Por Limando Rejas*
Durante 2015, se dictaron sentencias condenatorias por hechos de torturas y malos tratos ocurridos en el interior de distintos establecimientos penitenciarios, cometidos por parte de las fuerzas de “seguridad”. Reflexiones a propósito de las recientes condenas a penitenciarios por torturas.
El 8 de mayo, el Tribunal Oral en lo Criminal nº 4 de San Martín condenó a cinco de los seis agentes del Servicio Penitenciario Bonaerense acusados, por encontrarlos responsables del delito de tortura seguida de muerte cometido contra Patricio Barros Cisneros el 28 de enero de 2012. En el juicio, se tuvo por probado que le arrojaron gas pimienta, le colocaron esposas, le efectuaron golpes, trompadas y puntapiés, torturas que fueron la causal de su fallecimiento.
El 16 de junio, el Tribunal Oral Federal nº 1 de San Martín condenó a cuatro de los siete agentes del Servicio Penitenciario Federal acusados por el delito de torturas físicas y psíquicas ocurrido el 16 de julio de 2011 contra Brian Núñez. El hecho consistió en una serie de golpes (de puño, bastonazos, puntapiés, pisadas en todo el cuerpo –particularmente en los tobillos y pies-, mientras era sujetado en posiciones forzadas mediante la utilización de 3 esposas distintas), que se prolongaron durante más de dos horas y como consecuencia (entre otras) Brian Núñez estuvo tres meses sin poder caminar. Además (conforme lo reveló el informe realizado por la Procuración Penitenciaria de la Nación), los torturadores también intentaron introducirle un bastón en la zona anal y fue quemado en sus pies con cigarrillos y un encendedor. Brian fue arrastrado desnudo por el suelo unos 200 metros y llevado por la fuerza bajo duchas de agua fría repetidas veces y en pleno invierno. Se trata de la primera condena en Argentina que recae por un hecho calificado como torturas sobre personal perteneciente al Servicio Penitenciario Federal y en el cual la víctima se encontraba privada de la libertad al momento de la sentencia.
El 6 de julio, la Sala III de la Cámara Federal de Casación Penal, resolvió por unanimidad, condenar al entonces jefe de requisa de la U2 del Servicio Penitenciario Federal –Devoto– (actual C.P.F. de la C.A.B.A.) por el delito de imposición de vejámenes, a la pena de dos años y seis meses de prisión e inhabilitación especial por cinco años para ejercer cargos públicos, de acuerdo con la pena solicitada por el fiscal. El oficial del Servicio Penitenciario Federal había sido absuelto por el Tribunal Oral actuante, y confirmada dicha resolución por la Cámara de Casación Federal en una intervención anterior con distinta integración. Con posterioridad, la Corte Suprema anuló esa sentencia por considerarla arbitraria y ordenó dictar un nuevo fallo. Por consiguiente, una nueva conformación de la Cámara, consideró acreditado que, al menos, tres damnificados fueron sometidos a una serie de golpes de puño, patadas e insultos por parte del personal del servicio penitenciario, a raíz de los cuales resultaron lesiones físicas de carácter leve. Si bien los hechos no fueron calificados como tortura, en la resolución se hizo hincapié en la trascendencia internacional del delito investigado en el que las violaciones a los derechos humanos reconocidos en diversos pactos internacionales son cometidas desde el Estado a través de sus funcionarios.
En un caso de similares características, el 17 de Julio la Sala IV de la Cámara Federal de Casación Penal confirmó la condena impuesta por el Tribunal Oral en lo Criminal Federal de Santa Rosa a dos agentes del Servicio Penitenciario Federal a un año de prisión y dos años de inhabilitación para desempeñarse como miembros de las fuerzas de seguridad por el delito de imposición de severidades a un detenido bajo su guarda, quien estaba alojado en la unidad 4 del Servicio Penitenciario Federal. Con cita de convenciones internacionales, y del pronunciamiento de la Corte IDH en el caso “Mendoza y otros vs. Argentina” (14/05/2013) en el cual se responsabilizó internacionalmente a la Argentina por la deficiente investigación de tratos crueles sufridos en la cárcel, el tribunal sostuvo la condición de garante del Estado y consecuente responsabilidad con respecto a los derechos de las personas privadas de su libertad.
