Por Adrián Camerano
Crónica en primera persona de un fallo histórico contra los genocidas de nuestro país.
Sobre las 14 hs. de este 25 de agosto con inusual calor en Córdoba, el presidente del Tribunal Oral Federal N°1, Jaime Díaz Gavier, concluye la lectura de la sentencia con una frase esperada: “Señoras y señores, el juicio ha terminado”. Como un escape de gas, en ese preciso momento se libera la tensión acumulada en años de espera, nervio e impotencia. La Pando insulta, la esposa del condenado Ernesto Barreiro –Ana Maggi- gesticula y los familiares aplauden, lloran, cantan. “Viva la patria” provoca la activista por la impunidad, y de inmediato trona en la sala el consabido cantito “Adónde vayan los iremos a buscar”. ¿Mero folclore? No: la sala está dividida, víctimas y familiares de un lado, imputados y un puñadito de adherentes del otro; policías de uniforme y de civil están diseminados en la sala tapizada de madera lustrada, donde un módico cristo mira a todos desde arriba.
Han pasado unas dos horas de la lectura del fallo en la megacausa La Perla-La Ribera, el proceso de lesa humanidad que durante casi cuatro años juzgó a una cincuentena de responsables del mayor circuito represivo del interior del país. Una decena murió en el camino, otros recibieron penas menores, la mayoría -28- fueron condenados a prisión perpetua, por los más diversos delitos que uno se pueda imaginar.
Llevo unas cinco horas sin sentarme y estoy francamente cansado, pero me autocelebro la decisión de presenciar la sentencia desde adentro.
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¿Ingresar a Tribunales –a la mismísima sala, con suerte-, o vivir la sentencia afuera, con los miles de militantes, estudiantes, activistas, en fin, compañeros y compañeras? El dilema no es menor. Pueblo o formalidad, emoción o institucionalidad, cantar la alegría por una nueva condena a los genocidas o presenciar una página de la Historia, así, en mayúscula. Arranco temprano este jueves rumbo a Córdoba y por las dudas cargo la vieja credencial que el tribunal me dio el 4 de diciembre de 2012, cuando el juicio inició y yo trabajaba en un periódico que nunca más volví a pisar. Un par de trámites me demoran y cuando son las 11 hs. –la hora señalada para la lectura del fallo- me digo a mí mismo que ya está, que lo veré de afuera en pantalla gigante, como tantos miles, con muchos de los cuales nos hemos cruzado en marchas, actos, talleres, encuentros varios.
Pero el destino tenía una carta guardada. Cruzo el vallado y me dejan entrar al edificio; quién sabe por qué azar, figuro en el listado de medios acreditados. Subo la escalera y el hall de la sala está atestada de gente que quiere entrar, fotógrafos que se putean con las empleadas, camarógrafos que parecen competir entre sí a ver quién tiene la filmadora más grande. Me arrimo a la puerta, un trajeado dice que “la sala está llena, sólo dejaremos entrar a cinco familiares, nada más”, y no sé cómo me abren paso e ingreso, igual que aquella audiencia inaugural.
Estoy casi de incógnito, soy el único periodista en la sala. Me acurruco en un rincón y espero.
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“¡De pie!” grita alguien y se hace un silencio de muerte. Ingresa el tribunal, los fotógrafos y camarógrafos se toman su tiempo para retratar sobre todo a los acusados y comienza la lectura de la sentencia, larga, monótona, tediosa. Pero a la vez emocionante: uno a uno van desfilando en la boca del presidente del tribunal los artífices locales del genocidio. Luciano Benjamín Menéndez, Héctor Pedro Vergez, Ernesto Barreiro, una tríada posible del terror, condenados a perpetua. El mismo destino para “La Cuca” Antón, Carlos Díaz, “Fogonazo” Lardone, y tantos otros. A mi lado, los familiares levantan los carteles con las fotos de nuestros desaparecidos y escuchan, estoicos, cada pena asignada a los imputados.
Cuando Díaz Gavier lee una condena de apenas dos años y monedas, a mi lado escucho el clásico “¡qué culiaos!”. Levanto la vista y veo a un hombre mayor, de unos –pongamos- 60 años, en la mano un afiche de René Salamanca. Es igualito al desaparecido sindicalista de SMATA, un cuadro del Partido Comunista Revolucionario, el mismo partido que en tiempos recientes calificara al lockout de las patronales agrarias como “una rebelión agraria y federal”.
“¿Usted es el hermano?” le pregunto, y me responde: “No, el hijo”. Ni tiempo de avergonzarme: a su lado, una mujer anciana en silla de ruedas aguanta ya las dos horas con un cartel en mano, cerca están Estela de Carlotto, Sonia Torres –Abuelas Córdoba- un poco más allá y una pléyade de funcionarios, desde el gobernador Juan Schiaretti –que siempre llora en estos trances- hasta su vice Martín Llaryora, junto al delasotista Oscar González, reciclado como legislador provincial.
Una razón fuerte para no presenciar el fallo era la posibilidad de cruzarme con estos muchachos, pero qué va: la presencia de Estela, Sonia y Emi D´Ambra compensan el mal trago.
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Al escándalo de Pando y compañía se suma un par de condenados, que gritan y amenazan mientras son retirados de la sala. Menéndez, no. El “Cachorro” asistió impertérrito a la lectura de su condena número 14, doce de ellas a perpetua. El otrora jefe del Tercer Cuerpo del Ejército ya ni bravuconea, exhibe bastón y la mano izquierda vendada y lejos está de aquel general que era amo y señor de la vida y de la muerte en buena parte del territorio nacional.
Otros compañeros de condena, más jóvenes, sí provocan, patalean. Saben que, a sus espaldas, tienen a un par de activistas de apoyo. Pero no alcanza: “Adónde vayan los iremos a buscar” suena otra vez en la sala y estallan las lágrimas, los abrazos, Emi que destaca el valor de los testigos y un tribunal que ni mosquea cuando el público los aplaude, de pie, por el trabajo realizado.
Salgo y afuera me encuentro con miles cantando, bailando, soñando con una patria justa, libre y soberana.
Ahora sí, el juicio ha terminado.