Por Fernando Coll
Del Dossier “Bicentenario: la Independencia en debate”, producido conjuntamente por Marcha y Contrahegemonía.
La lucha por la independencia mexicana fue la eclosión de una serie de contradicciones sociales que, por un lado, fracturaron al bloque oligárquico que dominaba en La Nueva España –bloque encabezado por la aristocracia criolla y una minoría peninsular (gachupines) – y por el otro, abrieron las compuertas a una insurrección popular –protagonizada por las comunidades indígenas, proletarios rurales, mineros, artesanos, rancheros– acaudillados por una pequeña burguesía criolla ilustrada.
Gracias a estas condiciones la insurrección popular –desde 1810 hasta 1815– no fue una simple rebelión campesina aislada. Así la Revolución de Independencia en México, en su periodo de ascenso popular, fue una auténtica revolución social que la distingue de los procesos que simultáneamente protagonizaban solos los aristócratas en Buenos Aires, Quito y Santa Fe de Bogotá. Esta lucha heroica debe ser recordada para sacar las lecciones pertinentes y remembrar a sus verdaderos héroes y protagonistas: el pueblo en armas y sus caudillos ilustrados. Es una historia que sólo puede ser cabalmente comprendida como una lucha de clases.
Esta formidable explosión social fue preparada por el ascenso económico, cultural y demográfico acontecido durante la segunda mitad del siglo XVIII –crecimiento que hizo surgir un incipiente sentido de nacionalidad en algunos sectores–, por las reformas borbónica que afectaban a los intereses criollos, por una dolorosa disolución de las comunidades indígenas a favor de grandes haciendas y por el ascenso de nuevas aspiraciones burguesas y pequeñoburguesas que chocaban con un orden tributario y feudal. Además esas aspiraciones fueron alimentadas por el ejemplo de la Revolución Francesa, la Independencia de EUA y sus ideales ilustrados. El catalizador inmediato de esta revolución fue la invasión napoleónica a España, pero ésta fue un accidente histórico que abrió las compuertas a lo inevitable.
La segunda mitad del siglo XVIII será el escenario de un desarrollo económico que minaría las bases del dominio colonial de la Nueva España. En los primeros dos siglos de la colonia las formas de explotación se habían basado en el tributo y expoliación de las comunidades indígenas. En esencia la conquista consistió en la sustitución del Tlatoani por los representantes del rey español quienes ahora se encargaban de la extracción del tributo. La encomienda y el repartimiento –base de la explotación colonial– no eran otra cosa que tributo en especie y en trabajo respectivamente. Por eso la administración colonial se preocupó por proteger con leyes especiales la existencia de las comunidades indígenas, blindando a éstas de la esclavitud y eximiendo, como individuos, a los indígenas del diezmo y alcabalas para poderlos explotar mejor desde sus comunidades. Fueron algunos frailes como Alonso de la Veracruz y Vasco de Quiroga quienes impulsaron la protección de los indios de una explotación rapaz; más allá de las posibles buenas intenciones se trataba de proyectos funcionales para el sistema colonial. Se dice que Vasco de Quiroga se inspiró en Tomás Moro para impulsar las comunidades indígenas purépechas en Michoacán pero lo cierto es que los pueblos indígenas vivían en comunidades colectivistas desde muchos siglos atrás, comunidades que, curiosamente, el imperio español estaba interesado en preservar. Era necesario volver productivos a los pueblos indios después de que la conquista y las epidemias hubieran acabado con el 95% de la población.
