Por Ezequiel Adamovsky*. Quinta entrega de los fragmentos de historia popular que Marcha publica un viernes al mes.
En la época de expansión del capitalismo que se abrió en Argentina en el último tercio del siglo XIX, y durante las primeras décadas del siguiente, las condiciones de vida y de empleo para las clases populares fueron extremadamente heterogéneas. Tanto los niveles salariales y la vivienda, como los derechos laborales efectivos, la duración de la jornada de trabajo y otros aspectos variaron enormemente entre tipos de labor y de región en región y también fueron modificándose a través del tiempo. Como panorama general, predominó una situación de gran precariedad e inestabilidad en el empleo y de ausencia relativa de derechos básicos. Para la gran mayoría de los trabajadores la vida era habitualmente muy dura y muy limitado el poder que tenían frente a los empleadores.
Para 1880 ya existía un verdadero mercado de trabajo regido por las reglas del capitalismo. Anteriormente predominaba el empleo ocasional: muchos sectores de las clases populares –por ejemplo los gauchos o muchos campesinos– tenían otras posibilidades de sobrevivir, por lo que sólo se empleaban a cambio de un salario esporádicamente, cuando lo necesitaban. Los que se dedicaban a los negocios se quejaban por entonces de que “faltaban brazos” y que los que había exigían un pago demasiado alto. Esto cambió a partir de la segunda mitad del siglo. La consolidación del capitalismo en varias regiones fue eliminando muchas de las formas libres de sustento que tenían las clases populares. Por otro lado, el Estado impuso normas cada vez más duras contra “vagos y malentretenidos”, con el objetivo de impedir que hubiera gente que viviera “sin trabajar”. Finalmente, el aluvión inmigratorio amplió enormemente la provisión de personas dispuestas a emplearse a cambio de un salario. Así, la condición de asalariado se fue transformando en una realidad primordial para una porción creciente de las clases bajas. El trabajo ocasional y las formas “autónomas” de subsistencia siguieron existiendo. Pero fueron cada vez menos una elección o un estilo de vida, para transformarse en cambio en el complemento ideal de un mercado de trabajo muy inestable. Para decirlo de otro modo, el trabajo esporádico o sin relación de dependencia fue cada vez más un refugio transitorio para los que, por las propias fluctuaciones de la demanda de mano de obra, habían quedado temporalmente sin empleo. Aunque para muchos podía seguir siendo una elección de vida, para otros era sencillamente reflejo de un modo precario de existencia impuesto por el mercado. El límite entre una situación y la otra era muy difuso y seguramente muchos lo cruzaron sin darse cuenta: los gauchos, por ejemplo, siempre se habían empleado ocasionalmente como peones. Es probable que, con el correr de los años, tuvieran que hacerlo cada vez con mayor frecuencia, hasta que, sin notarlo, quedaban subordinados a una vida básicamente de asalariados, con breves interrupciones involuntarias cuando perdían su puesto. El trabajo fue quedando así cada vez más determinado por las necesidades de la economía capitalista. A medida que el mercado de trabajo expandió su ley, las medidas coercitivas como las “libretas de conchabo” y los controles del movimiento de los gauchos fueron volviéndose innecesarias y cayeron en desuso.
Entre los residentes de zonas menos favorecidas por la expansión de la economía –por ejemplo en muchas del norte del país–, predominó la pobreza crónica y la falta de oportunidades laborales. Por el contrario, el rápido desarrollo de la economía primaria de exportación generó en la región pampeana, en el Litoral y en algunas otras zonas miles de nuevos puestos de trabajo. La demanda de trabajadores, sin embargo, tuvo características particulares. Como las actividades que más los requirieron fueron las primarias (agricultura y ganadería) y las terciarias ligadas a ella (como transporte, carga, etc.), la demanda fue muy fluctuante. En determinadas estaciones del año podía ser muy intensa, para luego decaer en otras. Por otra parte, las crisis periódicas –como las que hubo en 1890, con el inicio de la Primera Guerra Mundial en 1914 o con el crack de 1929– producían drásticas reducciones en los niveles salariales y tasas de desempleo importantes. Y como la producción industrial sólo creció de manera notable luego de 1914, en general lo que más se requería eran trabajadores no calificados. Todo esto se conjugó para crear una masa trabajadora caracterizada por el empleo flexible, de escasa calificación y de corto plazo. En el cambio de siglo esta inestabilidad se traducía en una gran movilidad geográfica y ocupacional de la mano de obra. Aunque las trayectorias de vida podían ser de lo más variadas, no era extraño el caso de una persona que trabajara un tiempo como albañil autónomo en Rosario, en otro momento viajara a Chaco como peón en la cosecha de algodón, para luego tomar un empleo asalariado en una fábrica de cerveza porteña. Por entonces, para casi todos el empleo era inestable, salvo en el caso de ciertos trabajadores calificados y de los dependientes de comercio.
En la región pampeana, la escasez inicial de brazos combinada con el crecimiento explosivo de la demanda se tradujo en niveles salariales relativamente altos comparados con los que se pagaban en Europa. Hacia 1910 el poder de compra de la remuneración media en la ciudad de Buenos Aires era algo menor al que tenía en países como Alemania, Inglaterra o Francia, pero aparentemente bastante mayor al de Italia y España. El nivel de los salarios fue desde entonces muy variable. Descendieron como consecuencia de la crisis provocada por la Guerra Mundial en 1914 y sólo recuperaron su valor hacia 1921-1922. A partir de allí tendieron al alza, pero se desplomaron nuevamente en 1929 con el comienzo de la crisis mundial. La caída de los salarios nominales alcanzó entonces el 20%, mientras crecía el desempleo. Hasta 1942 el salario real en la ciudad de Buenos Aires estuvo por debajo de sus niveles de 1929. Más allá del valor del salario y de coyunturas especialmente desfavorables, el tiempo de desempleo que frecuentemente pasaba una persona al dejar un trabajo y antes de encontrar otro significaba frecuentes situaciones de aguda necesidad. La incertidumbre y la precariedad de la existencia fueron la norma. Hasta los años treinta las tasas de desnutrición fueron muy altas. Algunos trabajadores sin dudas pudieron acumular suficiente dinero como para “pegar el salto” y ascender a la clase empresaria. Lo lograron especialmente aquellos que tenían o lograban obtener alguna calificación especial y los que contaban con vinculaciones que los ayudaban a progresar. Pero a medida que fue avanzando el siglo y las nuevas oportunidades se fueron acabando, las historias de rápido ascenso se fueron haciendo menos habituales.
* El autor es historiador de la Universidad de Buenos Aires.Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012. [NB: algunos de los datos de este fragmento están tomados de Hilda Sábato y Luis Alberto Romero: Los trabajadores de Buenos Aires: La experiencia del mercado, 1850-1880, Buenos Aires, Sudamericana, 1992]