Por Claudia Korol / Foto por Silvana Iovanna Caisson
“Todas íbamos a ser reinas / de cuatro reinos sobre el mar: / Rosalía con Efigenia / y Lucila con Soledad.” Gabriela Mistral
“La Reina está presa” dicen las mujeres de la FOB (Federación de Organizaciones de Base). “Está presa por hablar quechua, por ser mujer pobre, por ser boliviana… como nosotras”. “A la Reina le gusta usar la pollera de nosotras, quiere volverse a Bolivia con sus hijos… pero está con prisión perpetua”. Dicen que con ella estamos todas presas. “La Reina” -duelen- “fue golpeada muchas veces por su marido” y levantan la mirada para asegurar: “como muchas de nosotras”.
Las integrantes de la Asamblea de Mujeres del MTD (Movimiento de Trabajadorxs Desocupadxs) Lucha y Libertad cuentan la historia de Reina Maraz en quechua, en español, y la gritan donde estén, para que se escuche su voz silenciada. Dicen que Reina “fue violada y maltratada muchas veces por su marido, Limber, y por otro tipo, Tito, al que fue entregada por Limber como forma de pago de una deuda”. Son mujeres duras, a las que les saltan lágrimas de bronca y de dolor. “La Reina no mató a Limber”, dicen “pero eso no le importa a nadie”. “No hay justicia para nosotras”, aseguran con la misma convicción con la que repiten “Todas somos Reina”.
Ellas no hablan por hablar. Todas las semanas salen de la Villa 20 de Lugano para visitar a Reina en su prisión domiciliaria. Le llevan comida, ropa. No la que les sobra, sino la que les falta. “Porque no se puede dejar a una de nosotras sola”. Es conmovedor escucharlas. Sentir su indignación en la piel y en la mirada. Aprendemos con ellas que Reina Maraz está presa producto de una sucesión de violencias que sufrió por parte de su familia, de la justicia que la condenó con una especial saña racista y patriarcal, del sistema penitenciario que la verduguea, del poder político que mira para otro lado.
Hablo de las mujeres de la FOB porque ellas dijeron que “todas son Reina” y lo están siendo. Y siento que este gesto interpela nuestras conciencias como feministas, aún comprometidas como estamos con los dolores, las esperanzas y las luchas de las mujeres del pueblo. Me pregunto cuánto hay de racismo latente en nuestras acciones y reflexiones que evitan que todas, un día, seamos Reina, y logremos –por ejemplo- marchar a los tribunales y pararnos ahí hasta que nos escuchen. O ir a acompañar a Reina a la casa de prisión domiciliaria, y estando con ella decir que saldremos de ahí sólo cuando Reina –que somos todas- sea libre.
Me pregunto: ¿Será que tenemos que ser quechuaparlantes, de pollera, y sentir los golpes en cada herida de la piel, para ser –y sabernos- Reinas? Comparto las preguntas que me nacen cuando me miro –nos miro- en el espejo –en el ejemplo- de las compañeras de la FOB.
¿No dijo acaso la poeta Gabriela Mistral, en el siglo pasado, que “todas íbamos a ser reinas”?
La subjetividad modelada por siglos de colonialismo, nos ha impuesto unas fronteras que necesitamos mirar sin tapujos para poder derribarlas. No se trata sólo de identificar la barrera del lenguaje, o de la manera de estar, de vestir, de sentir. Se trata de las dificultades para sabernos otras en nuestra piel y en nuestros zapatos.
El racismo atraviesa todas las instituciones, y el caso de Reina Maraz lo ejemplifica de manera absoluta. Las diferentes instituciones han actuado sin grietas para producir la condena y garantizar su cumplimiento. Resultan funcionales a esta condena, las autoridades de Bolivia a quienes les hicimos llegar la denuncia de esta situación, y que no terminan de reaccionar en defensa de su connacional. Es que no alcanza con proclamar la descolonización y despatriarcalización como políticas del Estado boliviano. Es necesario asumir que esos sistemas de opresión han empujado a muchos y muchas bolivianas fuera de su territorio, y que hace falta promover una diplomacia estatal que vaya más allá de las fronteras impuestas, defendiendo a sus pueblos frente al racismo patriarcal de los países vecinos como Argentina. No alcanza tampoco con proclamar en nuestro país un gobierno de los derechos humanos, cuando en la lógica capitalista, patriarcal y colonial, algunos humanos valen más que muchas humanas.
