Por Juanma Olarieta
La fase imperialista del capitalismo no se caracteriza sólo por unos u otros rasgos económicos o políticos, sino por varios de ellos, que son los que Lenin expone en su obra “El imperialismo fase superior del capitalismo”(*). Por lo tanto, no se puede definir por las transnacionales, ni por la ONU, ni por el Fondo Monetario Internacional, ni el Club Bilderberg, ni la financiarización, ni la OTAN, ni el TTIP, ni el G7, ni la Unión Europea. Es más, ese tipo de instituciones son la consecuencia y no la causa de los acontecimientos más importantes.
En el imperialismo no hay ninguna clase de igualdad y, naturalmente, el peso sustancial de las relaciones internacionales no está en los países más débiles, en las colonias, ni en el Tercer Mundo. Tampoco en las instituciones internacionales. Lo imponen las potencias más fuertes.
Las diversas potencias mundiales no tienen la misma fuerza militar, económica, tecnológica o política. No están en equilibrio y, aunque lo estuvieran, el capitalismo siempre se desarrolla de una manera desigual, de manera que si ese equilibrio existe, se romperá inevitablemente; tarde o temprano.
En el imperialismo todos los países, pero especialmente las grandes potencias, disputan una carrera en la que nadie quiere quedarse atrás porque resultaría engullida por las demás. Cada día el mundo se ve sometido a una prueba de fuerza, a lo que Lenin llamaba un “reparto de las esferas de influencia”.
Ese reparto no es sólo físico, no es como la división de un pastel entre los comensales porque el mundo, escribió Lenin, ya se repartió hace mucho (pg.96, 101). Uno de los cinco rasgos fundamentales en los que Lenin resume el imperialismo (pg.113) es que “la política colonial de los países capitalistas ha terminado” (pg.96).
Lenin se refería a un reparto “territorial” o geográfico, que es la imagen más corriente -y vetusta- del imperialismo: anexiones, cambio de fronteras, escisión del territorio de un Estado… Sin embargo, el reparto del mundo tiene un componente de naturaleza “económica” al que Lenin se refiere como “lucha por el territorio económico” (pg.106) o reparto “económico” del mundo, llegando a hablar incluso un reparto “político” (pg.108).
Este reparto “económico” es el de un pastel que va cambiado de tamaño y, resulta que en esta fase imperialista, es cada vez más pequeño a causa de la crisis económica. Este factor es lo que agudiza cada vez más las contradicciones entre las grandes potencias que, finalmente, acabarán desencadenando otra guerra mundial.
Las formas en que se lleva a cabo el reparto del mundo son muy variadas, aunque normalmente la que más se utiliza es la expansión, que casi se ha convertido en un sinónimo del mismo imperialismo. Pero hay muchas más, típicas de las épocas de crisis profunda, como las actuales. Una de ellas, a las que no se suele hacer referencia, a pesar de su actualidad, es la destrucción económica y política de un país, como intentó Estados Unidos con Alemania en 1945 (Plan Morgenthau). De ahí que la guerra sea el medio típico en que los imperialistas se reparten el mundo.
En el reparto del mundo tan importante es adquirir un buen pedazo del pastel para sí mismo como debilitar al adversario, rebajarle su ración. Por ejemplo, el Plan Morgenthau trató de eliminar la potencia industrial y
tecnológica de Alemania, convertirlo en un país agrario y, naturalmente, semicolonial.
Sin embargo, habitualmente cuando se habla del reparto del mundo se equipara con el reparto de las colonias, convertidas en el pastel por antonomasia. Parece que sólo los países agrarios, más débiles, los dependientes, están más expuestos a ser devorados por los grandes. Es un error. No hay dicotomía entre unos países y otros o, por decirlo de otra manera, cualquier país, como Alemania en 1945, es susceptible de convertirse en tercermundista, lo cual es otra de las formas en que los imperialistas se reparten el mundo.
Una de las formas de reparto del mundo es la conversión, ya expuesta por Lenin en su época, de los países independientes en colonias (pgs.101, 103), porque las formas “de dependencia estatal” son diversas; hay países dependendientes políticamente independientes, así como dependencia financiera y diplomática (pg.108). Hay países que están obligados a mendigar préstamos continuamente, y hay otros que son los que ponen el dinero para los anteriores y, por lo tanto, las condiciones que rigen la entrega.
