por Fernando Ojeda / Fotografía: Matías Barutta
“Hijo, si vos lo soñaste, yo lo viví”
Armando Discépolo
La calle larga por la que se entra al pueblo se llamó durante mucho tiempo J. A. Roca. Sin embargo, los pueblerinos y quienes frecuentaron el pueblo desde aquellos primeros años, donde el tren marcaba el ritmo de las semanas, llamaron “del ferrocarril”.
A la vera de esa calle larga corrían las vías del ferrocarril que atravesaba el pueblo de oeste a este, y al sur estaba el otro lado del pueblo. Ranchos, la quinta de Pilato con sus frutales, los silos pegados a las vías, los galpones que oficiaban de talleres, y de silos para almacenar el cereal que se cosechaba; bien al oeste, por donde se entraba al pueblo, estaba el predio de la Junta Nacional de Granos.
De este otro lado de las vías, sobre la banda norte, se encontraban, el Banco Nación, un negocio de ramos generales, la panadería con horno a leña que aún sigue en pie y en plena actividad, las casonas largas de construcción inglesa, como la mayoría de los caseríos de ésa época. Algunos pueden pensar en esos caseríos largos y a veces concéntricos como “conventillos”.
Esos caseríos tenían paredes altísimas, con los ladrillos a la vista, techos zinc, ventanales altos al igual que sus puertas de ventanales partidos y una madera que hasta el día de hoy sigue dando cuenta de su nobleza. Ahí en esos “conventillos” se criaban los pibes, todos juntos, mientras sus padres laburaban en la bolsa, en oficinas, de albañiles, arriba de una cosechadora; algunos de camioneros, otros, los menos eran maestros. Uno era policía que a contrapelo de sus deseos de cambiar el mundo se regocijaba con la idea de que algún día la vería caer en ruinas a toda la institución policial, así se sentiría libre de ella y soñaba con dedicarse a lo que amaba, la literatura de policiales negros.
Las madres de esos pibes que se criaban todos juntos, cocían y cocinaban durante esas largas jornadas donde el sol marcaba el ritmo del trabajo. Cuando alguno caminaba por la calle larga del ferrocarril durante un buen tiempo, en horas cercanas al medio día, sentía el olor a pucheros, a guisos que las doñas cocinaban con la paciencia de una araña. Adentro en los conventillos, el aire era fresco aunque afuera el sol alto quemara incansablemente. Los pisos de madera y adoquines, los cielorrasos de madera hacían de esos caserones los más frescos en el pueblo.
En uno de esos conventillos vivía Pascual Bakunin, un bolsero que se había escapado de la policía tras la huelga y rebelión en Jacinto Arauz por el trabajo y paga justa de los bolseros. Era Pascual quien les contaba infinitas historias a los pibes cuando llegaban cansados de jugar durante todo el día y no querían volver a sus casas sin escucharlas. Los pibes que se criaban todos juntos escuchaban a Pascual, jugaban en las vías del ferrocarril, en los campos que decidían explorar, estudiaban en la escuela 104 que quedaba en el mismo lugar de hora: atravesando la plaza frente a la iglesia católica y el parque municipal. Un día le escucharon decir: “No se olviden cuando salgan de este pueblo que ustedes son como el tren y que las vías son tanto para irse como para volver a la cuna y al barrio”.
Con el tiempo los pibes armaron un equipo de fútbol para jugar en los torneos locales. Ese equipo se llamó lo que siempre fueron, lo que querían seguir siendo “Cuna y Barrio”. El viejo ya no estaba, había partido al mundo de los dioses, pero los pibes no se olvidaron de él. En Cuna y Barrio se juntaba los fin de semanas y durante la semana cuando podían, al finalizar la jornada laboral, porque muchos además de estudiar laburaban; en la bolsa durante las vacaciones de estudios, otros ya incursionaban en la construcción como peones de albañilería.
Ese año Cuna y Barrio fue la revelación del torneo, pero trascendieron por otras cosas. Esa vez, un grupo de gringos no quería dejar jugar al número 2 de ellos por considerarlo un bruto. Ahí se plantaron los Cuna y Barrio, tomaron la cancha y defendieron a su compañero que no era un gringo, sino todo lo contrario, era un “indio” de nuestras pampas y hasta que no se le permitiese ser parte del equipo, y por ende del torneo, no levantaban la toma. Fue por esos días que habían escrito una proclama que finalizaba así “por la igualdad de derechos, por la libre asociación de los equipos de fútbol contra el abuso de las pretensiones gringas y por la unión de los hermanos de esta tierra y del mundo, contra los atropellos de los que se creen dueños de las leyes, el futbol es de los pueblos libres o no será Cuna y Barrio, 11 septiembre de 1964”.
Los medios de las dos ciudades más importantes de la provincia se hicieron eco del asunto y vinieron a reportear a los responsables de la osadía. Le hicieron un par de fotos en los terrenos del ferrocarril cuando la toma ya había finalizado. El bruto en cuestión era nada más y nada menos que un ser de una inteligencia milenaria, descendiente directo de ranqueles, hoy especialista en tendidos de cableados eléctricos de alta tensión en el sur. Aquel año el equipo fue campeón. Con el tiempo, como casi siempre ocurre, los Cuna y Barrio se fueron del pueblo, algunos por estudio y otros por laburo. Entre algunas iniciativas, habían presentado un proyecto para cambiarle el nombre a la calle larga donde se criaron, pero los gobiernos que estuvieron por esos años hicieron la vista gorda y nunca atendieron esa exigencia. Y menos aún con la llegada del golpe militar de 1976. Muchos años después tras el retorno de la democracia en 1983, tras haber superado la década del noventa y en medio de los festejos del bicentenario la calle por decisión popular lleva otro nombre. Hoy esa calle se llama “Raúl Alfonsín”. Cuna y Barrio en la memoria de quien evoque su paso por este mundo es hoy algo más que un equipo de fútbol: es una manera de mirar el mundo.