Por Pedro Perucca. En el marco de La noche de las librerías, este sábado 26 de noviembre se organizó en la librería Sudeste, de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, una charla sobre la editorial cooperativa Eloísa Cartonera.
Afuera, unas enormes pelotas flotantes color amarillo macrista se balancean sobre unos coquetos silloncitos blancos ubicados en el medio de una avenida Corrientes recalentada. Adentro, acaba un recital de poesía y dos integrantes de la editorial cooperativa Eloísa Cartonera ocupan el pequeño escenario. Uno de ellos toma el micrófono y comienza:
“Ella es Miriam, una compañera de la editorial. Mi nombre es Cucurto y también soy un trabajador de la cooperativa. Estamos próximos a cumplir diez años y pensamos en celebrarlos difundiendo un poco nuestros libros, contándole a la gente acerca de nuestro trabajo y que se acerquen a los libros que hacemos.”
Washington Cucurto (alias autoral del quilmeño Santiago Vega), autor de algunas de las obras que causaron más revuelo en la literatura argentina de los últimos años (cuando en 2006 Planeta edita su desopilante novela “El curandero del amor” lo presenta marquetineramente como “el hecho maldito de la literatura argentina”), adopta el perfil bajísimo que parece caracterizarlo en vivo y en directo. Mientras tanto Miriam, cartonera de toda la vida, como ella misma se define en algún momento, empieza a contar que se sumó a la cooperativa en 2007 y muestra orgullosa algunos de los hermosos ejemplares que produce: “Siempre intentamos que los libros tengan letras, colores y que se vea qué fue antes de ser la tapa de un libro, para que vean de qué fue la caja. Por ejemplo, esta que tengo acá antes de ser la tapa de un libro fue una caja de champú Sedal. Y después nosotros lo convertirmos”. Cuenta que viaja una hora y media para llegar al taller de La Boca pero que cada vez el cansancio del viaje se desvanece al entrar a la Capital porque “entonces, cuando paso el puente de La Boca, ya me pongo re emoción porque sé que voy a llegar y ponerme a pintar. Y pinto a la manera que me sale, según como esté de ánimo… pongo cumbia y me pongo a pintar los libros. Yo antes, cuando cartoneaba, no valoraba el cartón, lo tiraba al carro y para mí no era nada. Y ahora un libro, una tapa de cartón, me llena de orgullo porque sé que estoy haciendo un arte”. Luego dice con palabras lo que su cuerpo venía diciendo hace rato: que “encontró su lugar” en Eloísa.
Un Cucurto en apariencia relajadísimo nos avisa que va a leer “un textito” del recientemente fallecido Ricardo Zelarrayán (“un autor que nosotros queremos mucho”) y se manda con la bellísima “Cuando llueve”. Luego se entusiasma recordando los orígenes de Eloísa, allá por el 2002, “una época de mucha crisis, mucho quilombo, mucha inestabilidad y nosotros hacíamos unos libros pequeños, sencillos… pero en esa época explotó todo el tema del dólar y ya no podíamos seguir haciendo nada”. Todo se había puesto caro y con Javier Barilaro (co-fundador del proyecto) estuvieron a punto de abandonar el sueño editorial pero “entonces se nos ocurrió que en esa época había mucha proliferación de cartoneros y yo le dije a Javier: Tratemos de hacer libros con lo que tengamos a mano, usemos el cartón”. Y ya con la parte técnica criollamente resuelta, pudieron continuar con su proyecto editorial de “difundir un poco lo que pasaba acá en Buenos Aires y lo que pasaba en otros países de Latinoamérica con la literatura”.
Así Eloísa comenzó a publicar a algunos autores olvidados, desconocidos o simplemente amigos de la casa que cedían los derechos de publicación. Y entre esas sorprendentes tapas de cartón colorinche que comenzaron a verse en el Buenos Aires de las asambleas populares se fueron sucediendo textos breves de autores argentinos (el ya mencionado Zelarrayán, Aira, Piglia, Perlongher, Lamborghini) y latinoamericanos (Enrique Lihn, Martín Adán, Reinaldo Arenas, Haroldo de Campos en edición bilingüe, el hasta entonces inédito en Argentina Mario Bellatín). En algún momento, cuenta con orgullo Cucurto, también comenzaron a publicar a jóvenes autores argentinos inéditos, que hoy “ya editan en editoriales grandes. Eso también les sirvió un poco porque empezaron editando en cartón y ahora son muy conocidos, se los traduce, han hecho su camino”. Es que, concluye, clarificando el business intelligence de la editorial cartonera, “somos una editorial de difusión, no una empresa comercial donde hay una plusvalía con el libro, donde hay una ganancia”.
