Por Neirlay Andrade*
Las causas de mal
Nosotros mismos
haremos
nuestros
milagros
Mayakovsky
Veamos. Un hombre en dificultades se convierte en un hombre solo, solísimo, tan solo que todos pasan a ser -por la alquimia de las vicisitudes- un inmenso nadie. Y entonces, este hombre en dificultades clama a los cielos. A partir de ese momento, su destino ya no le pertenece; desespera y muere.
En una nota literaria sobre Tolstoi, Lenin dice que la desesperación es propia de las clases que están condenadas a perecer; aún más, asegura que el origen de su desesperación radica en la incomprensión de “las causas del mal” y por tanto “no son capaces de luchar”.
No está de más una aclaración: los trabajadores no pertenecen a “esas clases desesperadas (moribundas)” y digo estas cosas pensando en Fidel, porque de todo lo que hay por decir sobre él, hoy vale la pena recordar dos aspectos: este hombre, en dificultades, no depositó la mirada en el ancho cielo para evitar fatalidades; este hombre, en dificultades, miró a los suyos, de frente para describir -a veces con una precisión aterradora- las “causas del mal” y no conforme con ello, dio un paso al frente para decirles (a ellos y a nosotros) que la única opción era luchar.
Hoy, cuando el imperialismo trata de recomponer su hegemonía en el continente; hoy, cuando la derecha y la reacción pretenden endosarle a los llamados gobiernos progresistas la crisis del capitalismo (negando “las causas del mal”); hoy, cuando esos mismos gobiernos tratan de embaucarnos con falsas ilusiones sobre una salida en el marco de este sistema de miseria; hoy, debemos recordar a Fidel Castro en dificultades.
¿Cómo actúa un revolucionario ante las contramarchas? Ahí está Fidel un 10 de octubre de 1991 en la instalación del IV Congreso del Partido Comunista de Cuba (PCC), pidiendo “mucho realismo” para analizar la situación del país y demandando “mucha claridad” para comprender que Cuba transitaba “por un periodo excepcional”.
El campo socialista había desaparecido y tras detallar minuciosamente las preocupaciones del pueblo ante el Congreso; luego de hablar de electricidad, gasolina y otro tanto de asuntos domésticos, Fidel Castro les dice a los suyos: “Hoy nos corresponde a nosotros una responsabilidad universal”.
Este hombre, en esta isla en dificultades, bloqueada por la máquina de matar más afinada que ha conocido la humanidad, “en condiciones excepcionalmente difíciles, solos, solos, aquí, en este océano de capitalismo que nos rodea”, le dice al pueblo que aún es dueño de su destino y que, además, es fuerza moral de los destinos de otros en otras latitudes: “Hoy luchamos no sólo por nosotros mismos, no sólo luchamos por nuestras ideas, sino luchamos por las ideas de todos los pueblos explotados, subyugados, saqueados, hambrientos de este mundo; luego, nuestra responsabilidad es mucho mayor.”
Después de esto para qué mirar al cielo; para qué esperar una buena señal, un tiempo propicio… Después de esto, “nosotros mismos haremos nuestro milagros”.
Un héroe de nuevo cuño
Nuestras hazañas serán
más difíciles que las del creador
que llenaba
el vacío de las cosas
Mayakovski
Las hazañas de la Revolución Cubana merecen ser narradas; pero en honor a la dialéctica, no podemos perder de vista los reveces, las derrotas, las metas no cumplidas. Allí también podremos encontrar al líder revolucionario porque, como sugiere Bertol Brecht, si queremos crear héroes debemos avistarlos en su vida cotidiana, es decir, conocer al hombre que también fracasa.
A este héroe de nuevo cuño (para efecto de estas líneas: a ese jefe revolucionario) las dificultades no lo desaniman, sino que lo incitan. Vayamos a otra escena que bien podríamos describir como de ida y vuelta: una noche de festejo que de forma inesperada se transforma en una noche con sabor a derrota, pero que –con las primeras luces del nuevo día- se ha convertido en una modesta página de una antología de la honestidad.
Hablamos de la noche del 19 de mayo de 1970. Hay un pescador frente al malecón en La Habana. Este hombre no está solo, lo aguarda una multitud eufórica; a él y a 10 más. Este hombre y sus compañeros habían sido secuestrados por unos mercenarios al servicio de la CIA y finalmente fueron abandonados en Las Bahamas.
El periodista cubano Julio García Luis describe el recibimiento como apoteósico, pero a este lugar común agrega una precisión significativa: estos 11 pescadores no eran –como podría pensarse─ los héroes de un nuevo episodio de dignidad del pueblo cubano; estos “hombres del mar liberados, con sus barbas, sus humildes sombreros de guano, más que héroes, (eran) verdaderos trofeos por los que el pueblo libró una de sus batallas más hermosas”.
De tal modo que allí estaba Fidel con sus 11 “trofeos”; una vez más, victorioso. Pero hubo un giro inesperado, algo así como un punto de no retorno: la alegría de los pescadores se hizo una sola con la alegría de los campesinos; y entonces, de las cuitas de los días recientes en los mares se pasó a hablar de las jornadas en los campos y la cifra brotó de la boca de uno de los pescadores: 10 millones. Sí, 10 millones. 11 trofeos es un buen número, pero no era el que se repetía una y otra vez ese año 70. El número del pueblo era 10 millones; toda Cuba hablaba de la zafra de las 10 millones de toneladas; las agencias de noticias también.
Fidel tomó la palabra e hizo algo impensable; allí, a las afueras de la antigua embajada yanqui, tomó la fiesta y la enfrentó a una verdad de esas que cualquier asesor sensato oculta hasta el final. La noche del 19 de mayo, cuando todavía no se había llegado ni siquiera al primer semestre del año, el Comandante le dice a su ejército que el objetivo no sería alcanzado; que a partir de ese momento la lucha por los 10 millones se volvía la lucha por los nueve millones.
Esto es suficiente para mandar a todos a casa con el peso de una derrota cantada; pero decíamos que la noche era de ida y vuelta y al replantear los objetivos, Fidel Castro mira de frente una vez más a los suyos y se pregunta: “¿Y qué debemos hacer? ¿Ocultar al pueblo esto? Sería indigno de nosotros. ¿Desmoralizarnos? Sería indigno de nuestro pueblo”.
Ya puestas las cartas sobre la mesa, vuelve a preguntar: “¿Qué debemos hacer?”, y la respuesta es de esas que le da a la verdad su talante liberador: “Pelear hasta la última caña”.
Dos palabras para Fidel Castro: certeza y posibilidad. Certeza sobre la victoria definitiva del pueblo y la posibilidad de que tal hazaña sea fraguada por estos hombres y estas mujeres, en estas circunstancias, en estas dificultades, con estas manos y en este mundo.
*Periodista venezolana