Sin embargo el siglo XVIII fue escenario del desarrollo comercial y minero más importante de la historia colonial transformando la correlación de fuerzas. La producción minera se triplicó, se desarrolló la producción manufacturera, se dio un crecimiento demográfico notable y se vivió un importante desarrollo de haciendas feudales que se fueron convirtiendo en parte importante de la economía colonial. No es casual que los primeros y principales focos de la insurrección se concentraran en el centro del país y en el Bajío: aquellos lugares que vivieron un notable desarrollo económico y eran centros culturales de ideas ilustradas, sobre todo colegios jesuitas. Como en toda sociedad dividida en clases el desarrollo económico exacerbó las contradicciones de clase, las contradicciones entre la base económica y, por otra parte, la superestructura estatal y jurídica se volvieron intolerables. El desarrollo económico colonial benefició, sobre todo, al sector comercial parasitario que monopolizaba el comercio de los metales preciosos y de la cochinilla (colorante) principales productos de exportación mientras que el desarrollo de las haciendas, las minas y las manufacturas no se vio reflejado en una relativa expresión jurídica de su influencia. Los invasores se habían encargado de preservar y fijar estas contradicciones mediante la imposición de rígidas divisiones raciales y de casta que no eran otra cosa que la expresión jurídica e ideológica, de raigambre precapitalista, de divisiones de clase y como toda expresión jurídica las divisiones clasistas se expresaban de forma distorsionada.
Con todo, la dominación de castas expresaba con cierta fidelidad la explotación de clases. Sobre una población estimada de unos 6 millones de habitantes, unos 20 mil gachupines –quienes representaban apenas al 1.5% de la población colonial– monopolizaban los puestos en la alta burocracia estatal, en la alta jerarquía eclesiástica – y la Iglesia era el principal banquero de la Colonia– el comercio de ultramar y la pujante industria minera; se trataba sobre todo de burócratas al servicio del imperio español, y de una naciente burguesía compradora y parasitaria que no estaba interesada en el desarrollo comercial y cultural de la Nueva España, sus privilegios dependían del dominio colonial. Alrededor un millón de criollos concentrados en las ciudades, quienes representaban un 18% de la población, estaban divididos en sectores de clase, en la punta social, se trata de algunos cientos, estaba la aristocracia: grandes hacendados y mineros privilegiados que, sin embargo, estaban expropiados de ciertos derechos políticos que eran monopolizados por los gachupines, aquéllos serán los que intentarán una revolución palaciega sin intervención de las masas, cuando éstas entren en escena los aristócratas se pasarán al lado de la reacción colonial. La mayor parte de los criollos pertenecían la pequeña burguesía: pequeños hacendados, rancheros, pequeños comerciantes, mineros medianos; este sector al no gozar de ninguna prebenda se refugiaba a menudo en las academias como único medio de ascenso social, formando una notable capa intelectual que progresó de la crítica a la escolástica medieval a la crítica del orden social vigente; de este sector surgirán la mayor parte de los caudillos jacobinos de la insurrección popular; no es casualidad que Hidalgo, Morelos, Matamoros y Rayón fueran curas de pueblo surgidos de los colegios jesuitas o franciscanos y que Allende y Aldama fueran pequeños hacendados e industriales. Poco más de un millón y medio de mestizos y mulatos –un 22% de la población colonial–pertenecían a una embrionaria clase trabajadora desprendida de las comunidades indígenas: mineros, peones de hacienda; la figura del Pípila representa fielmente a este sector social. Finalmente el 64% de la población era, además de una minoría de esclavos negros, el pueblo indígena que vivía expoliado en sus comunidades, azotado por hambrunas periódicas y a cuyas penurias se le agregó el despojo producto del crecimiento de las haciendas, la prohibición de talar madera en los dominios hacendarios, la imposibilidad de acceder a tierras fértiles y alimentar adecuadamente a una población en crecimiento, de los pueblos surgían oleadas de desocupados: los “pelados”, “léperos” y vagabundos. Estos dos últimos sectores –las comunidades indígenas y los trabajadores (incluidos los esclavos)– serán la dinamita que explotará por la chispa causada por la ruptura de las cúpulas y cuya energía será encauzada políticamente por la pequeña burguesía.
