Por Tomás Astelarra
En la Novena edición de la Marcha de la Gorra, el cronista marchó junto a los carreros del barrio Las Flores II. Crónica de una caminata con la Cooperativa que cada día sufre el amedrentamiento policial, mientras reciclan residuos urbanos y marchan con sus carros y sus caballos.
La cosa es más o menos así: cada una de las columnas de carros que llegaran de los barrios al centro para participar de la Novena Marcha de la Gorra estará encabezada –además de por los abogados del Encuentro de Organizaciones (EO)–, por algún periodista y un cura del grupo Común Unión, que la semana pasada firmó un documento que denunciaba la acción de la policía de Córdoba en los barrios. Marcos dice que vino con “uniforme” para la ocasión mientras acomoda su ballesta debajo de la camisa celeste. Está emocionado, casi como un niño, sonríe constantemente, aun cuando cuenta las amenaza de la policía y el allanamiento ilegal que hicieron sobre la parroquia de uno de sus compañeros.
También han sido amenazados algunos delegados de los diferentes grupos de carreros, recicladores urbanos que se caracterizan por la utilización de carro de caballos para su trabajo. Están en pie de lucha desde principios de año, cuando el intendente Ramón Mestre envió al Consejo Deliberante el Código de Convivencia Municipal que prohibiría su actividad en gran parte de la ciudad. El año pasado, en la Octava Marcha de la Gorra, algunas de la columnas fueron interceptadas por la policía y debieron volver custodiados al barrio con fuertes enfrentamientos. “El apoyo de los curas es muy importante para los carreros, les da seguridad”, me aclara Sergio Job, del EO. Una semana antes de la realización del evento, las organizaciones duras del kirchnerismo (Hijos, Movimientos Evita, La Cámpora) decidieron no participar del evento debido a la cercanía de la fecha con las elecciones. Hasta enviaron un comunicado denunciando al colectivo de jóvenes que organiza la marcha por “hacerle el juego a la derecha”. Hay un rumor, un clima, una sensación, de que “se va a pudrir todo”.
En la plaza del barrio Las Flores II unas setenta carretas están reunidas en medio de una algarabía familiar que recibe con humor cordobés a los militantes, periodistas y sobre todo al cura. Algunos hasta se han puesto la remera del encuentro al que asistieron en Santa Cruz con el papa Francisco como parte de la comitiva de la Cooperativa de Carreros y Recicladores La Esperanza que reúne a 700 de los 4000 recicladores a caballo que circulan por las calles de la capital cordobesa.
A mí me toca con el flaco Kiko, que me advierte que no tenga miedo, que la compañera es fiel (refiriéndose a Rocío, su yegua, que luce un hermoso arreglo floral). Una vez organizado el trayecto y las medidas de seguridad, salimos en fila india. Los vecinos saludan desde sus patios y motos, se escuchan algunos zapucais, el flaco Kiko se para en el carro y agita una bandera, arenga a los otros compañeros. “Yo no puedo creer que nos impidan expresarnos. Que nos impidan trabajar. Yo con esto mantengo a mi mujer y mis dos hijos. ¿Dónde más voy a laburar si no tengo educación, no tuve madre ni padre, tengo causas judiciales? ¿Dónde más voy a demostrar que hace siete años que salí de las drogas, de la violencia? A mí no me interesa la Asignación Universal por Hijo o las becas que da la Municipalidad, yo quiero trabajo. Y con este trabajo le voy a dar educación a mis hijos para que tengan más opciones que yo. Por eso nos organizamos, para defender esto que es nuestra vida”, cuenta mientras se sienta y prende un paraguayito. “Y acá los compañeros son bravos, no se van a quedar quietos, van a defender con su vida su trabajo, su familia. No nos importa lo que haga la policía”, aclara poco antes de arrancar con la historia de Rocío: los siete años que vienen pateando las calles,el año que esperó para sacarla a trabajar, cuando tuvo un potrillo y tenía que alimentar a los dos sin poder trabajar porque ella estaba “flaquita, flaquita, como niño del África” y al final no aguanto más y tuvo que vender el potrillo. Más que lo que cualquier vegano o defensor de los derechos animales (una de las tantas excusas que alega el nuevo código de convivencia para no asumir el verdadero argumento de la medida: que los carreros compiten en el negocio de la basura con las grandes empresas) podría soportar mantener un animal con un ingreso por debajo del dizque límite de la pobreza. Porque es evidente que Kiko no es pobre, ni ignorante, ni infeliz, aún a pesar de la estigmatización de la sociedad y la persecución policial.
