Por Leandro Albani
En los años ochenta, con una pelea internacional encima y un futuro promisorio, el boxeador César “La Bestia” Romero caía abatido por las balas policiales tras un tiroteo. Una historia de sacrificio y técnica, y también de cárceles tempranas y lealtades irrefutables.
A Mauricio Polchi
En ese instante donde la mente está a punto de borrar todo lo imaginado, cuando nada importa y sólo se respira la posibilidad de la muerte, pensó en los mellizos. También observó, en una fracción de segundo, por dónde venía la policía. Después, el sonido de los disparos se enredó con sus puteadas y el olor a pólvora que le colgaba de una mano. Las balas zumbaban y la pistola martillaba frente a sus ojos. Pero, por última vez, en lo único que pensó fue en su familia. Y en ese instante entendió que cuando las balas rozan la vida nadie puede pensar en nada. Ahí agazapado, calculando los movimientos de los uniformados, César “La Bestia” Romero cumplió como pocos sus códigos de lealtad y amistad.
Ocho días atrás había rozado la gloria con los puños. Llegó a Montecarlo clasificado sexto en el ranking mundial de los mediopesados del Consejo Mundial de Boxeo y con 21 peleas como profesional, de las cuales ganó 15 (12 por nocaut), igualó 3 y perdió 3. Si triunfaba ante el venezolano Fulgencio Obelmejías, estaría a un paso de competir por el título mundial contra el estadounidense Michael Spinks. Otro argentino viajó para realizar las peleas de semi fondo: Juan Domingo Martillo Roldán chocaría con André Mongelema.
En la historia de Romero quedaba una infancia humilde de familia obrera con siete hermanos. De niño, imaginaba un futuro como abogado. “Yo me hacía la idea de que iba a ser un tipo así, medio paladín. Paladín en el sentido de ser el que sacaba la cara por los amigos”. Romero, o como le decían sus amigos, Che Grandote, todavía no fantaseaba con una carrera boxística. Las necesidades cotidianas lo llevaban a “changear” en la puerta de un club de golf y entre los ocho y doce años, a trabajar en una fábrica textil.
A los once dejó marcado en su cuerpo el primer tatuaje que luego se multiplicaría en casi treinta figuras diseminadas por toda la piel. Un águila en el pecho fue la marca registrada cuando su vida se definía en los cuadriláteros. La Bestia abría los brazos, los extendía debajo de las luces y el águila se inflaba en el pecho. Las alas de tinta escapaban del cuerpo y parecía que se enroscaban en su espalda, atrapándolo.
A esa edad también fue su primera entrada a una comisaría. Desde los 15 a los 17, sus entradas y salidas en comisarías se alternaron con trabajos ocasionales: repartidor de soda y vino, chapista, bañero, obrero en una fábrica de peines y constructor de caños de cemento. Luego de seis meses preso por robar un depósito de quesos en Liniers, la policía se cruzó nuevamente en su vida. “No había pruebas pero un chabón tiró mi nombre y terminé pagando las cosas que había hecho y que no había hecho”, afirmó. El peregrinaje lo llevó por los penales de Olmos, Mercedes y Villa Devoto. Detrás de esas rejas comenzó los entrenamientos.
De las tumbas a la familia
En marzo de 1978, en medio de la noche, las puertas se abrieron y Romero se reencontró con la libertad. “Viajé como pude a mi casa y cuando llegué, a las cuatro de la mañana, a la primera que encontré fue a mi vieja. Lloré por primera vez y juré: nunca más, nunca más…”. Había estado encarcelado cinco años y seis meses Al poco tiempo fue al Chaco con sus padres y a los tres meses debutó en el boxeo amateur. Después se trasladó a Pergamino y su carrera tomó forma.
