Por Víctor Gómez. Sin grandes anuncios previos, con el andar del que se sabe cierto y certero, el pasado fin de semana largo cantó Silvio Rodríguez en Buenos Aires. Entonces la ciudad no estuvo tan sola y vacía.
Llegó, tocó y se quedó. O volvió para quedarse volviendo siempre. Así, en una rara alquimia de tiempos y palabras, anduvo, anda Silvio, el trovador, como se le suele decir en todas partes, desde buena parte de siempre.
Para ello no hicieron falta los grandes artificios publicitarios, unos cuantos se fueron enterando de su presencia, cercana, sobre la hora de las presentaciones. Cosas que solo la leyenda sabe contrarrestar para seguir alimentando el deseo. Rodríguez, que es Silvio, nombre y apellido que por si solos remiten a todo lo que haya de familiar y cercano en estos días y los de entonces, ofreció un fragmento de la historia de sus canciones, con tanto de lo nuevo como de las que saben casi todos.
En un estadio repleto y guitarra en mano, se acompañó con la flautista Niurka González, el percusionista Oliver Valdés y el Trío Trovarroco –Rachid Abrahan en guitarra, Maykel Elizarde en tres, César Bacaro en bajo-. Delicioso y brillante encuentro se dirá, donde el cubano hizo -y dejo hacer- que el Luna Park fuera un encuentro de la música consigo misma y con todo lo soñado. Tres generaciones, quizá alguna más, ocuparon cada asiento con el fervor de que lo que se canta se hace, se lleva como una consigna a la vida. El hombre, entretanto y ante tanto, no se inmutó y respondió con lo que mejor sabe hacer y de lo que está hecho: más y mejores canciones.
Parte del repertorio estuvo marcado por temas de su disco más reciente, Segunda cita, y su antecesor, Cita con ángeles. Letras y músicas en las que se demostró, si es que hacía falta, una intacta, directa y dulce capacidad de hacer poesía y melodías bellísimas.
Durante el recital, junto a canciones como “Carta a Violeta Parra”, “Tomada del albedrío”, y “San Petersburgo” se escuchó “Me acosa el carapálida”, “Quien fuera”, y los más clásicos de siempre: “Canción del elegido”, “Historia de la silla”, “Oleo de una mujer con sombrero” y “Ojalá”. De todo y para todos, con las palabras tan justas como necesarias, lejos de todo dogma, armadas con toda la imaginada y posible libertad. Porque así como el mismo Silvio dice que lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida, desmiente, a contrapelo de todos los fines de la historia, que están todas las poesías y sus rebeldías ahí, a la mano, para seguir siendo creadas y escuchadas como una primera vez.
Se aplaude, se corea, se pone de pie ese público que se cuenta también como privilegiado, en una ciudad fácil de transitar, cuando buena parte de sus habitantes y habituales visitantes han partido por el último fin de semana largo del año. Rara, extraña situación por cierto, para un sitio de concurridas y definitivas compañías como es el Luna Park en una noche de sábado.
Así de elocuentes y certeras, sin márgenes para mucho error, pueden imaginarse las presentaciones que fueron y serán en la ciudad de Santa Fe, o al otro lado del Río, en Montevideo, y cuando no en Santiago de Chile, celebrando los cien años del Partido Comunista del país que supo del socialismo, antes que todos y cualquiera, en este sureño rincón del mundo.
Canta Silvio, y canta con la actitud de esa hermosa y siempre sospechada palabra llamada militancia. Con su estilo, tan parco como generoso, regresó al escenario todas las veces que le fue posible. A riesgo de seguir exigiendo una voz, según diría el mismo, algo averiada, no dudó en hacer saber, también a esa manera tan suya y particular, que era lo que estaba ocurriendo lo mejor que podía suceder por un buen rato en la vida de todos los presentes, incluido él mismo.
En ese, este regreso, vuelven a flamear banderas de Cuba. El pueblo te saluda, se canta a la vez. La unión de los pueblos será, o eso se quiere querer en un mundo de mundos que se derrumban frente a un destino incierto. El deseo y sueño ése de la unidad con que Silvio, como tantos otros, han alimentado el alma y las andanzas cotidianas. Como para que la existencia sea algo más y mejor que un puñado de esperanzas desperdigadas, sabiendo que son unos cuantos los que quieren otra historia, mejor y posible.