La historia de la colonia está marcada por explosiones y rebeliones indígenas y campesinas. “Las luchas de los indios sedentarios por la preservación de sus comunidades, iniciadas desde los primeros años de la Colonia, constituyen el principio embrionario de los movimientos campesinos en México (…) los comuneros sostuvieron una lucha que a través de los siglos fue perdiendo su carácter de enfrentamiento entre conquistados y conquistadores para tomar cada vez más el de explotados contra explotadores”. Así, por ejemplo, en marzo de 1660 doscientos poblados de indígenas en Tehuantepec se alzaron y lograron establecer un gobierno autónomo que duró un año. Incluso la rebelión de los “machetes” de 1799 prefigura el contenido de la rebelión de Hidalgo, los rebeldes –labradores y artesanos–, pretenden abrir las cárceles, matar gachupines y “convocar al pueblo bajo la imagen de la virgen de Guadalupe”. Pero ahora esas explosiones encontrarán un cauce político y cobraran dimensiones desconocidas hasta entonces.
En suma, los alineamientos políticos, los intereses expresados, las etapas de la lucha, el ascenso y caída de los dirigentes en la Revolución de Independencia están condicionados por intereses de clase y de sectores de clase, sólo así podemos comprender cómo el movimiento evolucionará de las moderadas demandas monárquicas por la autonomía de una aristocracia criolla, hasta reivindicaciones radicales y cuasi-socialistas de un Morelos –quien hacía eco de las comunidades campesinas y de un naciente proletariado minero y rural–. Sólo así podemos comprender cómo es posible que Hidalgo –quien además de ilustrado cura de pueblo era un pequeño productor de uvas y ceda– comenzara la insurrección en nombre de Fernando VII para después abolir la esclavitud y las castas feudales; sólo así podemos comprender cómo fue posible que Iturbide, un personaje conservador y corrupto, combatidor voluntario de Hidalgo, Morelos y Guerrero, terminara proclamando la independencia de México. La evolución política del proceso revolucionario se explica por la intervención, influencia, ascenso y descenso del movimiento de las masas populares.
Es así como el 16 de septiembre de 1810 Hidalgo convoca a los feligreses de su curato y lanza el famoso grito de Dolores. De acuerdo con un sermón condenatorio pregonado por Fray Diego de Bringas, aliado del conservador Calleja, lo que Hidalgo gritó a la multitud fue: “¡Americanos oprimidos! Llegó ya el suspirado día de salir del cautiverio y romper las duras cadenas con las que nos hacían gemir los gachupines. La España se ha perdido. Los gachupines por aquél odio con el que nos aborrecen han determinado degollar inhumanamente a los criollos, entregar este floridísmo reino a los franceses e introducir en él las herejías. La patria nos llama a su defensa. Los derechos inviolables de Fernando VII nos piden de justicia que le conservemos estos preciosos dominios. Y la religión santa que profesamos nos pide a gritos que sacrifiquemos la vida antes que ver manchada su pureza. Hemos averiguado estas verdades, hemos hallado e interceptado la correspondencia de los gachupines con Bonaparte. ¡Guerra eterna, pues, contra los gachupines! Y para pública manifestación que defendemos una causa santa y justa, escogemos por nuestra patrona a María Santísima de Guadalupe. ¡Viva América! ¡Viva Fernando XVII! ¡Viva la religión y mueran los gachupines!”
La arenga de Hidalgo se orientaba en contra de los gachupines y a favor de Fernando XVII pero, como señala Enrique Semo, hay que tener cuidado de ver detrás de la consigna reaccionaria el contenido revolucionario. Aunque Hidalgo pudo haber arengado contra las “herejías jacobinas” no existen dudas que él mismo era seguidor de la Revolución Francesa, traductor de herejes como Moliere, lector de Diderot, Voltaire y Rousseau; un hombre con ideas y actitudes muy avanzadas para su tiempo, todo un hereje. Será un caudillo que sabe siete idiomas incluidas tres lenguas indígenas: “Hablaba francés, italiano, español y latín, lenguas que le permiten entrar en contacto con la Ilustración europea y con las ideas revolucionarias francesas. Pero, al mismo tiempo, también hablaba purépecha, otomí y náhuatl, destreza que le permitió conectarse con las comunidades indígenas; esto da una imagen del personaje muchísimo más sólida que cualquier otra característica ”; un cura que tenía dos hijas con dos mujeres diferentes, que enseñaba en sus seminarios a desconfiar de la escolástica y los dogmas medievales, a leer racionalmente la biblia.
