Por Daniel Talio
La magia de la noche, los caminos libres de culpa. La Joven Guarrior y su ritmo, que es sinónimo de fiesta.
Llegar y hacer una fila desalineada, y pedir la entrada con gentileza, y entrar, y sentir el calor de la gente dispuesta a divertirse. Desde el comienzo todo apunta a la amabilidad y al disfrute, como un código anímico que se comparte; es que la promesa es noche de fiesta, y uno va decidido a que así sea. La invitación es a una Fiesta Nacional y eso ya obliga a envolverse en los colores y en el espíritu festivo argentino; que nadie sabe bien de qué se trata pero bienvenido sea el desafío. Entonces a tomarse un trago, a fumar entre grupo de amigos y a impedir que cualquier malestar se cuele sin invitación.
Y a eso de las cuatro de la mañana salen a la cancha un montón de tipos, un equipo de fútbol con suplentes y todo, y la gente se acomoda de frente al escenario porque a eso vino y a eso se dispone. Es fecha patria, y los músicos-actores parodian un acto escolar con delantal blanco e himno incluidos; así que es más nacional que cualquier otro viernes esta fiesta en el Uniclub. Y empieza la música y el público está dispuesto a transpirar sólo porque ha venido con la decisión de bailar y divertirse; y parece que eso no se negocia. Pasan las canciones, desde rock a flamenco, de bolero a cumbia, porque todo vale, porque todo es random, porque el no tener estilo es el estilo. Y ninguno de los que se ríen ante alguna exaltación de El Perro Viejo se pregunta si lo que está viendo es un recital de rock, porque no importa; lo que parece ser más rockero es sacarse la campera de cuero, que funciona como un corset, y dejarse llevar por lo múltiple. Lo que está permitido es solazarse y dejar que lo inaudito se dispare y que nadie trate de encontrar una respuesta en todo esto. Sólo hay que compartir el lenguaje que demarca lo que está dentro y lo que queda fuera de este juego entre lo que dicho y lo que se quiere decir. Entonces, está claro que todos aquellos que se entretienen, y bailan en ronda, y toman otro trago son parte del cenáculo y los demás; y los demás sólo sirven como estereotipos de los cuales reírse.
Más allá de lo disparatado, más allá de la performance, más allá de lo guionado, hay una búsqueda en la Guarrior; como si todo ese humor puesto en escena sirviera para enmascarar una sensación que se hace presente apenas termina el show. Después de la exacerbación, después del arrebato, después de la efervescencia, lo que se instala en el ambiente es una impresión de que lo que se persigue, detrás de tanto chamuyo y tanto rodeo, es algún tipo de argentinidad. O sea, la diversión como camino sinuoso hacia lo propio, lo cercano, lo nuestro. Y esa argentinidad se sitúa por fuera de lo habitual, por fuera de lo heroico; mucho más cercano a la cotidianeidad y a lo prosaico. Lo que queda instalado es que hay un camino posible, diferente a la autopista oficial, que nos puede conducir por ciertos lugares tan poco recorridos, pero que habla de aquello en donde es tan fácil reconocerse que funciona como un espejo deforme e implacable.
La fiesta se acaba y me voy. En la calle zigzagueo, con la certeza de que cualquier ruta es la adecuada y que no hace falta el sacrificio para hacer rock. Así que, en una esquina cualquiera, me veo en una vidriera oscura y descubro una media sonrisa cruzada por esa reflexión sobre lo distinto y lo propio; y mientras retomo la marcha, en los labios tirito aquello de que “ni negro ni amarillo, marrón; somos todos mestizos, marrón, somos todos mellizos”.