El Canga Bonet fue su entrenador en esa ciudad. Junto al boxeador José María Flores Burlón, La Bestia inició sus primeras armas de forma seria y responsable. Bonet lo recuerda como “un chico con un corazón como una mesa”, que al llegar logró lo que pocas personas al salir de la prisión: “Era un tipo formidable, se metió de novia con la que después fue su mujer, Alejandra, y tuvo mellizos. Lo único que me acuerdo que me decía era que para los hijos quería lo mejor”. Mientras entrenaba, retomó su trabajo de chapista y, periódicamente, era visitado por una asistente social.
“Se entrenaba de amateur tres veces por semana –explica Bonet–. Era muy duro, muy torpe, pero era un tipo fortísimo, lo tenías que sacar del gimnasio. Se cuidaba, no tomaba, si le decías que tenía que correr cuatro kilómetros, corría siete. En Pergamino lo querían toneladas”.
La carrera de La Bestia comenzó a escalar y en poco tiempo se hablaba de él en Buenos Aires, y en especial en el Luna Park. En Pergamino, Romero le diría a sus allegados que no quería volver a Buenos Aires. Tal vez para cuidar a su familia, o para que la tentación no se le cruzara a la vuelta de la esquina.
De Europa a Isidro Casanova
El 6 de julio de 1984 comenzó su último viaje. Partió hacia la pelea más soñada por los boxeadores: la que abre la posibilidad de combatir por la corona máxima.
La pelea fue difícil. La experiencia, dicen algunos, pesó demasiado. Obelmejías lo doblaba en combates y las crónicas de la derrota por puntos le achacaron su falta de reacción y no poder descifrar los planteos de “un boxeador con inteligencia y recursos”.
Al otro día, quien dio su opinión fue Horacio Accavallo: “En cuanto a Romero, yo sigo creyendo en él. Me gusta su base de peleador. Ayer pagó el tributo a su inexperiencia internacional frente a un rival ducho”. Dolorido por su actuación, La Bestia relató “que nunca lo pude agarrar con una derecha neta. Le tiré como veinte y las amortiguó bien”.
La vuelta al país fue silenciosa y rodeada por la incertidumbre del futuro. El lunes 16 de julio, a las nueve de la mañana, el avión carreteó la pista. Ocho días después, César Romero sería nuevamente tapa de los diarios.
Los titulares llevaban letras catástrofes: “Boxeador y asaltante: abatieron a César Romero en Isidro Casanova”.
El lunes 23 a la mañana, La Bestia y su hermano Saúl llegaron a la casa de Rodríguez. Tomaron mates, dijeron que iban a arreglar un auto y salieron. Una hora y media después, en la comisaría de Ramos Mejía, denunciaron el robo de un auto que se dirigió hacia la administración de la empresa de transportes La Plata. Pertrechados con armas cortas y largas, bajaron los hermanos Romero, Rodríguez y Carlos María Centurión. El botín fue de 2.500.000 pesos argentinos. En pocos minutos llegaron a la compañía de transportes Almafuerte en Isidro Casanova, pero la policía estaba avisada. El tiroteo duró 40 minutos y el barrio se estremeció. A los hermanos Romero las balas policiales los alcanzaron al igual que a Rodríguez y Centurión.
Bonet, su primer entrenador, también recrea sus ideas: “Cuando se fue a Buenos Aires, medio que no me gustó: estuvo durante cuatro o cinco años en Pergamino boxeando y nunca tocó ni un dedo. Estaba en su mejor momento de la carrera deportiva porque venía de pelear con Obelmejías, iba a estar metido en el ranking del mundo, era un tipo que iba a gustar en Estados Unidos, no tenía ningún sentido que fuera a robar. Estoy seguro de que fue por acompañar a sus amigos, no me cabe ni la menor duda”.
Romero había declarado a la prensa que su vida era otra y si llegaba a hacer una “macana, prefiero la boleta antes que volver”. Su principal objetivo era que sus hijos estudiaran y alejarlos de los golpes como salida para abrirse camino. Todos coinciden en que lo que más disfrutaba era estar en familia y contarles a los mellizos historias sobre sus tatuajes. César Romero había nacido el 25 de enero de 1955 en Merlo, provincia de Buenos Aires. Cuando la policía lo mató sólo tenía 29 años.