Hidalgo había sido hasta entonces un personaje secundario en la conspiración de Querétaro, útil por sus contactos tanto con la aristocracia criolla como con el pueblo. Su arenga no hizo sino recoger las consignas de sus predecesores sin añadirles nada más, pero al hacerlo añadió todo y lo transformó todo: la intervención de las masas populares que hasta entonces se habían mantenido marginadas. E Hidalgo demostró con sus actos que era un revolucionario que estaba muy por encima de los que habían levantado la bandera autonomista con anterioridad. Es necesario, además, comprender que las consignas iniciales reflejaban aún de una manera confusa los verdaderos intereses de clase de la pequeña burguesía criolla y, sobre todo, de las incultas y confusas masas populares que apenas se empezaban a sacudir un letargo de cientos de años. Seguramente Hidalgo tuvo que arengar algo que fuera comprensible para las masas indígenas a las que quería levantar, por ello apeló al arraigado sentido religioso de los indígenas. Las masas sabían lo que no querían –la opresión– pero no sabían claramente aún lo que querían.
Más allá de la efectividad retórica de su arenga Hidalgo ha desencadenado y convocado al vendaval de una revolución imparable. A su llamado a misa –que se convierte en un llamado a la revolución– acuden algunos cientos o algunas decenas de indios; conforme la “bola” avance, liberando cárceles y haciéndose justicia por su propia mano, se sumarán pueblos, peones, mineros, rancheros; armados con dagas, palos, hondas y piedras –pero sobre todo con su determinación para llegar hasta donde ningún criollo había querido llegar–; rebasando en su cauce a los soldados profesionales de las legiones criollas. Nunca antes una insurrección popular había cobrado tales dimensiones. Para las masas insurrectas los ricos y gachupines son la encarnación del mal que los ha subyugado durante generaciones. Taibo relata una anécdota muy reveladora de cómo las masas concebían la lucha de clases:
“[…] después de la toma de Guanajuato por los insurgentes, andaban por las calles algunos indios de las huestes de Hidalgo bajándole los pantalones a los realistas muertos. El sentido de tal investigación no era robar a los gachupines difuntos, sino averiguar si era cierto lo que se decía, que los defensores de Guanajuato eran demonios, porque sólo los diablos podían querer defender tanto abuso e injusticia y maldad pura, y la cosa era comprobable porque deberían tener rabo. Todavía estamos los mexicanos en esta danza macabra, buscando el rabo a los demonios y todavía es mucha nuestra decepción y desconcierto, al igual que la de los indígenas del ejército insurgente, al encontrar tantas nalgas rosadas sin rabo”.
Sin duda Hidalgo intentó moldear a esa masa de acuerdo a sus perspectivas y evitar excesos, pero en realidad fue Hidalgo el que fue moldeado por las masas de las que ahora era el caudillo y portavoz. En ese vendaval la figura de Fernando VII caerá a segundo plano y su lugar será ocupado por consignas revolucionarias. Por primera vez en América la consiga de la abolición de las castas y la esclavitud será levantada, por primera vez los indígenas tendrán a un caudillo que les promete devolverles sus tierras arrebatadas por las grandes haciendas, eliminar el tributo que los ha tenido sometidos por siglos, por primera vez en su vida los indios comerán la carne de las reses u ovejas expropiadas a los latifundistas y grandes rancheros. La lucha de clases se expresa simbólicamente, también, en la morena Virgen de Guadalupe estandarte de las masas frente a la rubia Virgen de los Remedios enarbolada por la reacción.
