Por Julieta Penagos*
Un relato basado en la propia experiencia conciliatoria. Las desigualdades sociales en el mandato de las mujeres de asumir las tareas cotidianas de cuidado. El rol de los Estados y sus instituciones ante la división sexual del trabajo.
Ota desventaja totalmente estructural: la normativa. Está evidentemente privilegia la lógica masculina. La normativa básicamente te dice: “Eres la madre” y después de todo la irrefutable división sexual del trabajo en un asunto asumido incluso por las instituciones, así que esas responsabilidades recaen inmediatamente sobre nosotras, pero con las lógicas económicas del ausente que normalmente es el padre. Si hablas de que tienes desventajas para tu propio desarrollo personal y que ese contexto debería ser tomado en cuenta para que exista una conciliación verdaderamente equitativa, todos los implicados en el asunto o no escuchan o se hacen los que no escuchan, y los acuerdos, normalmente terminan no privilegiando a los menores ni a quienes los cuidan sino a los ausentes.
Y en las comisarías de familia apenas te miran, porque quien te atiende resuelve tres casos a la vez (o por lo menos así me tocó a mí), y para crear una cita e intentar conciliar de nuevo, debes hacer firmar una boleta por el padre ausente que te ha dicho meses antes que todos los asuntos que tengas con él los puedes resolver con su abogada.
El Estado es ineficaz, incapaz de traducir, entender y sancionar de manera que beneficie también a quienes están al frente del cuidado y, en términos generales, una conciliación que entienda, asuma y acepte los impactos que tiene una ausencia para la vida de las mujeres madres solo puede beneficiar a todos los implicados: madre, padre y menores.
Y la desventaja más atroz: la incapacidad que tienen los ausentes y jueces de ver de qué manera los padres dependen del ejercicio del cuidado. En la interpretación inmediata, se supone que las mujeres queremos sacar provecho económico de las situaciones y en ese sentido se nos lee como dependientes, pero nunca he visto que se haga el ejercicio al contrario. ¿Si las mujeres renunciáramos al cuidado de los hijos y las hijas tras la separación, cómo resolverían los hombres la situación? ¿Ofrecerían su propio tiempo? ¿Pagarían para que alguien más lo haga? ¿O recaerá la responsabilidad sobre sus propias madres o sus actuales parejas?
Solo bajo una sensata lectura de la situación, la normativa entenderá que el dinero cumple un asunto meramente práctico, es solo un medio para minimizar el impacto que tiene una ausencia no solo en la vida de menores sino también en la de las madres que son quienes los forman y los cuidan.
Como es costumbre, he sido yo la responsable socialmente por mi suerte: primero por separarme, segundo por elegir a ese hombre específico cuando hay tantos buenos hombres en el mundo, y tercero porque debo acogerme a su propuesta sin reflexionar al respecto; después de todo hay escenarios peores que el mío y al final, él tiene voluntad de responder, desde su lógica y sin escuchar otras propuestas, pero quiere responder.
Muchas mujeres ya sabrán de qué se trata porque han tenido que pasar por esto, o muchas han llegado a acuerdos con los que se sienten incomodas sin entender muy bien porqué y sin acceso a esta experiencia en particular o a otras muchas reflexiones que hay por ahí sobre el asunto, pensando que evidentemente lo que les ha pasado es simplemente normal y justo.
Otras también deben saber, y esta es la parte dulce de la historia, lo que implica la relación cotidiana del cuidado: los sueños, las sonrisas, el afecto y aquella dimensión mística que hace que adivines si algo anda mal, si le duele la panza, si tiene hambre o si hay algo que reparar. El cuidado es tan importante, tan invaluable, que tiene efectos sanadores para quien recibe sus beneficios. En mi caso personal, la conexión es espiritual, mágica, amorosa, emotiva, saludable y especialmente esperanzadora.
Sé que a menudo las mujeres no hablan de estos temas porque eso es reconocer las desventajas, las imposiciones y estas situaciones son vergonzosas. Sé que hacer lo que el ausente exige produce dolor y rabia. Sé que la mayoría las asume sin reflexionar, en total soledad, y pensando que lo ocurrido es normal o está bien. Sé que el sistema nos atraviesa y homogeniza, por lo tanto ampliar la mirada y cambiar la sensibilidad costará tiempo y esfuerzo. Sin embargo hablar de estos temas –en mi caso escribir sobre ellos y conseguir que muchas mujeres puedan confrontarse con mi propio relato- es un ejercicio sanador, necesario, práctico y paradójicamente espiritual.
Llevaba días pensando en si lo escribo o no, redactándolo en mi cabeza, hablando conmigo misma, pensando en sus consecuencias, en los juzgamientos, en mis propios miedos, pero sin duda leerlo y tomar la decisión de publicarlo me otorga un poder, me vuelve más autónoma, mejor madre, mejor ciudadana, mas importante y más hermosa.
Ojala más mujeres empiecen a pensar en su rol como madres solteras o separadas, en exigir a quienes administran justicia mejores y más justas sentencias, hemos conseguido cosas mucho más difíciles, así que vamos por esta, para que ningún otro relato tenga que hablar del ejercicio del cuidado como algo insignificante.
Primera parte:
En primera persona: lo insignificante de las tareas de cuidado (I)
*realizadora audiovisual, columnista y periodista. Integrante de la Red Colombiana de Periodistas con Visión de Género.