Siento la rabia que desborda en mi escritura. La advierto en cada línea. Sé que tiñe el texto de cierto tono opaco, parecido a la bronca, a la tristeza, casi al rencor. Y me doy cuenta que no es rabia sólo hacia los gobiernos indiferentes, ni hacia la injusticia que se cocina en los tribunales, ni a los medios de comunicación que –salvo pocas excepciones- no consideran que una mujer boliviana con cadena perpetua, consecuencia de un fallo absurdo, sea tema para denunciar en sus páginas. La rabia es pensar que hay todavía mucha distancia entre lo que creemos y lo que logramos hacer. Es saber que el colonialismo no sólo nos impuso su lenguaje, su rostro, su mirada. También nos modeló los sentidos, los sentimientos, la capacidad de indignarnos, de amarnos, de rebelarnos.
Trato todavía de superar la rabia para pensar los desafíos, como parte de un feminismo que no se cree más -y tampoco menos- que otros con los que interactuamos, nos abrazamos, y compartimos luchas y reflexiones. Un feminismo popular, creado y recreado permanentemente en el abajo y a la izquierda en el que elegimos estar. Este territorio que transitamos está desgarrado de dolores e injusticias; pero también vive fiestas, solidaridades, alegrías, encuentros. Habitar el feminismo popular, es sabernos siempre en los bordes de la vulnerabilidad más desgarradora. Como ésta que hoy sufre Reina. Tal vez por esas urgencias que nos atraviesan el cuerpo y el alma, nuestro feminismo popular es más del hacer que del decir, más del acompañamiento que de la performance. Porque participamos cotidianamente de la acción de denuncia y de transformación de la vida que transcurre en el barrio, en la esquina, en la cárcel, en la comisaría.
Porque nos pasamos corriendo de una a otra situación extrema, escuchando los gritos de las mujeres víctimas de violencia, de las muchachas que desaparecen, de las niñas abusadas por sus padres, abuelos, hermanos, de las mujeres que sufren una violencia sobre la otra, hasta perder la noción de lo que son sus deseos, sus placeres y sus derechos.
Nuestro feminismo popular en este tiempo comenzó a registrar nuevas llamadas. Y la verdad es que necesitamos pensar cómo multiplicar nuestras fuerzas, para exigir más y mejores políticas públicas al Estado, pero también para poder acompañar a las mujeres, travestis, trans, lesbianas, gays, que comienzan a desnaturalizar las injusticias, y se deciden a terminar con ellas, nombrando por primera vez lo que habían callado por años.
Situaciones como la que vive y sufre hoy Reina Maraz, y las dificultades con las que nos encontramos para que el acompañamiento sea más efectivo, nos exige crecer en una perspectiva multicultural, que pueda dialogar con las mujeres de los pueblos originarios, así como con las migrantes, y aprender a traducirnos, no sólo de un lenguaje a otro, sino de una experiencia cultural a otra. Crecer en una perspectiva que a mi entender no es poscolonial, sino descolonizadora. Porque tenemos que desorganizar las estructuras de la colonialidad del género, y el reciclamiento del poder burgués patriarcal a través del racismo, el machismo, y sus modos de controlar los saberes, las acciones, los afectos.
“Todas íbamos a ser reinas” decía Gabriela. La poesía vuelve una y otra vez como memoria y como interpelación. Como feministas, despreciamos el ideal heteropatriarcal que nos vendieron de niñas a través de las princesas de los cuentos de hadas y de las muñecas que las multiplicaban. Rechazamos modelar nuestras fantasías con juegos de princesas y de príncipes azules. “Ni reinas ni esclavas” dijimos. Y definitivamente… no lo somos… pero… ¿seremos todas Reina?
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