Por Lucas Abbruzzese
Algunas reflexiones acerca de la locura que en el fútbol argentino acrecienta cada año, una mera consecuencia de lo contaminado que está el deporte más popular del mundo, desde las inferiores hasta primera división, pasando por los periodistas, los hinchas y los familiares.
Cada vez se enseña menos el juego. Quienes se apoderaron de este enorme negocio rentable llamado fútbol, al menos en Argentina, giraron el show en torno a lo que sucede afuera del rectángulo donde se llevan a cabo las acciones. La parafernalia gira en los estudios televisivos, las tribunas y un entorno contaminado que luego se traslada al verde césped. Es el mensaje del ganar como sea, de que el segundo no existe, de que el rival es enemigo y no una competencia en un juego, el más hermoso de todos. Es la idea del sálvese quien pueda y a cualquier precio (cualquier similitud con el capitalismo salvaje en el que vivimos no es pura coincidencia).
Los futbolistas son, paradójicamente, la última pieza de este show. La mueven como a los popes de la organización les conviene. No tienen voz ni voto en todo esto. ¿Se imaginan si se organizaran por un fútbol mejor, educativo, inclusivo y decidiendo frenar todo al observar cómo está todo? El negocio sufriría un impacto y obligaría a repensar toda esta maquinaria que factura para unos pocos. El 2016 aún no consumió dos meses y ya se notaron los excesos de patadas en el verano, la gresca platense en Mar del Plata, que se ponga en discusión a un entrenador por una derrota, que se analice operando y no haciendo pensar.
Ya desde chiquitos, en edad de infantiles y posteriormente de inferiores, a los pibes se les enseña la importancia de la victoria, del resultado, los logros. Los padres son cómplices y también protagonistas de ese discurso. Entonces, ese chico, futuro jugador, se cría en un ambiente súper competitivo, que no acepta la derrota como aprendizaje sino como fracaso, que odia al rival en vez de disfrutar del juego y que es víctima de todo.
A todo eso se le suma que a temprana edad aparecen los representantes, esos personajes instalados en el fútbol que se llenan de plata a costa de los otros. Que entre comisiones, porcentajes y arreglos se quedan con una interesante porción de la torta. El jugador ya toma como natural todo esto porque está inmerso en la locura. La consecuencia, ni más ni menos, es lo que se ve cada fin de semana en el fútbol argentino: patadas, fricción, nulo interés por el conocimiento del juego, un medio que predomina el resultado por sobre las formas, que no para de definir como duro al fútbol argentino (los mejores están afuera), que la intensidad le gana a la pelota, que la inmediatez derrota por goleada a la paciencia.
Que Pedro Troglio, entrenador de Gimnasia y Esgrima La Plata, haya definido como “son cosas del fútbol” lo que ocurrió entre su equipo y el vecino de la ciudad de las diagonales en el Minella es una consecuencia de todos los factores que rodean al deporte. Es aceptar cada bochorno como normal. Es continuar con la lógica del “Todo Pasa” del ya fallecido Julio Grondona. Es, también, no querer frenar la bocha, pensar qué se quiere, para dónde se desea ir y cómo.
Y en medio de todo esto, se dan el lujo de bajar el mensaje de ¡poner en discusión a Lionel Messi! Y de decir que “Barcelona no podría jugar en el fútbol argentino”. Son más voceros que periodistas. Porque en muchas oportunidades cuesta tildar de periodismo a todo esto. Porque, como siempre, Dante Panzeri está allí para recordar que “el periodista era un tipo que veía, pensaba y opinaba. Ahora es un negociante que oye y repite”. Son formadores de opinión que avalan en el día a día las locuras que supuestamente venden y que supuestamente la gente quiere consumir. Y que consume para luego esbozar en una charla. Y así gira constantemente esta rueda en la que la culpa es de todos.