Por Francisco Cantamutto
A medida que se acercan las elecciones, la potencia de fuego económico acrecienta el termómetro del tipo de cambio: el dólar nuevamente en boca de todos.
Pocos precios tienen en Argentina el peso económico, político y periodístico del tipo de cambio: el dólar es noticia, es herramienta política, es dato económico. Erigido casi en fetiche de la prensa masiva, las variaciones cotidianas de la moneda norteamericana marean hasta a más de un avezado. En este espacio no apostamos a contribuir a ese oleaje de datos, ni a hacer predicciones de ilusorio rigor, sino a desbrozar algunos elementos básicos para entender sus movimientos.
Primero y principal, el tipo de cambio representa la relación de intercambio de capital en sus diversas formas (mercancías, servicios, préstamos, etc.) entre una economía nacional y el resto del mundo. A través de él se realiza la conversión de precios nacionales a internacionales, y por lo tanto, debe tener alguna relación con el valor producido y apropiado en ese espacio de valorización respecto del valor mundial. La perspectiva marxista más difundida entiende que el tipo de cambio se establece a un nivel que permite la convergencia de las tasas de ganancia entre capitales reguladores (los “líderes” en sus ramas), pero existe aún debate al respecto. Lo que queda claro es que su nivel no es un puro capricho: el gobierno tiene, sin dudas, capacidad para modificarlo, pero debe hacerlo en la perspectiva de su inserción en el mercado capitalista mundial.
En ese sentido, el segundo dato es que Argentina es una nación dependiente, es decir, ocupa un lugar subordinado en la organización del capital mundial. Podría discutirse en otra ocasión respecto de la disputa política internacional, pero en relación específica a la economía, la última década sólo ha consolidado esta dependencia. El agro y la minería siguen siendo los principales abastecedores de divisas por ventas al exterior, y las escasas exportaciones industriales se explican por procesamientos básicos de recursos naturales y por el régimen especial automotriz que nos ata a la demanda brasilera. De conjunto, el resultado del comercio exterior depende de agudizar el sesgo extractivista y una serie de variables ajenas a nuestro control (como la demanda y los precios internacionales).
De 2003 a 2014, la producción de soja, cebada, girasol y maíz pasó de 65,2 millones de toneladas a 102,4 millones, acorde las expectativas del Plan Alimentario Nacional y más allá de la bulla del enfrentamiento agro-gobierno. Por eso, es noticia cuándo las cámaras agroexportadoras deciden liquidar la cosecha. Las exportaciones industriales se estancan ante la recesión y devaluación de Brasil, y la respuesta automática es reclamar a gritos una devaluación, como hizo el presidente de la Bolsa Adelmo Gabbi. El argumento es que si el único mercado donde exportamos bienes industriales devalúa, nosotros debemos seguirle el paso para poder continuar con el comercio. No hacerlo, según este examen, nos llevaría a una situación del tipo 1999-2001. La omisión del argumento es que Brasil enfrenta un problema de estancamiento asociado al escándalo político y nada garantiza que con precios más baratos comprase más.
Un industrial y pensador de la etapa sustitutiva, Marcelo Diamand, a quien los economistas del gobierno leen asiduamente, señalaba que la estructura productiva del país está profundamente desequilibrada. Esto significa que establecer un único tipo de cambio somete a todas las actividades a la misma competencia, cuando no todas están en las mismas condiciones de enfrentarla. Su recomendación: desdoblar el tipo de cambio tantas veces como fuera necesario. Esa es la idea detrás de la existencia de un dólar oficial para el comercio, otro más caro para invertir en inmuebles, otro más caro para ahorrar. Es la misma lógica que llevó a poner retenciones a las exportaciones agropecuarias en 2002, pues se trata de uno de los sectores de mayor productividad. Multiplicar los tipos de cambio según la actividad económica, a pesar de la dificultosa gestión burocrática de este desdoblamiento. Quitar estos controles, como proponen algunos candidatos, tendría el efecto de volver a unificar el tipo de cambio, facilitando el trabajo a la prensa, pero no generando ningún efecto positivo para las clases populares. El más probable sería una mega devaluación que pulverice los salarios. En todo caso, para políticas dentro del régimen del capital, correspondería agilizar y clarificar los procedimientos de los controles.
Otros dos rubros afectan el intercambio de capital entre Argentina y el mundo. Se trata del impulso a la inversión extranjera y la rehabilitación de la ruta de la deuda –motivos comunes de la campaña kirchnerista y antikirchnerista-, que no son sino mecanismos alternos de sostener esta dependencia. En lugar de cuestionar las vías de transferencia de valor al exterior –el pago de deuda e intereses, la remisión de utilidades, los pagos de patentes, por ejemplo- se esfuerzan mostrar quién garantizaría mejor su continuidad. El único esfuerzo relevante que el kirchnerismo ha promovido en los últimos meses en sentido contrario ha sido la disputa por frenar la fuga de capitales: investigación de cuentas ilegales en el exterior, controles de cambios, allanamientos de cuevas. Este esfuerzo ganó un nuevo nivel cuando el mes pasado se promulgó por el decreto 1311 se reguló el funcionamiento de la Agencia Federal de Inteligencia, permitiendo vigilar “grupos económicos y/o financieros que lleven a cabo acciones tendientes a la desestabilización de gobiernos democráticos”. Esto puso a la prensa del capital a hablar espantada de “espionaje”.
Todo lo anterior permite insistir en que la salida de recursos del país en moneda fuera no se trata de un problema cultural, sino una expresión de la dependencia del país. El proceso de valorización del capital en la economía argentina requiere constantes fugas a moneda fuerte que retengan el valor. No se trata tanto de “cambiar la manera de pensar”, sino de alterar los fundamentos de esa dependencia. Acorde con la progresiva tendencia del kirchnerismo a asumir toda disputa política como una disputa intelectual y cultural, “el proyecto” se enfrenta a los límites de la alianza de clases que lo sostiene.
Después de las elecciones, cualquiera de los candidatos mayoritarios (Scioli, Macri, Massa) va a devaluar; la diferencia –no trivial- es a qué tasa o velocidad lo hará. En el gráfico adjunto se puede ver que el dólar sube a un ritmo poco superior al de la inflación oficial, que subestima los precios reales. El cálculo del Congreso, que sobreestima la inflación real, muestra que el tipo de cambio se viene apreciando desde hace unos años. De acuerdo a qué estimación crean los candidatos, la tasa de devaluación que podemos esperar. Pero todos ellos están atados a las necesidades de valorización de un capital dependiente, y por ello deben incrementar su competitividad en el mercado mundial. Y esto sólo saben hacerlo intensificando la explotación de la fuerza de trabajo.