Por Xoán R. Sampedro*. La legislación antiterrorista española se basa en la suspensión de las mínimas garantías legales para quien el Estado considera enemigos. En este caso, los independentistas gallegos.
La detención el pasado 8 de enero de otro independentista gallego volvía a sacar a la luz pública las sombras de la legislación anti-terrorista española. Un titular de un medio de derechas recogía en portada días después: “Preocupa el brote violento de anarquistas e independentistas radicales. Interior incrementará los efectivos antiterroristas en Galicia”. Líneas que resumen la desinformación y alarma social con que el Estado español pretende intimidar a los movimientos populares, y que a día de hoy se salda con ocho personas en prisión preventiva, situación que se puede alargar por cuatro años sin juicio.
El ejercicio de la acción directa violenta contra intereses estatales, del capitalismo financiero e inmobiliario y en defensa de la tierra, ha sido una constante en Galiza desde los 90, después de que el Estado pusiera fin a la lucha de liberación nacional del Exército Guerrilheiro do Povo Galego Ceive (EGPGC). A estas acciones respondieron con una represión de baja intensidad centrada en ahogar económicamente al movimiento independentista. Pero el 20 julio de 2005 comenzó un cambio gradual. Se publicó, en Indymedia-Brasil, el Manifesto pola resistência galega, un llamado “a sumarse a la resistencia gallega encuadrados en estructuras estables o desde la rabia […] o los ataques ocasionales”. Tres días después, y sólo dos antes del Día da Pátria Galega, eran detenidas en Santiago de Compostela dos personas, tras una explosión en una sucursal bancaria.
Esas detenciones, casi transmitidas en directo, dan la salida para una nueva estrategia mediática que pasa de la ocultación de la violencia política, a “alertar” del “rebrote terrorista” en Galiza. Primero con relatos hiperbólicos de los actos de sabotaje que se siguen dando en el País. Luego, criminalizando a los prisioneros de la legislación antiterrorista.
La factura del enemigo es tópica: desde “jefes intelectuales”, siempre “preparando un gran atentado”, a “jóvenes manipulados” tratados con paternalismo por una prensa que en ningún caso hace efectiva la presunción de inocencia. Las notas policiales –transcritas letra por letra en portadas sensacionalistas– califican de “terroristas” a personas no juzgadas, y adjuntan a sus nombres y apellidos, fotografías y cualquier dato de su intimidad. Todo eso, cuando es hoy el día en que no existe una sola condena que pruebe siquiera la existencia de una “organización terrorista”. Una de las asociaciones de la Guardia Civil (gendarmería española) insistía públicamente en 2007 en que “Resistencia Galega como tal no existe”. Y en febrero de 2013, el auto de excarcelación de la militante Maria Osório rebajaba la certeza de las acusaciones lanzadas por la prensa, al hablar de “en todo caso, una organización presumiblemente terrorista”.
“La cúpula de Resistência Galega”
La estrategia desinformativa-policial se ha acelerado en el último año y medio, cuando las operaciones –doce detenciones desde diciembre de 2011–, con un olor cada vez más intenso a montaje, están “descabezando la cúpula de Resistência Galega”, “capturando a su líder intelectual” o a quien “estaba reorganizando la banda terrorista”, escogiendo solo algunas muestras. Literatura de titulares y autos judiciales, calcada de la utilizada para la organización vasca Euskadi Ta Askatasuna (ETA), en un intento de crear la paranoia de una estrategia militar en Galiza y justificar así el derroche en los cuerpos represivos españoles.
La falta de solidez de las afirmaciones es patente en las últimas detenciones. A Júlio Saiáns, detenido en octubre pasado y retenido en prisión durante más de un mes, se le acusa de ser “responsable del aparato de financiación de Resistencia Galega” en base a una carta anónima que –según su abogado– “le fue atribuida sin comprobación caligráfica, e interpretada en el sentido de un financiamiento irregular” que no es probado en modo alguno.
El caso de Hadriám Mosqueira, hecho prisionero por la Guardia Civil en enero, parece aún más inconsistente. La versión oficial lo acusa de portar tres artefactos explosivos. Hadriám aseguró ante el juez de la Audiencia Nacional no haber visto o tocado nunca dichos artefactos, según su defensa se verá demostrado con pruebas de ADN. El joven conseguía denunciar a gritos, durante el registro domiciliario, que había sido “torturado en el monte”, con amenazas e insultos, a lo largo de la noche.
Un castigo al entorno social
Bajo acusaciones precarias, hay ocho personas en prisión preventiva, Xurxo Rodríguez, Diego Santin, Carlos Calvo, Telmo Varela, Roberto Fialhega, Eduardo Vigo, Antóm Santos e Hadriám Mosqueira, y cuatro más libres bajo fianza o por motivos médicos, Maria Osório, Hector Naia, Miguel Nicolás y Júlio Saiáns, que esperan juicios por pertenecer a una supuesta organización armada. Sin condena alguna, pueden llegar a pasar hasta cuatro años retenidos a cientos de kilómetros de distancia de sus hogares (la llamada “dispersión de presos”, castigo adicional para familias y allegados de presos y presas políticas) y sometidos al primer grado carcelario –el régimen más duro aplicable– por una “peligrosidad” que aún espera ser probada.
Esa misma política se aplica a las personas próximas, por ejemplo, la detención de parejas en las que, justo transcurrido el período de detención incomunicada, los jueces dejan libre sin cargos a uno de los miembros. De lo intencionado da fe la denuncia realizada por Sílvia Casal, a la que los agentes en el momento de su detención avisaron de que tomara “dinero para el autobús de vuelta” desde Madrid, a más de 600 km, ya que no iba a ser ingresada en prisión. Durante la detención, su hijo lactante de apenas ocho meses fue retenido en la escuadra por horas, lejos de sus padres y sin avisar a ningún otro familiar.
En la única sentencia hasta el momento, contra Miguel y Telmo, la Fiscalía pedía 15 años de prisión por el lanzamiento de cócteles molotov a una de las sedes del Instituto Nacional de Empleo (INEM). Las constantes irregularidades, junto a la inconsistencia de las pruebas jurídicas, dieron lugar a una sentencia política que condena a Miguel a 2 años de prisión por daños y a Telmo a 4 años por tenencia de explosivos.
* Xoán R. Sampedro es miembro del Consejo de redacción del mensual gallego Novas da Galiza (www.novasgz.com)