Francisco J Cantamutto
Desde cuentas en Panamá de actuales mandatarios hasta citaciones judiciales por fuga de dólares para anteriores. La corrupción como problema político más que moral es la punta del ovillo para desentrañar una forma de actuar asociada con el Estado capitalista.
El consenso social es bastante amplio respecto de la corrupción: se trata de un flagelo que nos daña como sociedad. Resulta difícil encontrar a alguien que defienda abiertamente la corrupción, incluso cuando a todas luces la práctica resulta más extendida que lo que se reconoce. ¿Por qué se sostiene entonces esta práctica delictiva? El tratamiento mediático generalizado pretende afirmar que se trata de la falta de altura moral de algunos individuos, que toman provecho de su posición de poder en algún escalafón del Estado para sacar alguna ventaja particular. Y seguramente algo de esto puede haber, pero… ¿es esa toda la historia?
Trama de corrupción
Cuando se habla de corrupción se la asocia de manera más o menos automática con la culpabilidad al funcionario público involucrado, olvidando relativamente la contraparte privada. Sin embargo, para que el acto de corrupción ocurra, son casi siempre necesarias al menos dos partes: es extraño el caso de un funcionario que actúe sin socios. Es que la corrupción cumple una función específica dentro del sistema nacional de acumulación: suele ser el precio pagado para obtener negocios asociados a posiciones monopólicas o cuasi-monopólicas. Dicho de otra forma, en la pelea por obtener negocios protegidos, la corrupción es un mecanismo que “acelera las gestiones”.
Esto ocurre en todos los países del mundo, donde grandes capitales han sido acumulados y se expanden de la mano de la demanda o de la protección estatal. Dejemos claro algo: no todos los negocios con el Estado necesitan estar “sucios”; simplemente, ensuciarlos los facilita. Ocurre a toda escala: desde la compra de insumos básicos (papel o comida) pagada con sobreprecios o adjudicada sin licitar, hasta la venta de activos estatales (las privatizaciones de los noventa fueron una gigantesca estafa) o la colocación de deuda (¿no es extraño que la JP Morgan “le preste” a un ex empleado suyo en el gobierno?). Las posiciones protegidas por el Estado son un botín que merece disputarse, y en caso de escándalo, dejar caer el peso sobre la moral individual en lugar de la economía política.
Al enfocarse solo en los funcionarios corrompidos, hay un claro sesgo anti-político, que busca mancillar toda actividad estatal como moralmente dudosa, y al mismo tiempo desplazar el debate de la política a la ética: en lugar de discutir proyectos políticos, reducir el problema a la gestión “honorable” de lo existente. Este fue el eje de la propuesta de la Alianza, que ganó en 1999 prometiendo conservar la Convertibilidad como modelo, pero gestionarlo sin corrupción. Esa fantasía acabó en unos meses con el escándalo de la ley “Banelco” de reforma laboral y, finalmente, con la crisis de 2001. Antes que eso, y mostrando la asociación de este discurso con el proyecto neoliberal, la corrupción había sido utilizada como excusa para justificar el proceso de privatizaciones: quitar de lo público las empresas las eximiría de desfalco. Sabemos con certeza que acabaron por convertirse en un nicho de ganancias privilegiadas e incumplimientos sistemáticos.
El problema es político
Justamente, uno de los pocos puntos consistentes del discurso de campaña de Cambiemos (y del Frente Renovador) fue el combate a la corrupción, aunque esta vez sin preservar “el modelo”. ¿Por qué? Porque se caracterizaba al “modelo” sólo por su asociación con la corrupción: el kirchnerismo se veía reducido a una horda de saqueadores de los fondos públicos. Como ya hemos insistido, esta lectura es una expansión en clave liberal del planteo agrario de 2008, que logró presentar un malestar corporativo como un problema social, que afecta a la mayoría. La intervención del Estado es presentada como fuente de ineficiencia, malgasto, debido a la dudosa moral de malos “administradores”. Reemplazándolos por buenos “equipos” dirigidos por gerentes exitosos, la acción del Estado podría corregirse. Por eso, el Estado reclamado por el empresariado concentrado y el defendido por Macri no es un Estado “chico”, sino uno más eficaz en sus objetivos. El problema es político: cuáles son sus objetivos. Al enfocarse sobre esta forma de comprender la corrupción, Cambiemos evita de manera enfática pronunciarse sobre desfalcos privados.
Las cifras de la corrupción son, lamentablemente, malas. Tomemos la estimación realizada por el Centro de Investigación y Prevención de la Criminalidad Económica (CIPCE), que los diarios Clarín y La Nación consideran la mejor disponible, lo que quita sospechas de favorecer al gobierno previo. Según esta ONG, entre 1982 y 2007 se registraron 750 causas por corrupción, de las cuales sólo el 3% llegó a condena, y la mayoría prescribió –con muestras de la impresionante y aborrecible impunidad–. Siempre según este informe, estas causas involucran un total de 13.000 millones de dólares, lo que constituye un verdadero agravio a la función pública, y la pérdida de valiosos recursos que podrían ser usados para inversión en educación, infraestructura, vivienda o salud, por ejemplo. Estos robos son reprobables, y no deben quedar impunes (incluyendo los que involucran al presidente y sus funcionarios, muchos con causas pendientes).
Ahora bien, esta cifra palidece ante los montos de la fuga de capitales. Usando los datos del especialista Jorge Gaggero, en el mismo período, se fugaron del país entre 171.000 y 342.000 millones de dólares. Esta fuga no ha ido toda a paraísos fiscales y sólo en parte está ligada a actividades ilegales. Pero sin dudas es dinero quitado de nuestra economía, que dejó de producir y dejó de aportar en impuestos, utilizando prácticas reprobables como subdeclaración de exportaciones o sobredeclaración de importaciones. En sus estimaciones más cautas, Gaggero indica que esta fuga significó una merma de recursos fiscales de alrededor de 1.250 millones de dólares por año. Serían unos 18.000 millones de pesos de abril de 2016, lo que equivale al 75% del monto anual presupuestado para Ciencia y Técnica o para Promoción y Asistencia Social. La fuga de capitales es un problema económico y fiscal, y a Cambiemos esto no parece importarle.
Dejémoslo claro: la corrupción es un flagelo y debe condenarse. No sólo en las causas previas, sino en las que involucran al actual gabinete. Pero al utilizarlo como eje privilegiado de intervención, se pretende evitar la discusión estrictamente política sobre los objetivos que se persiguen y los sectores sociales que se benefician. La asociación del déficit fiscal como problema y la corrupción como su origen tiene la intención de mancillar la actividad política, y darle solución mediante mayor presencia del mercado. Por eso, el sesgo elegido de las políticas de Cambiemos es darles rienda suelta a los actores empresariales poderosos. Las quitas de controles y regulaciones al comercio exterior y al movimiento de capitales aplicadas por Cambiemos facilitan esta fuente de elusión y evasión fiscal. Se trata apenas de otra de las pruebas de que Cambiemos sólo gobierna para empresarios.