Por Hernán Apaza
Una mirada sobre “Parte de Guerra. Indios, gauchos y villeros: ficciones del origen”, compuesta por una serie de ensayos del escritor Mariano Dublin.
Tiempos aciagos. Balean murgas, privatizan plazas y espacios comunes, arman “protocolos” para desarmar la protesta social, cierran centros culturales, detienen a portadores de sospechosos rostros cobrizos (elegante forma de referirse a los negros). Y sigue avanzando el desierto de la soja que hoy produce lo que parece un interminable éxodo campesino y originario que empezó hace siglos… del desierto del monocultivo al desierto de la ciudad. ¿Dónde quedó la vida? Y aunque siempre se podía rascar algo del fondo de la olla, o por qué no también, alguna vez, refrescar los pies cansados en una fuente y por fin darle un noble fin al líquido elemento, hoy ni siquiera la tapera permiten levantar en el claro que encontraste y te desalojan a puro corchazo, en ciudades pensadas para que sus luces alumbren siempre a unos pocos.
¿Siempre es hoy, entonces? No podemos abandonarnos al aparente sinsentido -de sentido puramente conservador- del “la historia se repite”, “esto no es nuevo” “siempre fue así” y convertir al modo en el que hombres y mujeres de las clases explotadas se hicieron a pura lucha de un pedacito del fasto universo de bienes materiales y simbólicos mundanos, de belleza y de pan, un triste continuado de derrotas populares a manos de la clase dominante y sus administradores de turno. No. No todo tiempo pasado es igual, la historia no es un eterno conflicto entre buenos y abnegados perdedores versus irremediablemente malos ganadores, entre quienes viven de lo que producen y quienes viven del fruto del trabajo de otras y otros. Es más compleja la cosa. No es real esa historia maniquea… ¿o sí?
Sin compadrear, Mariano Dubin toma la palabra con su Partes de Guerra y no propone rodeos para pensar y entender la cuestión del sometimiento -culturalmente fundado, materialmente saldado- de diferentes grupos, pueblos, vecinos, que a priori, podríamos decir que comparten inscripción territorial y de clase. Contra todo onanismo intelectual, el poeta de Berisso quiere ponerle los puntos al tema de los gauchos, indios y villeros, al inscribir la cultura represiva actual en un largo relato que nunca dejó de tener como enemigo a los desbancados de siempre. Un relato de sangrientos verbos conjugados por quienes se hicieron de una justificación -como a ellos gustaría decir- prêt-à-porter, lista para llevar.
Manifiesto contra el academicismo y contra toda pretenciosa autoproclamada autoridad que se quiera hacer del poder de hablar-en-nombre-de, contra todo sustituismo, en estas páginas no se encontrará ningún parlamento por delegación. Se habla en primera persona, porque no se necesita a nadie que venga “a explicar”. Se habla porque se sabe, porque se ha vivido, porque se es parte. Con justicia, Dubin advierte -en el primero de los cuatro ensayos que componen su nueva obra- que debemos cuidarnos de quienes “hacen de las historias de los pueblos problemas de sabios; de la pobreza, un recorrido turístico; y de la violencia números de un pizarrón.” ¿Para qué insistir en la expropiación de las clases populares, por otros medios? Sin la iniciativa de Dubin y otras que no abundan, quedaría sólo vigente aquel sordo relato a través del cual se “conoce cualquier presidente o reyezuelo europeo y no, en cambio, las vicisitudes políticas y culturales de Calfucurá que gobernó cuarenta años una zona mayor a cualquier país de ese continente muerto” (p. 89).
Son cuatro los ensayos que componen esta nueva obra de Mariano Dubin, prologados delicadamente por María Pia López. Sus títulos son de por sí expresivos: “De la gauchesca a la cumbia villerra, de los piquetes a los malones” (que obtuvo una mención especial del Premio Pensar a Contracorriente de la Casa de las Américas de La Habana de 2013); “Lunfardo: una arqueología del mal hablar”; “El último día sin Colón”; y “Hasta sacarle Carhué al huinca”. Y aunque ya fueron publicados alguna vez, la maceración produjo una reescritura general que enfatizó una trama común.
Cuatro ensayos. Diferentes preguntas. Un mismo desvelo: el desafío de encontrar en la escritura el signo de nuestra independencia: la conciencia de ser nosotros (p. 16). Y para ello, es necesario recuperar obstinadamente la palabra. La palabra que convierta al presente de gauchos e indios en el pasado de los villeros. La palabra que conjura pasados, conjuga identidades y produce la alquimia: “la Revolución de Mayo, Castelli y Monteagudo, el 17 de Octubre, las milongas, los genocidios, Bartolomé Hidalgo y los letristas de cumbia villera son una misma historia (aunque sea entrelazada, confusa, interrumpida)” (p. 26).