Las primeras proclamas de Hidalgo pretenden ganar a la insurrección a los criollos medianos y grandes, pretenden ganar a los soldados criollos que le combaten, señalan que su único objetivo es derribar del poder a los gachupines para instaurar un gobierno criollo e, incluso, ofrecen respetar sus haciendas; no se pretende, según Hidalgo, ninguna revolución: “si queréis ser felices, desertaos de las tropas de los europeos y venid a uniros con nosotros, dejad que se defiendan solos los ultramarinos y veréis esto acabado en un día sin perjuicio de ellos ni vuestro, y sin que perezca ni un solo individuo; pues nuestro ánimo es sólo despojarlos del mando, sin ultrajar sus personas y haciendas. ”
Al mismo tiempo que trata de convencer y evitar excesos, no se detiene para cumplir con las aspiraciones de su base plebeya aunque ello vaya en contra de los hacendados criollos, en Guadalajara emite un decreto para devolver la tierra a los indios entregándolas a “los referidos naturales las tierras para su cultivo; sin que para lo sucesivo, puedan arrendarse, pues es mi voluntad que su goce sea únicamente de los naturales en sus respectivos pueblos”. Y emite uno de los decretos más progresistas de su tiempo, la primera vez que se prohíbe la esclavitud en el continente, el tributo y las castas quedan abolidos:
“1.- Que todos los dueños de esclavos deberán darles libertad, dentro del término de diez días, so pena de muerte, la que se les aplicará por trasgresión de este artículo.
2.- Que cese para lo sucesivo, la contribución de tributos, respecto de las castas que lo pagan y toda exacción que a los indios se les exija. […]”
Las limitaciones de los caudillos, especialmente Hidalgo, quien se encontraba bajo la fuerte presión de las masas y, al mismo tiempo, bajo la influencia de hacendados como Allende quien no supo asimilar el radicalismo de las masas y las nuevas consignas que de éstas surgían. El caso es que Hidalgo y Allende se dividen; Hidalgo es destituido del mando por Allende y Aldama e incluso se habla de que Allende intenta envenenar a Hidalgo. Las contradicciones de clase se hacen evidentes. A pesar de que estallan levantamientos populares en Zacatecas y en el sur con Morelos a la cabeza, el grueso de la masa que sigue a Hidalgo disminuye, quizá por las derrotas militares, quizá desmotivada por las indecisiones; mientras que las fuerzas realistas se rearman, los caudillos escapan pero son detenidos en Monclova (Coahuila).
Para sepultar su ejemplo y, sobre todo, a la revolución que convocó, la reacción realista –encabezada por el ex amigo de Hidalgo, execrable traidor quien dictó la excomunión: el Obispo Diego José Abad– no se conformó con torturar horriblemente a Hidalgo –raspándole el cuero cabelludo y arrancándole las yemas de los dedos, martirio que Hidalgo enfrentó con suma dignidad– sino que antes de fusilarlo condenaron, literalmente, sus entrañas, su alma y denigraron su figura de forma tan inaudita y grotesca que sólo enaltece la memoria de ese gran revolucionario y constituye, más bien, una condena a los reaccionarios, potentados y traidores de todos los tiempos, sin olvidar a la maldita jerarquía eclesiástica.
Pero la cruel represión no pudo apagar las llamas de la insurrección cuya flama pervive y se vuelve más amenazante en el sur, con Morelos como caudillo. Morelos era cura en el pueblo de Cuarácuaro Michoacán, producto de un enlace extraño y atípico: hijo de un carpintero de ascendencia india y una mujer criolla. Matrimonio extraño porque la mayor parte de los mestizos en la Nueva España eran literalmente producto de violaciones –por ello todos somos “hijos de la chingada” – o hijos “ilegítimos” de españoles o criollos con sus criadas indias. El joven Morelos trabajó como campesino y arriero en la hacienda de un tío, aprendió letras de su abuelo materno quien era maestro de escuela; con la esperanza de ascender en la escala social se matricula en el Colegio de San Nicolás en Valladolid para prepararse como cura en un momento en que Hidalgo era rector del colegio; logra graduarse como bachiller y obtener el curato en el marginal pueblo de Churumuco y luego el de Carácuaro. Aunque logró hacerse de un negocio de ganado, Morelos es el símbolo de mestizo trabajador, cura de pueblo que apenas y logra arañar la clase media gracias a la herencia de su madre criolla. Aunque no es tan docto como Hidalgo su biografía lo convierte en un personaje mucho más receptivo y susceptible de expresar el sentimiento popular y la opresión racial que él mismo había sufrido. Inicialmente las aspiraciones revolucionarias de Morelos no superan el trillado cliché de guardarle el trono a Fernando VII, pero eso cambiará. Cuando las huestes de Hidalgo se dirigen a la Ciudad de México Morelos se entrevista con Hidalgo y este le comisiona, nada menos, que levantar el sur en armas y tomar el importante puerto de Acapulco que Morelos conocía muy bien, ya que como arriero había visitado el puerto en innumerables ocasiones.
