Por Julieta Penagos*
Un relato basado en la propia experiencia conciliatoria. Las desigualdades sociales en el mandato sobre las mujeres de asumir las tareas cotidianas de cuidado. Y de los varones hegemónicos en perpetuar los espacios que les permiten la independencia.
Desde la conceptualización de la ética del cuidado dada por la filósofa feminista estadounidense Carol Gilligan, el movimiento feminista se ha tomado muy en serio la tarea de pensar en el cuidado como un asunto realmente importante por ser básicamente vital en cualquier sociedad. Gilliang redefinió la forma en cómo hombres y mujeres definen sus valores: ellos (retomando a Freud y a Kholbert en sus estudios del desarrollo masculino moral) basados en la justicia. Ellas, en la responsabilidad.
Eso significa que los dilemas masculinos son hipotéticos y los de las mujeres basados en dilemas reales, que atraviesan su cotidianidad y sus cuerpos. Estas conclusiones aparecen en un contexto determinante para el feminismo, ya que una corriente aseguraba que ningún comportamiento es “natural” y sí estimulado a lo largo del proceso de formación de los hombres y las mujeres. Gilliang afirma que las mujeres tienen mecanismos diferentes para asumir e interpretar la realidad y, en lo personal, me gusta pensar que es así. Su lectura da respuesta también a aquellos que decían que los resultados de las mujeres usualmente eran inferiores a los de los hombres. Así aparecen dos conceptos importantes: la ética de la justicia (Kholbert) y la ética del cuidado (Gilligan).
Estas consideraciones plantean un sin número de reflexiones y debates a las que no escapo, y me arriesgo hacer las mías basada en mi experiencia personal.
Para dar contexto, contaré que soy madre, separada, con responsabilidades académicas, profesionales y con un frustrante intento de conciliación de alimentos.
Empecemos. En economías neoliberales y después de la infortunada tradición en donde las mujeres hemos venido desarrollando el trabajo del cuidado de manera gratuita a lo largo de la historia de la humanidad, sigue siendo bastante complejo que hombres y mujeres entiendan que el ejercicio del cuidado no es menos importante que cualquier otro asunto: intervienen en él una serie de variadas habilidades que he adquirido y desarrollado a lo largo de mi maternidad, define el destino de quien cuido y aporta seriamente en las economía del país.
Pero así como las mujeres tenemos la tradición asumir el cuidado, los hombres tienen otras tradiciones ligadas a la independencia: siempre han ganado dinero, han estado en lo público, son autónomos y en términos generales alcanzan sus sueños sin que nadie se interponga. El cuidado tiene una dimensión cotidiana que puede llegar a ser agotadora, sumada a la exigencia del tiempo que hay que invertir en él.
Si los hombres emplean su tiempo en ello, no pueden alcanzar prestigio, cualificarse ni quedarse con los mejores empleos que obviamente son mejor pagos. Estas características hacen que tengan capacidad para el ahorro y esta diferencia fundamental en la economía les da derecho a exigir e imponer la forma en como creen que deben ser las cosas.
Con la llegada de las mujeres al ámbito laboral, el que muchas hallamos alcanzado cierta autonomía especialmente económica y que reflexionemos sobre estos temas, complejizan todas las antiguas prácticas y responsabilidades de hombres padres y mujeres madres en las familias. Si bien es cierto que las paternidades irresponsables son el delito más común en la región, también lo es que hay hombres que están dispuestos a ofrecer el tiempo que pueden o les sobra para estar con sus hijos e hijas y responder bajo sus propias lógicas con los requerimientos económicos que exige la crianza.
Después de la separación y ante el imparable ejercicio de formación y necesidades obvias de reencausar su vida familiar por parte de los padres (Las madres tenemos las mismas necesidades) vienen sus ausencias. Estas ausencias necesariamente arrojan unos costos económicos y en tiempos que son asumidos por las mujeres madres, quienes usualmente quedamos a cargo de los hijos y las hijas. En ese escenario llega el episodio de la conciliación de alimentos. Cada parte tiene su propia mirada, su propio relato de los hechos, del pasado, del futuro y sus propios intereses, que evidentemente son legítimos y que claramente reflejan el desarrollo moral de los hombres y las mujeres: la justicia y las responsabilidades.
En la conciliación somos las mujeres las que tenemos varias desventajas: una, que como repartimos el tiempo entre el trabajo, la formación y la crianza, vamos a pasos más lentos, nos demoramos más en cualificarnos, en conseguir los mejores trabajos y poco tiempo para una oportuna asesoría legal. En mi caso personal y ante las reiteradas ausencias del padre, fui yo quien propuso la regulación de alimentos.
Después de un silencio de un año y de que mi propia y agitada cotidianidad hiciera que no fuera reiterativa en la idea, llega una propuesta de acuerdo inconsulta y una abogada que defiende los intereses del padre. ¿Ven como las ventajas de quien se cualifica, de quien tiene tiempo para trabajar y ahorrar, ahora toma la delantera?
*realizadora audiovisual, columnista y periodista. Integrante de la Red Colombiana de Periodistas con Visión de Género.