Por Leandro Albani. Una conversación en un bar, una fotografía en un periódico, una sorpresa para los parroquianos.
La noche en que llegaron los forasteros la tranquilidad reinaba en el bar del Máquina. En realidad, en ese boliche de paredes descascaradas y techos altos casi nunca había problemas. Algún borracho un poco violento o apenas unas amenazas, que nunca llegaban a más, en medio de una partida de truco; esas cosas permitían un descanso a tanta serenidad y rutina.
Los forasteros, así dijo Daniel cuando los vio entrar y nos reímos porque la descripción tenía que ver más con una película de vaqueros sucios del oeste, que con una ciudad rodeada de vacas pastando y girasoles brillantes que crecían al ritmo de las lluvias.
Pidieron una cerveza, mientras se acomodaban en las banquetas frente a la heladera-mostrador. De todos los que estábamos en el bar, creo que nosotros solos nos dimos cuenta que habían entrado.
Cuando terminaron la cerveza pidieron otra. Le preguntaron algo al Máquina, que respondió tranquilo y con media sonrisa en la boca.
Nosotros seguimos hablando, respirando el humo de los cigarrillos y recordando un viaje frenético al río que comenzó un viernes a las cuatro de la madrugada y terminó una semana después en un asilo para ancianos, jugando dominó y escuchando historias de cómo los estancieros de la Patagonia salían a cazar aborígenes y peones díscolos a principios del siglo veinte.
Los forasteros dejaron media botella de cerveza. Saludaron al Máquina y salieron a la calle. Nosotros tomaríamos el mismo camino, cruzar la puerta del bar, perder el resto de la noche por las calles y ver los primeros rayos de sol mientras se escapaba otro día.
Unas madrugadas después, el diario mostró en primera plana la foto de uno de los forasteros. Lo buscaba toda la policía del país por el robo de un banco en una ciudad cercana.
El Máquina se lamentó bastante. Era buena gente, dijo. Y nos aclaró: por robarles a unos hijos de puta, esos muchachos siempre van a ser bienvenidos a este bar.