Por Leandro Albani / @LeanAlbani
Los silencios que Erdogan dejó en América Latina deben ser analizados con atención y profundidad. El continente latinoamericano tiene una historia de resistencias contra dictadores e injusticias. Y Erdogan no difiere demasiado de esos dictadores que asolaron a América Latina.
La gira del presidente turco Recep Tayyip Erdogan por América Latina -en la que visitó Chile, Ecuador y Perú a principios de febrero-, tuvo dos ejes principales: expandir los acuerdos económicos de la República turca y limpiar la imagen de su administración, manchada por sus vínculos cada vez más visibles con grupos terroristas, como es el caso del Estado Islámico (EI).
El modus operandi de Erdogan para Latinoamérica se pudo ver el año pasado, cuando visitó Cuba, México y Colombia, y sus declaraciones fustigaron al gobierno del presidente sirio Bashar Al Assad, criticaron con dureza la resistencia que lleva adelante el pueblo kurdo en el norte de Siria, y se rasgó las vestiduras afirmando que su gobierno y su partido (el AKP) luchan contra el terrorismo.
En esta nueva vista, el mandatario no ahorró palabras para exaltar su administración y el potencial de Turquía como socio estratégico de América Latina. En los planes profundos de Erdogan, la expansión de su ideología y su política económica es esencial para perpetuarse en el poder. El gobierno del AKP, en el Ejecutivo desde hace más de 10 años, asumió mostrando una faceta de Islam moderado e inclusivo, con anuncios grandilocuentes de desarrollo, pero con el paso del tiempo el intento de islamizar Turquía –basada en el laicismo- y sus política neoliberales quedaron al descubierto.
En su paso por Chile, el presidente turco se quejó por la crisis de refugiados y argumentó que su administración los recibe, financia sus estadías y nadie colabora para ello. Erdogan nada dijo sobre la furia que sus fuerzas de seguridad desatan desde hace meses en la frontera con Siria. Y tampoco habló de los bombardeos ordenados en el sureste de Turquía, en la región kurda, donde ciudades y poblados se encuentran desde hace dos meses bajo Estado de sitio.
Por supuesto, el mandatario no escatimó palabras contra Al Assad, uno de sus principales enemigos en la puja hegemónica por Medio Oriente. Sin vacilar, Erdogan acusó al gobierno sirio de “aplicar la violencia y el terrorismo contra su propio pueblo” y elevó sus ataques hacia Irán y Rusia, naciones que combaten a los grupos terroristas y respaldan al Ejecutivo sirio. Nuevamente, el presidente turco desplegó un manto de silencio sobre una realidad que conoce muy bien: su relación intrínseca con el Estado Islámico. Igualmente, mostrando su doble rasero, el presidente turco sostuvo que el EI “es terrorismo, es un enemigo profundo de la religión musulmana, y no tiene ninguna relación directa con el Islam, una religión que es sinónimo de paz”. Y sin perder tiempo equiparó a ese grupo terrorista con el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) y con las milicias de las Unidades de Protección Popular (YPG), quienes luchan sin cuartel contra el Estado Islámico en el norte de Siria.
Para Erdogan, un discurso que profundice la confusión es su aliado fundamental. Desde que comenzó la crisis en Siria, el mandatario repudió públicamente a los grupos terroristas, aunque las denuncias e investigaciones que se conocen sobre el financiamiento y apoyo a estos grupos se multiplican cada vez más. Las revelaciones efectuadas por el gobierno ruso sobre los camiones cisterna que trafican el petróleo sirio por la frontera turca, las relaciones de Bilal Erdogan (hijo el mandatario) con el Estado Islámico que permite ese tráfico, la instalación de hospitales de campaña para asistir a los mercenarios del EI y la entrega de armas a los terroristas (denuncia realizada en medios kurdos), son algunos hechos concretos de los cuales Erdogan no perdió tiempo en explicar.
Aunque la vista de Erdogan a América Latina se muestre como una búsqueda de alianzas comerciales (sobre todo necesarios para Turquía luego de las sanciones aplicadas en su contra por Rusia), su estadía tiene que ser analizada como la justificación de un mandatario implicado en crímenes y represiones, actos terroristas, y una fuerte política injerenciasta en Medio Oriente, respaldada por Estados Unidos y las monarquías del Golfo Pérsico.
Los silencios que Erdogan dejó en América Latina deben ser analizados con atención y profundidad. El continente latinoamericano tiene una historia de resistencias contra dictadores e injusticias. Y Erdogan no difiere demasiado de esos dictadores que asolaron a América Latina.