Morelos se dedica a levantar un cuerpo de tropas populares que alcanzó una mejor organización político-militar que la del ejército de Hidalgo. Su ejército comienza con unos 25 hombres, armados con lanzas y algunas escopetas, convocados en su curato de Caracuaro; para cuando toma Tecpan sumará 2000 hombres. Se trata de partidas guerrilleras bien organizadas que no se enfrentan –como lo hizo la “masa” de Hidalgo– en suelo abierto. Su base social es la misma: campesinos, negros y mulatos, peones de hacienda a los que se suman los esclavos de Veracruz al mando de Hermenegildo Galeana y una caballería de rancheros formada en Jantetelco al mando del cura Mariano Matamoros, mientras que el cura Ignacio López Rayón –secretario de Hidalgo– se levanta en Zacatecas y Zitácuaro con indios flecheros. Galeana y Matamoros serán –de acuerdo a Villoro– “los brazos izquierdo y derecho” de Morelos. Logra grandes éxitos militares: “En mayo de 1811 ocupa Chilpancingo y Tixtla, sube por Taxco y Tehuacán y para diciembre toma Cuahutla. En febrero del siguiente año, Calleja trata de dar el golpe definitivo y la revolución y emprende el sitio de Cuautla. La batalla dura tres meses. Los insurgentes no pueden triunfar, pero logran agotar a las tropas realistas, cosa que les permite evacuar ordenadamente la ciudad. El sitio de Cuautla aumenta considerablemente el prestigio de Morelos, quien controla y gobierna gran parte del sur”.
Los campesinos retoman sus tierras y, siguiendo la estela de Hidalgo, Morelos decreta la abolición de las castas, la esclavitud y el tributo, se plantea la futura eliminación de los estancos y las alcabalas feudales. Entre sus primeros decretos podemos leer lo siguiente: “[…] hago público y notorio a todos los moradores de esta América el establecimiento de un nuevo gobierno por el cual, a excepción de los europeos todos los demás avisamos, no se nombran en calidad de indios, mulatos, ni castas, sino todos generalmente americanos. Nadie pagará tributo, ni habrá esclavos en lo sucesivo, y todos los que los tengan sus amos serán castigados. No hay cajas de comunidad, y los indios percibirán las rentas de las tierras como las suyas propias en lo que son las tierras. Todo americano que deba cualquier cantidad a los europeos no está obligado a pagársela; pero si al contrario debe el europeo, pagará con todo rigor lo que debe al americano […]”.
En esta ocasión Morelos logra imponer –a diferencia de Hidalgo quien no tuvo mucho tiempo para aplicar sus decretos– algunas de estas medidas en los territorios que controla, incluso va más allá que Hidalgo y sus predecesores: por primera vez, de manera franca, declara que el objetivo de la revolución es la total independencia de Anáhuac desechando de una vez por todas el espantajo anticuado de Fernando VII, para instaurar en su lugar una república tomando como ejemplo la Revolución Francesa. Sumamente interesante es el hecho de que Morelos intentara borrar las diferencias de casta que separaban al pueblo y a sus aliados, intuyendo que la revolución se establecía entre clases y no entre castas o razas. En un temprano decreto publicado en octubre de 1811 –donde todavía se enarbolaba la consigna fernandista– se lee: “[…] se sigue […] que no hay motivo para que las que se llaman castas quieran destruirse unos contra otros, los blancos contra los negros, o éstos contra los naturales, pues sería el yerro mayor que podrían cometer los hombres […] Que siendo los blancos los primeros representantes del reino y los que primero tomaron las armas en defensa de los naturales de los pueblos y demás castas, uniformándonos con ellos, deben ser los blancos, por este mérito, el objeto de nuestra gratitud y no del odio que se quiere formar contra ellos”.
