Por Pablo Moreno
En esta nueva entrega de nuestros mensuales ensayos de rock argentino, una mirada a través del cine con La vida de alguien, de Ezequiel Acuña.
Aquella noche Divididos tocaba en un reducto llamado la Rockola, que estaba en Avenida Caseros, a cuadras de la Cárcel, a fines del año 1988. No me quedó ninguna retrospectiva emotiva de aquel concierto. Subió Gillespi con su trompeta y sonaba mal, aplastado por una banda que todavía tenía resabios de Sumo y que ya coqueteaba con el funk, pero el espectro del fantasma transformó el acontecimiento en algo tedioso. No fue difícil ceder a la indiferencia, dar la espalda al escenario, mirar hacia la nada. Ese instante perturbador en que el rock trastoca en evento social para beber algo e ignorar a los tipos que dolorosamente trajinaban con el ausente. Sólo hablábamos de fantasmas.
La vida de alguien, como todos los films de Ezequiel Acuña, es un relato signado por la ausencia, en este caso de Nico (Ignacio Rogers), uno de los miembros fundacionales de una banda, que desaparece sin dejar rastros y las cintas de las grabaciones de un álbum que nunca se llegó a publicar. Guille (Santiago Pedrero), la otra mitad compositora y amigo de Nico, decide reflotar el proyecto impulsado por un sello independiente. En los primeros ensayos el nuevo baterista termina una canción con una pirotecnia técnica y Guille lo espeta diciéndole “no somos una banda épica”. Nada más y nada menos que la encrucijada indie. Una dinámica donde nadie sobresale y el virtuosismo esta sujeto a las necesidades de la canción que narra la tristeza, el fin de la adolescencia, el credo que Lou Reed y los Velvet Underground iniciaron con Pale blue eyes: Algunas veces me siento tan feliz/algunas veces me siento tan triste.
La historia de la banda esta basada libremente en la de los uruguayos La Foca y sus canciones recorren el metraje del film. Pero indudablemente el relato remite en parte a los Manic Street Preachers, grupo que sobrevivió a la ausencia de su guitarrista y letrista Richey James Edwards que desapareció en 1995 y al día de hoy nunca más se supo de él, pero sobre todo, a la mítica banda postpunk Los Pillos, cuyo baterista, Pablo Esau, también desapareció en el verano de 1990 en el Amazonas. Los Pillos no emprendieron ningún intento de retorno y recientemente fueron reeditados en una edición limitada por el sello Estés Donde Estés Records.
Pero la matriz de La vida de alguien son las canciones, son las grabaciones perdidas y las grabaciones encontradas, como el tema Fantasmas del grupo Jaime sin Tierra, un track que iba a ser parte de su álbum Autochocador (2000), pero que no fue editada y de la cual la banda no tiene ni una copia, sólo un demo que se halla en un MP3 y cuya letra, tan emblemática de la melancolía indie, también narra la ausencia: Más de una vez vi corriendo fantasmas/que tenían tu cara pero no los puede alcanzar/soñé sueños que no eran míos buscando tu presencia/pero no te pude encontrar/estás tan cerca que ya no te veo/algún día me levantaré con tu cara/te hablaré con tu propia voz. Pero el gran interrogante del film es ¿cómo van a sonar para el público esas canciones que ya tienen una década? Y cuando me hago esa misma pregunta, aquella que define la sensibilidad de quien todavía cree en la mística del rock, evoco nuevamente a Jaime sin Tierra cuando desgranaban perdí mi rumbo/soy un autochocador/que está en llamas y necesita tu amor y en la soledad del cine, más suave que las palabras, en la tristeza recobrada, no intento contener las lágrimas.
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