A medida que salimos del barrio hay muchas miradas de extrañeza, es cierto, de miedo, es cierto, de fastidio, es cierto, bocinas indignadas, es cierto, pero también rostros de alegría, puños en alto, bocinazos que son de apoyo frente al inobjetable paso de esta procesión de carros villeros, adornados con diferentes colores y motivos, diferentes rostros, que van del pibe de gorra al paisano a la antigua, como memoria de una tradición, de una historia, que la pujante ciudad pareciera querer olvidar. “En vez de criminalizarlo, esto tendría que ser declarado de interés cultural”, opina el flaco Kiko, que no para un minuto, que se sienta y se levanta, prende un cigarrillo tras otro, y en cualquier momento sale corriendo a echarle una chanza a otro carro o pedir una gaseosa, dialogar con un conductor indignado o ayudar algún caballo atascado en la multitud.
Parece que ya cruzamos la zona más delicada, donde supuestamente podía intervenir la policía, pasamos por debajo de un puente de autopista ante la inmensidad del Hotel Sheraton. El contraste es cada vez más evidente, las miradas de extrañeza aumentan tanto como la alegría del Marcos, que le tocó un zulky tradicional para disfrutar este singular paseo por la ciudad. Tiene razón Kiko, sacando de contexto que esto es una marcha para reclamar por el abuso policial-limpieza social (para invisibilizar o aniquilar una realidad que sobra, es residuo, humanidad de descarte), el espectáculo es digno de observar-vivir-transitar. Al menos así lo comprueba un japonés que saca fotos entusiasmadísimo y una pareja de clase media que aprovecha un parate para subirse un cachito a uno de los carros y dialogar con sus ocupantes.
Ya estamos concentrados en la calle Colón con el resto de los participantes de la marcha. Una señora cruza molesta la calle y le comenta a un policía: “ya va a ganar Macri y van a desaparecer estos negros”. Un señor de barba levanta los dedos en V y dice: “Hay que votar a Scioli”. Solo falta una columna, la de La Lonja, que fue interceptada por la policía. Un par de abogados junto a uno de los curitas aprovechan que la central de policía está cerca y se arriman a dialogar. La central está rodeada por un cordón de uniformados, frente a ellos, un grupo de manifestantes del Barrio Alberdi baila y hace resonar los parches de murga mientras un pibe de gorra enlaza un encendido discurso político sobre la violación a los derechos humanos en los barrios. Los policías miran atónitos al pibe, la murga, los carrros, los abogados, y sobre todo al curita. Los encargados del operativo se hacen los sotas con el reclamo, dicen que no es su juridiscción. El curita llama a su compañero que acompaña la columna de La Lonja. Parece que toda está solucionado.
Mientras esperamos que finalmente llegue la última columna y que uno de los carros arregle su rueda, Marcos aprovecha para practicar con las riendas del sulky, da entrevistas a los medios comunitarios, comparte gaseosa y medialunas, dialoga con los militantes y sonríe, siempre sonríe.
El flaco Kiko desapareció hace rato. Rocío me mira tranquila, como diciendo: siempre el mismo, no para. Yo aprovecho para dialogar con el resto de compañeros. Algunos dicen que hay que apurar el trámite porque la vuelta de noche se puede poner peliaguda. Que hay que estar atentos con los pibes, no vallan a mandarse una cagada. Las chicas que pasan por la vereda reciben oleadas de piropos y mangueos. Una gran parte de la ciudad todavía no entiende como esa imagen de pulcra modernidad (o cordobazo del desarrollo) que intenta mantener a toda costa puede verse invadida por semejante expresión de marginalidad, popularidad, o como quieran llamarlo. Una invasión tan evidentemente molesta y políticamente incorrecta, que hasta se da el lujo de dejar su firma con un centenar de bostazos desperdigados por la calle. En paralelo, se ve, se siente, que hay una importante parte de la ciudad-sociedad que puede contagiarse de esta digna alegría, desparpajo, humor tan cordobés, los tambores de candombe que se acercan, los payasos, niños corriendo, los militantes del EO que se acercan a saludar a las familias a caballo, y ese aplauso cerrado con cantito de hinchada que despide a los carreros rumbo a sus barrios después de haber aportado un cuota importante de folklore para esta novena Marcha de la Gorra, esta fiesta que es denuncia, pero también algarabía y esperanza. “¿Dónde en tus viajes viste algo así? Cuando quieras se viene pal barrio compañero. En casa hay para parar”, se despide el flaco Kiko mientras sacude las riendas, le susurra a Rocío un “daaaaaale” y se levanta nuevamente para agitar esa bandera que dice: “Trabajar con el carro no es delito”.