Por Mauricio Polchi
Relato, recuerdo, cuento… el cronista, ahora devenido en narrador, se metió de lleno en el Mundial 86 y en el partido de Argentina contra Inglaterra. Desempolvó la memoria y armó el rompecabezas de aquel día memorable junto a sus amigos de Isidro Casanova. En las líneas que siguen, el resultado y las memorias de un niño de 6 años.
A los pibes del Rayo Verde Pujol…
No vimos el gol de Maradona a los ingleses. Lo gritamos, pero no lo pudimos ver. Y eso que desde muy temprano nos habíamos preparado para ese momento mágico. En Isidro Casanova el ambiente anticipaba una sorpresa, y nadie quería perderse lo que vendría después…
Estábamos listos para ser testigos de esa historia, y lo fuimos a nuestra manera, aunque no vimos el gol de Maradona a los ingleses.
Esa mañana del 22 de junio de 1986 el barrio amaneció distinto, con otro ritmo, con otro color. Estaba adornado como en uno de esos días de feriado patrio, que traen con ellos esa costumbre de colgar una bandera en el frente de una casa, en el portón de entrada, o en el tanque de agua, allá en lo más alto de la terraza.
Don Tomás nos cosió unas cintas de papel crepe celeste en las remeras blancas, y Enzi, mi vieja, convirtió unas sábanas añejas en un trapo inmenso que no paraba de flamear. En los colectivos que pasaban por la Ruta 3 podíamos ver la alegría de los pasajeros que nos saludaban desde las ventanas, como celebrando por adelantado. Y los chicos de la calle Pujol también intuíamos que algo extraordinario iba a suceder; entonces, para observar ese fenómeno, nos habíamos ubicado delante del televisor.
Hay quienes empiezan a reunirse de más grandes, cuando ya son adolescentes y pintan las primeras birras, las picadas. Pero nosotros, los de la calle Pujol, ya habíamos empezado las reuniones para mirar juntos los partidos del Mundial contra Uruguay, por los octavos y después de la fase de grupos. El primer encuentro lo armamos en la casa de Ignacio y Leandro, los dos hermanos que vivían al lado de la canchita de La Porota. También estaban, acompañados por el papá de los anfitriones, Tolo, Carlitos y Manu. Conocíamos a todos los jugadores de memoria: titulares y suplentes. Lo que más nos entretenía eran los números de las camisetas, asignados por orden alfabético. Aquel día nos sentamos en el piso, le bajamos el volumen a la tele y pusimos la radio. Argentina ganó y entendimos que en el siguiente partido deberíamos repetir el ritual. Siendo criaturas, ya apelábamos al misterioso recurso de las cábalas. El cruce sería con Inglaterra.
Ese día, el 22 de junio de 1986, vimos la previa, tomamos gaseosa y conectamos el grabador gris, grandote, que había comprado el papá de Manu para el cumpleaños de su hijo en el mes de marzo. La radio parecía más grande y brillante que la pequeña tevé Hitachi de 14 pulgadas que reproducía las imágenes que llegaban desde el lejano Estadio Azteca. Estábamos nerviosos, ansiosos, y puteábamos a los ingleses. No sabíamos bien el motivo, pero les teníamos bronca, mucha más bronca que a otros equipos.
Cuando llegó el gol de Maradona, el primero, fuimos para afuera a abrazarnos con los otros vecinos. Estábamos convencidos de que había sido de cabeza (y lo hubiéramos festejado igual si era con la mano, cuántas veces lo habremos hecho en los picaditos de la calle Pujol). Por supuesto, volvimos corriendo a sentarnos cada uno en el mismo lugar. Nada de andar rotando posiciones o intercambiando las sillas. Los nervios nos comían, no queríamos que nadie hablara.
Y después llegó el segundo, ese que no vimos, y todo ya fue una locura. Salimos corriendo de nuevo; si ahora que me acuerdo hasta La Ema, mamá de Tolo, estaba maldiciendo a los británicos.
Volvimos a los mismos lugares, tratando de hacer silencio, mientras el relator seguía contando cómo había sido todo. Y lo escuchábamos atentos porque no vimos el gol de Maradona a los ingleses. Pero todos nosotros no: Ignacio sí lo había visto. Por mi parte, recuerdo haberlo festejado mientras Diego, con la camiseta azul, perfilaba hacia el banderín del córner después de convertir. Y hasta tengo la imagen de su figura cruzando la mitad de la cancha, avanzando con la pelota a toda velocidad, con ese galope de jinete indomable, con su cuerpo esquivando y saltando piernas. Todo eso me lo acuerdo, menos la definición.
Y es que sucedió en un segundo: en ese instante en que el capitán de la Selección entra al área, después de eludir a Shilton… Después vimos en todas las repeticiones, de ese día y de todos estos años, que se cae por un patadón del defensor inglés, y que antes la patea justo, para que entre al arco. Pero ese día no lo vimos, y festejamos ese gol igual. Ignacio sí lo vio. Él fue quien se paró delante de la minúscula tele y nos tapó, a todos nosotros, la definición. Fueron unos segundos que resultaron interminables. Fuimos testigos de la corrida memorable y sin embargo, no del gol.
Pero ese día dio igual haberlo visto o no. Y apenas el árbitro dio el pitazo final, salimos expulsados a la calle. Y entre gritos y cantos y tiritas de papel crepe que se nos caían y que algunas remeras blancas ya no tenían de tanto roce y de tanto abrazo, nos gustó verlo a Pocho con una sonrisa. Lucho, su hijo, nuestro amigo, se nos había ido al cielo algunos días antes. Pocho tenía el camión afuera y no dijo que nos subiéramos en la parte trasera. Fuimos a dar unas vueltas. Aprendimos algunas canciones y otras las inventamos. La que más sonaba era una que decía “La Tacher, la Tacher, la Tacher donde está, la busca Maradona para cogérsela”. No sabíamos bien que significaba, pero sabíamos que no queríamos a esa señora. Ese festejo duro un montón, y cómo no iba a durar, si estábamos todos tirando para el mismo lado…