Por Francisco Longa
La cuestión del debate presidencial terminó por convertirse en una típica construcción mediática y opositora, esta vez ligada a la supuesta calidad de la democracia. ¿Cuál es el lugar del debate en las democracias fósiles y en la construcción de una democracia plebeya?
La semana pasada el vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera, expuso en Ecuador acerca de las diferencias entre las democracias fósiles y las democracias plebeyas. En las primeras sostuvo –propias de los países del norte– que la democracia se homologa a un sistema de procedimientos legales en los cuales la población tiene escaso margen de participación, llegando a casos extremos como en Estados Unidos donde solamente una porción muy reducida de la población elije a sus representantes.
Por el contrario, defendió el carácter plebeyo, de debate público, participativo y fuertemente constituido a partir de un pueblo movilizado de algunas experiencias democráticas de América Latina en la actualidad.
Antes y después del debate presidencial que tuvo lugar el pasado domingo 4 de octubre en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, asistimos a un inusual consenso en la mayor parte de los medios de comunicación. Este consenso, que abarcó también a los principales dirigentes de la oposición al gobierno nacional, incluyó algunos sentidos acerca de la democracia, las necesidades republicanas y la calidad de las instituciones.
Allí se pueden encontrar, a simple vista, las bases de una ideología liberal e institucionalista, que supone a la democracia como la correcta aplicación de un conjunto de normas, instituciones y procedimientos legalmente aceptados. El debate, entonces, es una práctica para ser imitada en la medida en que tiene lugar en la mayor parte de las democracias occidentales, como sugirió la última editorial dominical del diario La Nación.
En este paradigma, el debate presidencial es tenido como el inicio de un círculo virtuoso de la república que, al brindar mejor información, prepara al ciudadano para el acto eleccionario, al tiempo que eleva el nivel de intercambio de ideas entre los candidatos y permite superar la “falta de diálogo y confrontación”. Así, el debate contribuiría a generar una arena pública de intercambio respetuoso de preguntas y respuestas, que redundaría en un beneficio para la sociedad en su conjunto, fortaleciendo sus instituciones democráticas.
Para promover este círculo virtuoso, una ONG llamada Argentina Debate viene trabajando desde hace casi un año en función de elaborar el manual de estilo del debate y de definir los bloques temáticos en los cuales dividirlo. En los últimos meses los equipos de campaña de los seis candidatos a la presidencia, incluido el del gobernador Daniel Scioli, tuvieron reuniones periódicas con los “técnicos” de la ONG para ajustar los preparativos para el debate.
En primer lugar, es dable en señalar que la denominación de Argentina Debate para hacer alusión a un debate presidencial encierra una exageración, cuando no una subestimación. ¿Cómo puede suponerse que la Argentina debate, solamente porque seis candidatos presidenciales coinciden durante dos horas en un acto donde exponen sus propuestas? Más aún tratándose de una instancia sin repreguntas y sin un intercambio sustancial en términos de contenidos, sobre la base de apenas un número limitado de temáticas.
En lo que refiere a las formas, entonces, el debate no solamente excluyó a los demás candidatos a gobernadores, intendentes, legisladores, y demás, sino y fundamentalmente, a la sociedad argentina, la cual no tuvo ningún tipo de participación activa: ni en la formulación de las preguntas, ni en la capacidad de interpelar a los candidatos, ni en el más mínimo recurso a la aprobación o rechazo en función de las respuestas que los candidatos brindaban. La mínima capacidad de repreguntar por parte de los participantes del debate no fue contemplada. Según los organizadores, los mismos equipos de campañas en las reuniones previas rechazaron las repreguntas.
Es curioso que los dirigentes opositores y los medios hegemónicos hayan criticado la calidad democrática de las exposiciones que los jefes de gabinete realizan en los últimos años en el parlamento –como marca la Constitución–, por el hecho de que no se les permitía repreguntarles a los funcionarios. Inclusive en el Senado la oposición conservadora en bloque se retiró de las últimas exposiciones del jefe de gabinete, con esa misma queja. Cabe destacar que la Constitución de 1994, que supone la rendición de cuentas del jefe de gabinete en el parlamento, no plantea la posibilidad de la repregunta. Esta situación paradojal de la oposición conservadora comporta una incoherencia, que demuestra a todas luces que el recurso a la calidad democrática no es más que un ardid en función de un cálculo electoral.
Pero si la oposición casi en su conjunto mostró este filón republicanista vacío de contenido, las empresas mediáticas también hicieron lo suyo. En el caso del canal Todo Noticias, del Grupo Clarín, previo al debate promocionó incansablemente la transmisión como un hito de la democracia. No obstante, una vez que el candidato del Frente para la Victoria, Daniel Scioli, declinó su participación, TN decidió no transmitirlo. Llama la atención tamaña decisión en la medida en que si lo que sustentaba la necesidad de transmitir el debate era fortalecer la democracia, nada indica que no transmitiéndolo –aun con un participante menos– se puede favorecer a la democracia. Pero si toda la falacia de la apelación a las instituciones y a la calidad de la información ya a esta altura quedara desacreditada, se debe notar además que el grupo Clarín decidió que su periodista, Marcelo Bonelli, sí participe.
Una decisión oportunista y contradictoria porque apostó a no pagar los costos de una transmisión que lesionara su rating, al tiempo que no se perdiera de colocar una de sus voces en el debate. Cabe destacar que los periodistas no habían sido elegidos en función solamente de sus cualidades personales, sino también en relación con los medios de comunicación que representaban.
Un párrafo aparte merece la supuesta imparcialidad de los conductores del debate. La tendenciosidad alcanzó un pico de notoriedad cuando el periodista Luis Novaresio, aclarando que agregaba preguntas por fuera de lo pactado, se dirigió a los candidatos y a la candidata, para preguntarles quiénes serían sus postulantes a la Corte Suprema de Justicia de la Nación: “¿Sería de un perfil más parecido a Eugenio Zaffaroni o más parecido a Carlos Fayt?”, completó.
Revitalizar la democracia fósil
Creemos que todos estos elementos, de forma y de contenido, que estuvieron presentes en torno al debate presidencial echan por tierra la apelación a este tipo de instancias como representativas del espíritu de la democracia. Tampoco se puede pensar que, por sí mismas, oxigenen a la república y a sus instituciones.
A nuestro juicio la posibilidad de que los candidatos presidenciales compartan un espacio común de debate e intercambio de ideas puede tener un sinnúmero de aspectos positivos en función del debate político que una sociedad necesita.
No se trata de descartar en sí mismo el formato, que incluso puede ir encontrando mejoras y modificando sus mecanismos. Pero homologar cualquier acto de presentación de propuestas, que no difiere de lo que ya realizan día tras día los candidatos en diversos medios de comunicación y actos de campaña, con un debate preformativo de la democracia, es un recurso liberal y vacío de contenido.
Este recursos busca solidificar el consenso institucionalista en el cual “debate” es sinónimo de “república y democracia”, lo cual ofrecería un escenario de instituciones sólidas y justas. Lo contrario sería la falta de debate, la debilitación de la república y la precariedad de las instituciones sociales.
Hablábamos al principio del debate plebeyo citado por García Lineras. Ese tipo de apelación al debate político, con el pueblo como protagonista, puede ser una posibilidad de fortalecer los horizontes democráticos de nuestras sociedades, aun en coyunturas electorales donde los pueblos elijen a sus representantes.