Poco a poco esta “pequeña cooperativa sobreviviente”, se fue afirmando, atravesó la crisis y hoy se apresta a cumplir diez años de vida con un catálogo de más de 200 títulos. Siempre manteniendo y afirmando las relaciones con los cartoneros, los miembros de la cooperativa, los autores amigos y un público que espera y atesora los hermosos volúmenes de Eloísa. Y siempre vendiendo barato. En un momento de la charla Cucurto confiesa, dolorido, que recientemente se vieron obligados a abandonar el precio histórico y empezar a cobrar 6 pesos por libro (aunque, no deja de aclarar, con la promo de 3 por 15 “siguen valiendo 5”). Luego agrega: “A nosotros nos gusta que el libro sea una buena noticia, que la gente lo compre y se lleve un buen recuerdo, que cuando lo lea en su casa se acuerde de nosotros… También eso es importante para desmaterializarlo un poco, que el libro no sea sólo un bien de consumo sino una herramienta de transformación social. Y la transformación social es un poco eso también, que las personas se acerquen, se relacionen, se generen buenos sentimientos entre las personas… Entonces ese es el sentido del proyecto”.
Miriam nos cuenta, emocionada y quizás aún algo sorprendida por las repercusiones de esta humilde iniciativa cartonera del barrio de La Boca, que Eloisa sirvió de ejemplo para iniciativas similares en más de 90 ciudades de América y del mundo. Hay editoriales cartoneras en Chile, Brasil (según Miriam, Dulcinéia Catadora es la editorial cartonera con las segundas tapas más lindas, “después de las nuestras”), Bolivia, Paraguay, Perú, México o Haití (como parte de un proyecto para ayudar a los huérfanos del terremoto); también las hay en China (“imagínate, es re loco un libro cartonero en China”) y África (“donde están las jirafas también hay libros de cartón”).
Para despedirse, Cucurto y Miriam hablan del futuro y cuentan que con el ahorro de estos diez años de “poner el lomo” pudieron comprar una hectárea de terreno “en el campo mismo”, es decir, en el barrio La Capilla, de Florencio Varela. La idea es ampliar el galponcito heredado para que se convierta en “La casa del sol albañil”, un espacio donde “fabricar los libros, recibir a los amigos y hacer cosas con los autores” y seguir con el proyecto de huerta orgánica y de cría de animales como para “aprender a hacer otras cosas y no quedarnos haciendo los libros y cortando el cartón, sino ver la forma de aprender otras cosas, de acercarnos más a la naturaleza”.
Pasado, presente y futuro de la editorial cartonera se basan en una concepción diferente no sólo del negocio editorial sino del trabajo mismo. Cucurto sostiene que el trabajo debería ser “un lugar de aprendizaje, donde uno se desarrolla, aprende, se siente bien. El trabajo como un plan de vida donde uno puede hacer un montón de cosas. Hay que recuperar la épica del trabajo y hay que tomarlo como algo que puede ser bueno. El dinero es algo concreto, que puede ser importante pero que no es la finalidad del trabajo. Mucha gente cree que la finalidad del trabajo es ganar dinero. Grave error. La finalidad del trabajo es la felicidad de la gente que lo hace, me parece a mí”.
El público pregunta por la relación con los editores, las tiradas, los canales de distribución y alguien quiere saber de dónde salen esas ideas gráficas de la editorial “tan coloridas y originales, como la gráfica de las bailantas”. Y Cucurto, contesta, impávido, entre las risas de la sala: “Bueno, de los carteles de las bailantas. Lo tomamos de ahí… como nos gusta la cumbia y somos… bueno, éramos de ir a bailar bastante a la bailanta, viene de ahí. Y lo colorinche también”.
Afuera del salón, en una avenida Corrientes tomada por libreros y lectores, los globos de Macri siguen flotando pero su amarillo rabioso ya ni siquiera intenta competir con el arco iris risueño que brota de la mesa de la editorial más colorinche del mundo.