Por Ricardo Frascara
El fútbol es un juego, nada más. Nosotros, los pequeños hombres –y también, y cada vez más, mujeres–, lo digerimos dramático, conmovedor, grotesco, arrollador, de acuerdo con nuestro sentimiento pasional. Pero si lo tratáramos realmente como lo que es, hasta podríamos transformarlo en un entretenimiento, una diversión. Van a ver que con el tiempo, se puede lograr.
Ahora se me mezcla el tiempo; es lo que suele suceder cuando se cruza la barrera de los 80. Lo veo al Pipa Higuaín robando una pelota y corriendo completamente solo hacia el arco de Neuer, el alemán. Empiezo a ponerme en puntas de pie para dar el salto de festejo por el golazo. Cuando el 9 está cerca del arquero, ya no lo reconozco, me parece el chileno Bravo. Es un déjà vu, me digo, como aprendí por el cine francés. ¡Ah! París, como recordaba mi viejo… Danielle Darrieux, Jean Moreau…
De pronto pestañeo: Higuaín seguía corriendo solo hacia el arco y yo pensaba, ¡pero por qué carajo no patea! Y como acababa de distraerme con el perfume francés, lo veo sentado a mi lado al gran jefe Camus, Albert, un capo de la pelotita. Era zurdo para patear, creo, pero atajaba y escribía con las dos manos y, sobre todo, con la cabeza. Luego, al costado del autor de El Extranjero, estaba un gordito medio pelado, que con su francés aporteñado me dice: “¡Ricardó, aujourd’hui matamos!”, y me señalaba con su dedo, mocho de escribir huevadas divertidísimas, a Higuaín a punto de hacer el gol; sólo falta que patée, me gritó Osvaldo (Soriano, como aquel refamoso arquero de River de los años 40). Patea y es gol, me dicen a dúo dos de los mejores escritores futboleros que he leído. Y yo pienso ¿me lo dicen con la creatividad de los que iluminan páginas en blanco? O se trata de sus almas de potrero.
Yo me reí por ese grito doble, pero lo estaba viendo, en cuanto Higuaín pateara ni Neuer ni Bravo podrían detenarla. La pelotita entraría como un rayo. “¡Pateá!”, grité con todas mis ganas, empujando la pelota con mi vista. Mientras, Higuaín seguía corriendo. Yo hice una vez un gol así. Yo era maleta, pero la pelota era mía. Jugábamos con el equipo del barrio en una canchita por Retiro. ¡Bah!, jugaban los otros, yo corría de un lado para otro y no la pescaba, apenas sentía el olor del cuero cuando la redonda pasaba cerca de mis ansias. De pronto, como le pasó a Higuaín, la tenía en mis pies… estaba asombrosamente solo y corrí, corrí arrastrándola con toda mi ignorancia, llegué frente al arquero, amagué para un lado y se la metí hasta la manija por el otro palo. “¡Qué lo parió, Ricardo!”, me gritó el capo del equipo, al que llamábamos Lángara, porque siempre hacía goles, hasta con el culo lo vi anotar una vez.
Bueno, la de Higuaín era más fácil que aquella corrida mía de la niñez. Higuaín corría, Camus y Soriano empezaban a hacer el ademán de taparse los ojos; yo no, yo estaba tan absorto en mis pensamientos que me perdí el detalle de cómo hizo Higuaín para no meterla. Neuer estaba arrodillado agradeciéndole a las margaritas del campo; Bravo estaba tirado en el césped, había alcanzado a ver la pelota cruzándolo por arriba rumbo a la eternidad, hacia el espacio infinito, como un satélite al pedo, que no transmite nada, ni hace sombra en el suelo. Todas las gargantas enmudecieron… el grito quedó pendiente, danzando en el aire como el último acorde de un bandoneón.
El domingo, frente a Chile, ahí mismo, mientras lo atendían a Medel que casi se suicida contra el palo, con el irónico riesgo de corregir el derrotero de la pelota y meterla en su arco, yo fui a la cocina, metí en el hornito eléctrico un par de empanadas, cacé del cogote una botella de Malbec, y me senté tranquilamente a mirar el televisor sin ver nada. Y no vi nada más, lo juro. A mi edad hay cosas que no se pueden soportar. Después de la primera empanada y de la primera copa, fui a la biblioteca y busqué el libro del gordo Soriano donde cuenta el penal más largo de la historia. Acaricié el libro, deslicé el dedo sobre las palabras de Osvaldo (¡qué pedazo de tipo! ¡Qué escritor de acá a la vuelta!, tan nuestro), y me dije: mañana, si todavía me acuerdo de esto, voy a escribir “El gol que no fue dos veces”. Te lo regalo.