Por Ricardo Frascara
La semana pasada en el 0-2 frente a Ecuadar, y este martes en el 0-0 con Paraguay, propios y extraños sentimos el peso de Lionel Messi, el astro insustituible del fútbol mundial. Y esto, obviamente, no es culpa de él ni del Tata Martino. Es culpa de Tata Dios. Ya no podemos pensar un fútbol sin Messi.
Lo voy a decir por tercera y última vez. ¡No quiero a los europeizados!, menos quiero a los europeizados insulsos como Biglia, o a los troncos como Roncaglia –a este directamente lo odio–; sumo a Pastore, que aunque me gusta como “jugador”, esto de la selección no lo comprende. Y ahora, lamentablemente –porque tenía fe en él–, estoy empezando a no entender al Tata Martino. Por ejemplo: ¿Qué solución puede arrimar el Pocho Lavezzi a un equipo extraviado? Todo lo contrario, Lavezzi es otro perdido más, como cantaba Hugo del Carril en “en un bosque de la China…”, hace 70 años. Yo aplaudí cuando mi San Lorenzo se desprendió de él. El Pocho es piola, simpático, les hace un rumbo en el bocho a las minas, pero sigue siendo impresentable en un seleccionado argentino. No es culpa de él.
Insisto: el único tipo imprescindible, cualquiera sea el puesto que asuma, es el gran Lionel Messi. El Pulga es el único que aporta fútbol; jugando él hasta parece que el equipo existiera. Y ausente él, no te digo nada, pasa esto: dos partidos de la eliminatoria para el Mundial jugados y CERO gol. Pero no simplemente porque él no está, sino precisamente porque sigue estando en la mente de compañeros y rivales. Tiene razón el Cacique Casas cuando dice en Facebook que “Ecuador jamás se hubiera animado a tanto con él en la cancha”. Es así; Lío entra a la cancha y licua a los rivales. Y nuestro seleccionado está condenado a padecerlo, en las buenas y en las malas.
No me estoy ensañando, Dios los libre si lo hiciera. El unicato de Messi está reconocido en todo el mundo. Si yo hubiera llegado directo a la cancha desde Marte, o desde Sing-Sing, simplemente veía a un equipo de casaca celeste y blanca basado su “juego” sobre –desde inútiles hasta irrisorios– movimientos esforzadamente desarticulados, que siempre pateó al arco desviado, o sumaba pases desacoplados del ritmo del receptor, mientras el arquero Romero, con ojos desesperados, buscaba a sus defensores, que llegaban corriendo de atrás, de no se sabe dónde ni por qué.
Este equipo sin Messi provoca que Ángel Di María se desmadre, que Tévez se enrede en su desesperación, que ambos pierdan cuatro goles que marcarían en sus clubes, en el primer partido, y otros dos cada uno en el segundo encuentro. Está claro, son 8 goles en total, inutilizados por dos jugadores de primera línea mundial. Es mucho, no me digan. Tienen un agujero en el cerebro incurable. No quiero recargar las tintas, pero voy a exponer el esqueleto que quedó del partido que iba a ser reivindicatorio frente a Paraguay: a los 20 minutos, cerrando un buen ataque, el Apache recibió cómodo y cabeceó desviado; a los 26’, el jefe Mascherano probó de afuera sin potencia; a los 29’, el Fideo intentó sin convicción; a los 40’, el arquero paraguayo atajó un tiro cercano del Pocho; a los 44’, Tévez hizo un tiro “de los suyos” lo sacó desviado; a los 44’, el arquero volvió a bloquear a Lavezzi. En el segundo tiempo Di María y Tévez nuevamente alternaron sus errores de cierre. Y la tensión llegó a su máximo nivel a los 86’, cuando Paulo Dybala, en su debut en el team del Tata, solo frente al arquero, elevó sobre el travesaño el shot que iba a marcar el gol del “sueño del pibe”. Definitivo: no la meten. Será tarea de otros, a los que no conocemos.
Claro, de esto no puedo echarle la culpa a Martino. Pero lo que yo digo es que marca el nivel parejo del seleccionado con cualquier equipo de nuestro aburrido campeonato. La diferencia es que si el Tata fuera realmente revolucionario, después de este notable fracaso, utilizaría a jugadores locales para armar un equipo –Messi incluido, por supuesto– para terminar jugando al fútbol dentro de tres años, en Rusia. Y sería infinitamente más barato que importar permanentemente y mantener en estas tierras a una veintena de cracks que finalmente se sienten inmolados.