Por Francisco J. Cantamutto
La inflación se erigió como el problema central para Cambiemos, orientando la política económica. Pocos resultados positivos y crecientes límites a esta estrategia.
Resulta difícil de descifrar cómo se reparten los funcionarios del gabinete que creen en lo que afirman y aquellos que aprovechan de un discurso para esconder el rumbo real de las políticas. La falta de efectividad que han mostrado hasta ahora las soluciones neoliberales propuestas hace sospechar la existencia de objetivos diferentes a los anunciados públicamente, o el fracaso empírico de estas teorías.
El gobierno sostiene que la inflación es el problema central de la política económica. Una baja tasa de inflación permite un horizonte de previsibilidad sobre los precios relativos, lo que, siempre según este enfoque, incentivaría la inversión bajo señales de mercado. Y por ello la estabilización de precios es el centro mismo de gravitación de la acción estatal en la materia: el gobierno procura alinear la política fiscal, monetaria, comercial y cambiaria para lograr ese objetivo.
En materia comercial, la primera semana de gobierno se eliminaron la mayor parte de los controles y regulaciones, esperando que los precios nacionales se alineen con los internacionales “eliminando distorsiones”. Los precios externos funcionarían así como límite al aumento de los locales. Esto incluye la eliminación de las retenciones a las exportaciones, pero también de las Declaraciones Juradas Adelantadas de Importaciones. Por el momento, los efectos de esta medida han sido básicamente dos. Por un lado, el saldo comercial ha pasado al déficit, debido al ingreso inmediato de artículos trabados por las DJAI, en un auténtico aluvión de productos. Por otro lado, dirigentes industriales ya han avisado al gobierno que, por este incremento de la competencia, están en riesgo la continuidad de 7.000 empresas, y alrededor de 100.000 empleos.
En materia cambiaria, en un inicio, el gobierno pretendió librar al mercado el nivel de tipo de cambio, nuevamente, bajo la idea de lograr un “precio” del dólar de equilibro, no sesgado por la voluntad política. Por ello, una de las primeras políticas fue eliminar los controles para la compra de dólares, el mal llamado “cepo”. Sin embargo, luego de la segunda devaluación en febrero, que disparó el dólar de 13 a 16 pesos, obligó a Sturzenegger a revisar la estrategia, y abandonar la flotación libre. El Banco Central comenzó a intervenir en la plaza cambiaria, lo que logró estabilizar el dólar en torno a los 14,50 pesos, pero produjo continua salida de reservas. Como recién señalamos, por la vía del comercio los dólares comenzaron a salir en lugar de entrar, siendo que además el complejo agroexportador liquidó la mitad de lo que había prometido. Los 5.000 millones de dólares obtenidos por el canje de letras intransferibles por bonos negociables se dilapidaron rápidamente. Esto hizo evidente la necesidad de complementar la estrategia.
La política monetaria apuntó inicialmente a un objetivo de inflación: reducir la emisión de pesos para quitar circulante, conteniendo así el aumento de precios. El problema fue doble: por un lado, la reducción del déficit no avanzó a la velocidad esperada, y por otro, contener nuevas devaluaciones estaba erosionando las reservas demasiado rápido. El Banco Central optó por intensificar la esterilización de la emisión, mediante la colocación de letras (LEBAC). Mediante estos títulos, el Central retira pesos del circulante, ofreciendo una colocación financieramente atractiva, que compita contra el dólar, conteniendo de esta manera la fuga sin perder tantas reservas. El mayor “mérito” de esta estrategia ha sido rehabilitar una nefasta forma de especulación financiera: las empresas con liquidez suficiente y los bancos compran estos bonos, obteniendo rendimientos que alcanzan el 38% anual de interés. Este proceso cohíbe otro tipo de inversiones productivas, que no logran alcanzar estos niveles de rentabilidad, forzando a la recesión. Este riesgo fue abiertamente reconocido por Sturzenegger como un efecto esperable, que en cualquier caso, aporta al objetivo de reducir la inflación por la vía recesiva. En el caso de los bancos, el negocio es redondo porque pueden captar pesos de ahorristas no sofisticados mediante plazos fijos, que pagan alrededor del 25% anual: es decir, logran un elevado rendimiento con fondos ajenos.
La estrategia está entrando en problemas porque la presión del mercado hacia el dólar no cesa, y las LEBAC deben ofrecer cada vez mayores rendimientos a corto plazo. Las LEBAC se están colocando a 35 días, con lo cual con una frecuencia casi mensual el Banco Central debe sumar la renovación de estas LEBAC a las necesidades de “aspirar” pesos del mercado, multiplicando las promesas de pago de manera incremental. Esto está produciendo un severo incremento del déficit cuasi-fiscal, contrario a los dichos del propio gobierno en relación a la política de reducción de este déficit. La presión es tan elevada, que se rumoreó la semana pasada la posibilidad de aplicar un plan estilo “Bonex” (preludio de la Convertibilidad) o Corralón (aplicado por Duhalde en 2002). Se trataría de la colocación forzosa de bonos a largo plazo, que reduzcan compulsivamente los pesos disponibles para presionar contra el tipo de cambio.
Finalmente, la política fiscal se orientó, al menos en el discurso, a la reducción del déficit, causa primaria de la inflación para el gobierno. Se priorizó el recorte del gasto público. Acusando ineficiencia o corrupción, se han recortado planes (como el Conectar Igualdad), paralizado pagos de obra pública y, especialmente, despedido trabajadores. Los despidos son sistemáticamente tratados –aunque sin presentar ninguna prueba- como una limpieza del Estado en aras de eficiencia (menos recursos para mejores resultados). Sin embargo, las remuneraciones de funcionarios jerárquicos se han incrementado, y se han comprometido nuevos gastos, entre los cuales los pagos de deuda son el más significativo. El principal ahorro provendría de la reducción de los subsidios a los servicios públicos, vía aumentos de tarifas. Por el lado de los ingresos fiscales, la eliminación de retenciones ha quitado una fuente central de recaudación. El aumento del mínimo no imponible resulta extraño, porque fue anunciado como un alivio esta carga (es decir, se preveía menos pagos por esta vía), pero acabó con más trabajadores pagando este tributo que con la escala previa.
Las dificultades para reducir el déficit fiscal y cuasifiscal, ponen en problemas la intención del gobierno de contener la emisión monetaria. Por ello se comprende la importancia clave que tiene la ruta de la deuda para Cambiemos. La deuda se erige como la fuente de financiamiento que compensa esta supuesta reducción del déficit, y es por ello la clave de sostenibilidad del proyecto de Cambiemos.
Hasta el momento, la inflación no se ha reducido, sino que se incrementó respecto de la herencia kirchnerista. En los primeros meses acumula cerca de un 15%, lo que ha puesto en duda el objetivo anunciado del 25% para todo el año. A la vista de este pésimo resultado, resulta llamativo que el gobierno insista con suponer el déficit y la emisión como fuentes de la inflación, y no la asocie con la devaluación, la quita de retenciones o los aumentos de tarifas que aplicaron desde diciembre. Evidentemente, el gobierno tiene una mala teoría para sus políticas, o sus objetivos no son los que declara en público.