Por Martín Obregón/ Foto por Julieta Lopresto
Por primera vez en la historia política argentina, la derecha llega al gobierno a través del voto popular. Lo hace, además, de la mano de un empresario “exitoso”, cuya familia se enriqueció durante la dictadura, y que combina el conservadurismo político con el liberalismo económico. Macri es el Berlusconi argentino, y su triunfo constituye un enorme retroceso para nuestro pueblo.
Para comprender este hecho inédito hay que dejar de lado las explicaciones tranquilizadoras y simplistas. ¿Qué son los 300 mil votos en blanco frente a los 13 millones que sacó Macri? ¿El 70% de cordobeses que votaron a Macri son fachos, gorilas y oligarcas? ¿Sólo el 30% de las y los cordobeses pertenece a las clases populares? ¿Tan inclusivo ha sido el modelo sojero del gobernador José Manuel de la Sota? Es evidente que los sectores más retrógrados de la sociedad argentina y también sus clases altas y medias altas (ampliamente beneficiadas por el modelo) votaron a favor de Macri y que ese voto tiene un componente ideológico de derecha. Sin embargo, ese voto más ideológico, propio de la “derecha liberal”, no alcanza para explicar por qué más de la mitad del país se expresó, en las urnas, a favor del macrismo.
En el Gran Buenos Aires, Macri obtuvo el 45% de los votos. Se trata de un lugar emblemático, corazón de las clases populares y bastión, a lo largo de décadas, de su identidad política: el peronismo. La derecha macrista cosechó allí 3 millones de votos, casi una cuarta parte del total nacional. Incluso en la tercera sección electoral, que incluye, entre otros, a distritos como La Matanza, Florencio Varela, Esteban Echeverría y Quilmes, la alianza entre el PRO y la UCR superó el 40% de los votos. La conclusión es obvia, inquietante e incómoda: amplias franjas de las clases populares votaron a favor de Macri y en contra del candidato del gobierno.
¿Cuáles fueron los factores que hicieron posible que esto ocurriera? Arriesgo cinco, sólo a modo de hipótesis y tratando de pensar en voz alta.
– El primero tiene que ver con la estrategia política que diseñó el kirchnerismo en relación a las organizaciones populares (sobre todo a las más combativas) basada en lo que podríamos llamar “integración a cambio de desmovilización” o aislamiento. Ese proceso derivó, al cabo de pocos años, en una declinación evidente de la movilización popular. El gobierno hizo todo lo posible para sacar el conflicto de las calles, ajustándose a una “demanda de normalidad” proveniente de sectores medios y altos. Las organizaciones sociales impulsadas por el gobierno no tuvieron una participaron activa en la lucha callejera, debido a que la concepción política del kirchnerismo nunca contempló apoyarse en la movilización popular, a la que tendió más bien a verticalizar o a suprimir. Un proceso de “politización” que prescinde del protagonismo popular no puede ser más que superficial y –más temprano que tarde– termina favoreciendo el avance de la derecha.
– El segundo factor, de tipo estructural y que excede al kirchnerismo, tiene que ver con las transformaciones del peronismo. El peronismo fue durante mucho tiempo la identidad política de las clases populares, al punto que para muchos militantes revolucionarios de los años ’60 y ’70 ésa era su mayor potencialidad al momento de pensar en un horizonte socialista. En la actualidad, esa identidad peronista de las clases populares está absolutamente licuada. El kirchnerismo generó más entusiasmo entre sectores de la clase media universitaria y progresista que en los barrios pobres del conurbano. Ese fenómeno, sumamente curioso, tiene bastante que ver con el tipo de “politización” que se promovió desde arriba.
– El tercer factor se vincula con el modelo de desarrollo extractivo exportador que el kirchnerismo no hizo más que consolidar y que posibilitó una reactivación del mercado interno y un formidable aumento en la capacidad de consumo de sectores medios y medios altos. El consumo de ciertos bienes, constantemente alentado desde el gobierno, se convierte en un arma de doble filo, no sólo porque reproduce valores y conductas típicamente capitalistas, sino también porque genera frustración entre aquellos que no pueden acceder a ellos. Es en las clases populares dónde más claramente se ve la brecha abierta entre una retórica inclusiva y una realidad excluyente.
– Un cuarto factor tiene que ver con los límites de las políticas de inclusión social del kirchnerismo. En los barrios populares, más allá de un conjunto de medidas acertadas y que deben ser reivindicadas (como la asignación universal por hijo/a), la realidad cotidiana de sus habitantes no se modificó de manera sustancial en los últimos 12 años. En los barrios pobres y de clase media baja se sigue viviendo mal, se sigue viajando mal, se siguen cobrando salarios bajos y continúan las dificultades en materia de salud, educación pública y seguridad. El voto a la derecha expresa, al menos en parte, demandas de las clases populares que no han sido satisfechas.
– El quinto, finalmente, se vincula con la forma de construcción política del kirchnerismo, que optó por recostarse en las anquilosadas estructuras de poder del Partido Justicialista (PJ) y terminó siendo fagocitado por ellas. Por ejemplo, entre los 200 mil votos que proporcionaba el vitalicio gobernador de Formosa Gildo Insfrán y las legítimas reivindicaciones del pueblo Qom, el kirchnerismo nunca dudó de qué lado ponerse. La candidatura de Daniel Scioli –avalada por la mayoría de los gobernadores del PJ y aceptada con resignación por la militancia kirchnerista– expresó los límites de esa forma de construcción. Así como en tiempos de Arturo Frondizi se pretendió salir de la dependencia con más dependencia (una lógica que el kirchnerismo replicó a propósito de los acuerdos con Chevron), ahora se intentó frenar a la derecha con un candidato de derecha.
Se abre otra etapa en la política argentina. La batalla contra esta nueva derecha con conciencia de clase y capacidad para penetrar en las clases populares no será nada fácil. La izquierda es un páramo sombrío y depende de nosotros que podamos convertirlo en un vergel. Pero tampoco nos olvidemos –ellos lo saben bien– que si hay algo que hemos aprendido, como pueblo, es a resistir.