“Este género de relaciones entre algunos grandes y pequeños Estados ha existido siempre, pero en la época del imperialismo capitalista se convierte en sistema general, entran a formar parte del conjunto de relaciones que rigen el ‘reparto del mundo’, pasan a ser eslabones en la cadena de las operaciones del capital financiero mundial” (pg.109).
La sumisión de los países más débiles es relativamente sencilla para las grandes potencias, pero en una época de crisis aguda, como la actual, es un bocado totalmente insuficiente que cambia muy poco el reparto del mundo. Lenin decía que las grandes potencias no sólo buscan la anexión de las regiones agrarias, sino también de las industriales (pg.116). Para salir de la crisis a quien tienen que someter es a sus competidores, a aquellas potencias que tienen una fuerza parecida.
En el reparto del mundo no sólo los países dependientes forman parte del bocado. Ni siquiera ellos son el bocado más suculento. En 1919 lo que se repartieron los imperialistas fueron el Imperio Austro-Húngaro y el Imperio Otomano, fracasando en Rusia gracias a la Revolución de Octubre. Lo mismo cabe decir de Alemania o de Japón tras las dos guerras mundiales. Las bases militares más importantes que tiene Estados Unidos en el mundo tampoco están en países periféricos, sino en Alemania y Japón.
Algunos de los ataques de las potencias imperialistas en el Tercer Mundo no van dirigidos contra los países dependientes sino contra otras potencias. Son agresiones indirectas, ahora llamadas “por procuración” (proxys) o a través de intermediarios. Un ejemplo actual de ese tipo de agresiones es la guerra en el Donbas.
Por eso no es exacto hablar de contradicciones internas y externas. La Guerra de Siria es una agresión externa, un ataque del imperialismo a un país, lo cual no es óbice para reconocer que el imperialismo instrumentalizó una contradicción interna, un descontento social, poniendo en movimiento a ciertas fuerzas sociales proclives a ponerse al servicio de sus intereses.
Este tipo de antagonismos son lo que Stalin y la III Internacional denominaron “contradicciones interimperialistas”. Proceden de la rivalidad mutua de las grandes potencias. En ciertos casos, como el de Estados Unidos, luchan por preservar la hegemonía. En otros, luchan por conquistarla. Finalmente hay casos en los que la desafían, intentan evadirse de ella, reducir su presión o incluso pretenden ser tratados de forma paritaria.
La lucha por la hegemonía no significa, como la historia pone de manifiesto, que las grandes potencias sean reemplazables unas por otras, o que unas puedan sustituir a otras. Ni la posición económica y política, ni los intereses de unas y otras son los mismos. Unas potencias no pueden ponerse en el lugar de las otras. No pueden hacer lo mismo. Su potencia militar no es equivalente y sus intereses son contradictorios entre sí.
Es un error poner a todas las potencias en el mismo plano. El imperialismo no forma un bloque homogéneo y los cambios en la correlación de fuerzas entre las potencias se resuelven mediante guerra.
A medida que la presión de los más fuertes llega a ser asfixiante, se crea en el mundo una gran bolsa de países permanentemente damnificados y esquilmados que, con el tiempo, suelen reaccionar en ocasiones y buscan el apoyo de otros que están en su misma situación. Se generan movimientos de tipo nacionalista, como el de los No-Alineados, la mayor parte de las veces para buscar algún acomodo entre los “eslabones de la cadena”, pero sin tratar de romperla.
Es un empeño utópico. No es posible lograr ninguno de esos objetivos por medios pacíficos. No es posible luchar contra la hegemonía asfixiante de las grandes potencias imperialistas sin acabar antes con el imperialismo.
La lucha contra el imperialismo no es, pues, exclusivamente nacional sino revolucionaria; necesariamente tiene que ir vinculada a la lucha por el socialismo, es decir, no se puede apoyar sólo en la capacidad de un Estado sino, sobre todo, en el movimiento de las masas.
Desde cualquier ángulo, el imperialismo conduce a la guerra. En un caso porque las potencias imperialistas no tienen otra forma de repartirse el mundo que recurriendo a ella. En el otro, porque la única manera de enfrentarse al imperialismo y a la guerra imperialista consiste en transformarla en guerra revolucionaaria.
(*) Lenin, El imperialismo fase superior del capitalismo, Pekín, 1972.