Por Silvio Schachter. Tras la falta de controles gubernamentales y de escrúpulos empresariales avanza la lógica del mercado en el terreno habitacional de las grandes ciudades. Un negocio ajeno a las necesidades sociales de vivienda.
A medida que se acallan las noticias sobre el derrumbe de la calle Bartolomé Mitre, la información se acota al monto indemnizatorio para las víctimas. La Legislatura porteña, con celeridad sorprendente, procedió a implementar una ley que permite a los damnificados hacerse de los recursos para una nueva vivienda. La contracara, al cumplirse un año de la ocupación y de la criminal represión del parque Indoamericano y a pesar de las publicitadas promesas de los gobiernos nacional y local que operaron como negociación para asegurar el desalojo del predio, es que aún no se dio un solo paso para cumplir con quienes ejercían su derecho a buscar una vivienda digna: seis de ellos siguen procesados por la justicia citadina y no ha sido juzgado un solo responsable por los crímenes cometidos. Son dos respuestas basadas en el perfil patrimonialista, racista y xenófobo utilizado para caracterizar a los diferentes habitantes de la ciudad.
Cada vez que un siniestro sacude el frenético ritmo citadino, vuelve a escena la exigencia de control. La evidencia de un mecanismo burocrático y corrupto, no solo atribuible a esta administración, se reitera, pero el reclamo queda registrado en el discurso y pocas veces se traslada a los actos. No se trata de falta de recursos, o solamente de desidia y negligencia, ya que tras el reclamo de controlar a los controladores quedan velados fenómenos más complejos que están en la raíz de este modo de producción de ciudad, fruto de la presión resultante de la voracidad por correr los limites, densificando y apropiando áreas de baja ocupación del suelo o con usos menos rentables. El hábitat, el espacio público y privado, es sometido al accionar predador de operadores inmobiliarios, profesionales, constructoras, empresas financieras y un Estado poroso a las trasgresiones y proclive al negocio.
En el sustrato no hay otra cosa que la apreciación del capital, en este caso la tierra urbana, que en Buenos Aires, como en todas las áreas centrales de las metrópolis, es una mercancía escasa. Y no se trata de cualquier mercancía, ya que su irreproductibilidad, indestructibilidad e inmovilidad (bien inmueble) hacen muy especial la dinámica del mercado vinculado a ella, que además cuenta con el atractivo de una alta seguridad de la inversión. El precio que se paga por el suelo en la ciudad es un capital adelantado, cuya realización se posdata hasta terminar el bien construido, momento donde se explicita el valor: en el edificio se materializa la plusvalía. El precio de los terrenos ha tenido un crecimiento geométrico en los últimos 10 años y en las llamadas zonas nobles supera el 500%. Esta espiral es espoleada por la búsqueda de valorización de un excedente de capital no reinvertido en la producción, básicamente proveniente de la renta agraria, así como por la baja de las tasas de interés y la debilidad del sistema financiero como refugio especulativo (en nuestro país se arrastra el recuerdo del 2001 y en el mundo la más reciente crisis de las hipotecas suprime). A estas causas se pueden sumar factores socio-culturales como los nuevos estándares de una burguesía adicta al consumo de viviendas y bienes de lujo y diseño. Obviamente, casi ninguno de estos motores de la construcción está basado en dar respuesta a las necesidades de vivienda o de equipamiento comunitario.
¿Cómo se relaciona este cuadro con los casos de derrumbes, mala praxis y descontrol? En tiempos de capitalismo flexible, la racionalidad formal impone una mayor eficiencia en cuanto a la relación costo/beneficio y ésta opera en el espacio como en cualquier empresa, con reducción drástica de los tiempos de rotación para garantizar la cuota de ganancia. Esto implica acelerar el ritmo de la obra del edifico a construir para terminarlo en el menor tiempo posible y liquidar cuanto antes el stock de metros cuadrados vendibles o alquilables. La etapa más dura, delicada, peligrosa y proporcionalmente extensa de este proceso es la de demolición, excavación y submuración de cimientos, bases y fundaciones, con el agregado de ser la menos visible y, por tanto, la menos factible de ser presentada a la comercialización. Es allí donde profesionales y constructoras inescrupulosos, acicateados por inversores cortoplacistas, buscan atajos, vulnerando normas y códigos. El resultado es conocido: medianeras, casas o edificios que se transforman en minutos en escombros con el consiguiente número de víctimas, principalmente trabajadores.
La situación se reitera pues este Estado de carácter empresarialista tiene mucho interés en que el negocio no se detenga. Primero, porque por la vía de derechos de construcción y gravámenes (revaluados en un 300% por el gobierno de Macri) esta recaudación multiplica por diez lo que percibiría por el predio existente y luego porque a través del impuesto inmobiliario a las nuevas unidades lo aumenta por decenas. Y a esto deberá agregarse el impuesto a la transferencia de inmuebles y los ingresos brutos a la constructora. Al igual que el dueño original del lote que se vio favorecido en el precio sin inversión alguna, el Estado aumentó exponencialmente su recaudación sin gasto. Y muchos funcionarios, incluido el jefe de Gobierno, están involucrados directamente en este negocio.
Sin dudas, un más eficiente sistema de verificación reduciría el riesgo. Pero el control no elimina la lógica del mercado. La urbanización destructiva es la forma con que el capital modela la ciudad y actuar sobre estas variables supone entorpecer la construcción, única industria en la capital y uno de los sectores que ha liderado el crecimiento económico.
El alboroto político, si fuera genuino, debería extenderse a todo el territorio, incluyendo las localidades donde los ofuscados opositores porteños son oficialismo, pues las mismas condiciones porteñas de venalidad se dan en el resto del país, donde son y han sido practicadas por todas las gestiones. La diferencia es que en la CABA la magnitud y frecuencia de los siniestros crecen y se hacen visibles por la dimensión de lo construido.
La resistencia a la destrucción urbanizadora debería levantar miras y apuntar lejos. No solo ha de elaborar estrategias que vigilen o regulen el mercado, que fijen la tasa de degradación permisible, sino que debiera alumbrar modos de vida opuestos al modelo urbano hegemónico.