Por Ariel Hendler. Acerca de Le viste la cara a Dios, de Gabriela Cabezón Cámara (La Isla de la Luna, 2012).
Aullido. Canción desesperada. Yo acuso. A un poco de todo eso suena este texto que surgió de un encargo casi bizarro: había que versionar a la Bella Durmiente del Bosque, pero Gabriela Cabezón Cámara, escritora y periodista cultural, dobló varias veces la apuesta con su nouvelle Le vista la cara a Dios, relato salvaje y estremecedor que no da tiempo para tragar saliva ni usar el señalador, acerca de una joven caída en una situación que se parece más a la muerta en vida que a dormir, al sueño eterno, o mejor aún, a una pesadilla eterna, como lo es haber sido secuestrada por una mafia de trata de personas. Una realidad cotidiana de la cual el nombre de Marita Verón, hoy en el ojo del huracán, es apenas un símbolo.
Lo que se cuenta en este libro de hechura casi artesanal es, más que una historia, el presente sin tiempo de la Beya, chica de clase media prostituida y esclavizada en un puticlub de cuarta por una banda no menos sórdida. Gabriela Cabezón Cámara (nombre que es una pena abreviar) recrea en un registro casi físico la experiencia de su heroína reducida a un puro objeto, y no hay, al menos en la mayor parte de relato, progresión temporal sino la sensación de asfixia de un presente sin salida. La experiencia de Beya aparece reducida a un suplicio sin medida, a una sucesión continua e interminable de vejámenes con dosis variables de sexo y violencia, matizadas con ingestas químicas para que no decaiga.
Pero, lejos del universo de Sade -referencia inevitable-, las prácticas que se describen no se muestran como una anomalía escondida en un castillo especialmente acondicionado, sino como lo que son en realidad: el reverso obvio del doble discurso y la doble moral de cualquier sociedad machista e hipócrita, eso que solo los giles pueden ignorar, o fingir que ignoran. De hecho, así termina una compañera de infortunio de Beya que comete la ingenuidad de denunciarle la situación a un cliente juez. Tan real que da miedo.
En todo el relato, un narrador en segunda persona le habla directamente a la protagonista y le bate la justa -como en esos tangos reos que también hablan de la mala vida- utilizando frases largas y sinuosas que llegan con el último aliento al signo de puntuación, y un lenguaje que fluye con naturalidad entre la oralidad descarnada (en todo sentido) del puterío a los ecos de la vida anterior de Beya y su ambiente originario de clase media. Desfilan los tormentos, pero también las tácticas de una resistencia imposible con que la heroína busca sostener su resto último humanidad, ya sea la disociación o una búsqueda mística aprendida en algún catecismo. O menos que eso.
“El ovillo, que es la posición fetal, es la postura adecuada para los deshilachados: se toma cada hilo del ser y se junta con los otros, por se ovillan las putas y se acurrucan los chicos después de que les pagaron, y por eso no permiten en los campos de tortura, con cadenas en muñecas y tobillos, que se abracen a sí mismos los pobres despojos humanos que hacen de los reclusos”. Este texto no nació de un repollo. Aunque la autora cita a Jorge Semprún y sus recuerdos de Auschwitz, el cautiverio y las torturas que padece Beya aluden al pasado reciente de la Argentina, como si toda historia fuera colectiva, o como si en todo sufrimiento resonaran ecos de otros anteriores.
Aunque no es correcto adelantar finales, el relato se encarrila en su eje temporal cuando Beya encuentra a un posible salvador que es todo lo contrario a un príncipe azul; cuando asciende de categoría en el quilombo gracias a una prueba -maravillosamente narrada- de lealtad mafiosa, y cuando consigue llevar a cabo lo que probablemente el lector querría hacer él mismo. Un poco demasiado rápido, tal vez, y esto no es una crítica sino una admisión de deseo insatisfecho: quien esto escribe hubiese querido más páginas, como quien pide el segundo plato o el segundo polvo.
Editado originalmente como e-book por la editorial española siguenleyendo.com (que convocó a un centenar de escritores latinoamericanos en ascenso a reescribir algún cuento clásico), Le viste la cara a Dios se acaba de publicar en forma de libro gracias a los buenos oficios de la editorial alternativa La Isla de la Luna y a una vieja imprenta de tipos móviles de principios del siglo XX. Un producto casi exótico para los parámetros de la industria, que viene a demostrarnos la existencia de innumerables rutas secundarias, colectoras sin peaje y atajos disponibles para escritores y editores interesados en dar a conocer la nueva literatura argentina. Y de yapa, a un precio popular.
Gabriela Cabezón Cámara
Le viste la cara a Dios
Buenos Aires. La isla de la Luna. 2012
64 páginas
$ 40,-