¿De qué va la cosa, entonces? Hacer de lo pasado una experiencia popular, colectiva, arma empuñada, horizonte emancipado. Palabras… y una pregunta: “¿Dónde comienza la Argentina? ¿Cuál es el sujeto, el tiempo, el espacio argentino?” (p. 25). La operación es la de la persistencia. La obstinación. Acumulación y saturación de voces y relatos. Buscar el hilo rojo que recorre la Historia, elaborar el adobe trabajado con manos hábiles que por fin levante una casa en la que no sobre nadie, donde nadie sea considerado vago ni malentretenido, “desde la esquina, desde el rancho abierto en una picada, desde el monte, el salitral. Desde la villa. El barrio, el cruce, el rancherío. La orilla. El pasado cruza las fronteras cotidianas en malones nocturnos.” Cielitos, gauchesca, tango, floklore, cumbia villera: voces que delinean un camino de oralidad que sólo ha encontrado espacio en la tradicional cultura letrada en el rincón de la abyección. Intuye, huele el poeta: miedo, paranoia, odio… ¿una obsesión? de las clases altas: “La paranoia es el gran tema de la literatura argentina porque expresa la imposibilidad de una civilización: la ficción encauza el temor a lo no nombrado, a lo ominoso, al otro” (p. 50).
Con su escritura, el ensayista funda un lugar de enunciación: “Se escribe desde la frontera. Desde su violencia, desde su salvajismo. Hoy mismo, mientras escribo esto, otras familias mapuches serán desalojadas. La frontera agrícola desmontará otros bosques. Acá no terminó nada. Se sigue escribiendo desde la frontera, desde su salvajismo, desde su violencia” (p. 96). Funda también, una lengua, o mejor una política de la lengua: “Hacer de la voz popular una escritura es para la norma social una modalidad delictiva; un delito a la norma lingüística que prescribe qué clase social habla bien [agregamos aquí: qué clase habla… y cuál debe callar]; pero, también, un delito a la norma política por inscribir en la propiedad de la escritura a las clases subalternas” (p. 70). Lugar y lenguas proscriptos ya en su origen, como se ve.
Obsesión por la lengua. Pero no una cualquiera, sino una propia, que hable al -y sea hablado por el- sujeto de la Historia, que conjugue un Nosotros. Fragua de una poética, que siempre trabaja sobre los materiales con los que se cuenta, cualesquiera sean sus barrosos orígenes. Al autor de La razón de mi lima y Bardo le interesa la escritura, pero no cualquiera. Le importa aquella que “nombra en primera persona todo lo que el poder calla: el hambre, la revolución, los genocidios…” (p.53)
Al final, como quien que se la sabe lunga, muestra las cartas: a través de un último ensayo “metabibliográfico” enseña su juego. Y apreciamos una saludable promiscuidad de fuentes: académicos consagrados, discografía de cumbia villera, revisionistas históricos, narrativa y poesía Nuestroamericana y europea también; desde escritos de los colonizadores al último paper que se muestra propicio para ser conjugado. No hay nada vedado a la lectura, aunque pueda reconocerse cierto sesgo, el afecto por una tradición (que, para quien guste de etiquetas, encontrará que arriman al autor a lo nacional-popular). Lo saludable de este recurso (despojar al cuerpo del texto de tanto aparato erudito), produce como efecto deseado la narrativa ágil y desprejuiciada de los ensayos, provocadora en alguna hipótesis, audaz. Así, el autor comparte su arte, sus herramientas y su método. Y presenta un inventario generoso de los materiales trabajados para que, quien sienta el impulso, los aborde sin mediaciones.
El tono de la escritura de Dubin hace justicia al género elegido. Las diferentes tesis que vertebran su texto encuentran fundamentos en el corpus laboriosamente modelado. Los diferentes movimientos y expresiones de resistencia populares se iluminan en cada ensayo a través de una renovada mirada. No se puede dejar de sentir la abrumadora presencia masculina, de varones heterosexuales… otro signo de la bárbara civilización patriarcal. Y a propósito de este nada inocente juego de palabras, puede que alguien objete cierta mirada benevolente: ¿es que entre criollos e indios nunca hubieron tensiones…? ¿No ha corrido más de una vez sangre obrera inmigrante en manos gauchas? ¿Qué hay de la violencia entre villeros…? ¿Es que civilización y barbarie expresa sólo una dicotomía entre dos sectores (¿clases?) sociales antagónicos o encontramos, mal que nos pese, expresiones de una y otra en las relaciones intra clases populares? Preguntas que, nos gusta pensar, quien se interne en este corcoveante río de palabras e ideas, puede encontrar junto a remansos de certezas empuñadas como tacuara.
Partes de Guerra se constituye en mojón, en una tierra liberada, recuperada, un Carhué que nos permite pensar abstraídas de la visión dominante. En la batalla cultural, gana con las armas de la crítica, con sus mismos ilustrados recursos, un pucara desde el que poder otear, con ojos subalternos, la realidad, nuestra realidad. Y sin embargo, insiste a lo largo de todo el libro que no hay un origen, no existe el documento que pueda verificar un solo pasado. Pero los hay. Y no hay uno sólo de ellos que no sea en realidad un documento de barbarie. No hay documento… pero lo hay. Y Dubin los atrapa justo en el instante de peligro, para dar cuenta de qué manera, literalmente, ni siquiera nuestros ancestros, nuestras huacas, están a salvo. Cada página se transforma entonces en una invitación a tomar partido: el Parte de Guerra revela un balance descarnado mas auspicioso. El tizón aguarda la brisa que lo avive, la mano que lo alimente, los cuerpos que lo rodeen y lo hagan arder… hasta que todo sea como ya fue soñado. Ficciones de un origen, sueños de un despertar.