. En este núcleo duro de pobreza, estructural, confluyen desocupados, subocupados, trabajadores informales: un gran conjunto de personas excluidas de los sectores dinámicos del capital, condenadas a rebuscárselas para obtener su subsistencia. La inagotable creatividad popular ha reforzado con cooperativas, empresas recuperadas, talleres autogestivos las tradicionales changas y ventas ambulantes, lo que algunos llaman “economía popular”.
Se trata de masas sobrantes para el capital, cuya principal función es operar como amenaza para quienes se atrevan a reclamar por salarios justos. Esto lo expresó con claridad Prat Gay, cuando dijo que los sindicatos deberían elegir entre conservar sus empleos y mejorar los salarios. Ninguna de las dos cosas ocurrió en 2016. El denodado esfuerzo por atraer inversiones externas, incluso cuando pudieran reanimar la actividad económica (lo que no ha ocurrido aún), no ofrecerá ninguna salida para estas personas, que continuarán marginadas del mercado laboral, y estigmatizadas por su dependencia de planes sociales. Las propuestas de reforma laboral en danza –como el plan Primer empleo– continuarán precarizando el trabajo, arrojando a la pobreza también a trabajadores y trabajadoras ocupadas.
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