En contraste con Morelos otros líderes como López Rayón y como José Maria Liceaga no son tan radicales y en su afán por ganar a la aristocracia criolla a la causa independentista –cosa que nunca logran– moderan el discurso dando pasos atrás con respecto al nivel de consciencia logrado por el movimiento. Rayón –junto con una serie de intelectuales liberales– sigue insistiendo en la pertinencia de sostener la consigna de resguardarle el trono a Fernando VII, u sobre todo pretenden dejar intacto el poder económico de la aristocracia criolla. Morelos en un intento correcto por unificar a los insurgentes y dotarlos de un programa político acabado, y también para debatir las diferencias, convoca a un Congreso en Chilpancingo. La idea es correcta pero naufragará por la composición social de los congresistas, por las limitaciones de éstos y su intento de arrebatar la hegemonía a las masas para concentrarla en un Congreso inoperante de la clase media. Si bien Morelos expone sus ideas –y estas son aprobadas por la mayoría– el grueso de los congresistas eran intelectuales liberales que sabían escribir y hablar bien pero estaban alejados de las masas quienes eran el verdadero sostén de su radicalismo y de la revolución. Es verdad que este congreso logra concretar en el papel la primera Constitución republicana de Anáhuac –recordemos que en estas fechas México era llamado América o Anáhuac– conocida como Constitución de Apatzingán, cosa nada desdeñable; sin embargo, el Congreso ata las manos a Morelos –quien se proclama Siervo de la Nación– haciendo recaer decisiones políticas y militares en un grupo de intelectuales inocuos, paralizando, así, al caudillo en un momento crítico de enfrentamiento militar. Se dedica a establecer decretos impracticables mientras Morelos recibe derrotas decisivas. Además el Congreso no retoma las medidas agrarias que eran necesarias para sostener el ánimo de los campesinos insurrectos –pues muchos de los congresistas estaban ligados a hacendados medianos– trágicamente Morelos será apresado el 5 de noviembre de 1815.
Al ser capturado Morelos envía una carta a su hijo Juan Nepomuceno –el mismo que traicionará la causa de su padre y se unirá a los conservadores que buscaban rey en Europa–.
“Tepecuacuilco, noviembre 13, 1815.
Mi querido hijo Juan:
Tal vez en los momentos que ésta escribo, muy distante estarás de mi muerte próxima. El día 5 de este mes de los muertos he sido tomado prisionero por los gachupines y marcho para ser juzgado por el caribe de Calleja.
Morir es nada, cuando por la patria se muere, y yo he cumplido como debo con mi conciencia y como americano. Dios salve a mi patria, cuya esperanza va conmigo a la tumba.
Sálvate tú y espero serás de los que contribuyan con los que quedan aún a terminar la obra que el inmortal Hidalgo comenzó […]”
Morelos es fusilado el 22 de diciembre de 1815 en san Cristóbal Ecatepec. Con su muerte la fase popular del movimiento independentista termina, en adelante la reacción secuestrará el movimiento revolucionario e impondrá una independencia controlada por arriba y totalmente despojada de sus reivindicaciones sociales.
Cuando un cura de pueblo, Miguel Hidalgo y Costilla, llamó a los de abajo a “coger gachupines”, se abrió una caja de Pandora que no se ha cerrado hasta el día de hoy. Los agravios acumulados por años se expresaron y se organizaron en un ejército insurgente que marcó la revolución de la independencia; tremendamente radical, pero fundamentalmente extendida abajo, donde se dio la confluencia de indios, negros, mulatos y mestizos; niños y adultos; campesinos, mineros y artesanos; se trató de un verdadero alzamiento popular.
Lo que expresaba la radicalidad de la acción del ejército insurgente era la ira y el rencor en contra de los dominadores españoles y los golpeaban donde más les dolía: en la propiedad. Desde entonces, el problema de la propiedad ronda siempre las acciones de los de abajo en México.