Entendemos estas resoluciones, como el resultado de una larga lucha por parte de familiares de las víctimas y de distintas organizaciones de Derechos Humanos que, sin bajar los brazos, buscan acceder a la justicia para que se investiguen y prevengan hechos de violencia institucional, y así obtener una respuesta acorde a los estándares que rigen en materia internacional.
Violencia judicial
La relevancia de las sentencias comentadas radica en la llamativa “escasez” de condenas que existen respecto de hechos de violencia que tienen como imputados a personal de las fuerzas de “seguridad”, y los obstáculos impuestos generalmente a las personas que pretenden denunciarlos.
Es conocida la complicidad que existe entre aquellas fuerzas y las y los operadores judiciales, quienes no parecen interesados en gastar tinta para cuestionar las actuaciones de los primeros en cualquier proceso que le presentan o para investigar aquellas denuncias realizadas en su contra.
Existe una práctica arraigada (o una intención deliberada) de no investigar, o hacerlo de manera superficial, cuando se trata de hechos de violencia penitenciaria. Resulta aún más evidente aquel desinterés, si se comparan esas investigaciones con las llevadas a cabo contra las personas que cometen delitos menores contra la propiedad privada. El tratamiento diferencial entre ambos casos, demuestra la ideología judicial encubierta de proteger a las agencias del Estado (en clave corporativista) y como contrapartida encarcelar a personas de alto nivel de vulnerabilidad, a las que las instituciones (y en especial las propias fuerzas de seguridad) persiguen y estigmatizan.
Esa tradición, se extiende a la falta de intervención del Poder Judicial en cualquier ámbito manejado por el Servicio Penitenciario, como si les fuera ajeno. Desentendimiento que se traduce en una aparente decisión política de las agencias judiciales de no interferir en este tipo de situaciones, con la carga de que es otra área del Estado la que las genera. En suma, es la conjunción de dos formas de violencia (entre muchas otras) que hacen a la conocida, repetida y nunca antigua “violencia institucional”.
Algunas reflexiones
Fue la injerencia de diversos movimientos sociales, como así también la de las y los familiares de las víctimas, que doblegaron, en alguna medida, aquella histórica resistencia judicial a dictar condenas en hechos de violencia institucional. Fue la lucha colectiva la que logró que los tribunales también sean para aquellos cuyas voces silenciaron o intentaron hacerlo los propios agentes del Estado.
En estos casos, se trata de hechos cometidos por el Estado en los que otra parte del Estado decide no investigar, o por lo menos no hacerlo eficazmente. A causa de esa trayectoria nefasta, es que reconocemos como un avance el denominar como “torturas” a los hechos violentos cometidos por parte de agentes penitenciarios ocurridos en democracia dentro de los establecimientos estatales.
A lo largo de los años hemos visto (y lamentablemente aun sucede) caratular con mayor benevolencia las causas cuyos imputados pertenecían a las fuerzas de “seguridad”. Hemos leído y escuchado archivos, sobreseimientos y absoluciones absurdas por entender que los sucesos denunciados no podían ser probados por falta de testigos, pese a las marcas que los propios cuerpos mostraban. También hemos conocido muertes que son rápidamente catalogadas como “suicidios”, sin indagar siquiera acerca del contexto de carencias y reclamos en las que se producen muchos de los “incendios intencionales” o “ahorcamientos”, y de investigaciones dirigidas a identificar autores entre los propios presos soslayando la responsabilidad institucional por la tercerización de la violencia y la habilitación de “zonas liberadas” por falta de intervención oportuna ante conflictos.
El caso de Florencia Cristina Cuellar encontrada sin vida en el pabellón del CPFIV en el que se alojaba, el de Diego Borjas, un adolescente fallecido en un incendio en el Instituto Agote a fines del año pasado y el de otros dos jóvenes, uno fallecido y el otro en grave estado también en un incendio en el Instituto Rocca el pasado 24 de julio, son algunas muestras de esa (in)actividad judicial.
Estas condenas son la forma de sacar a la luz estos hechos y demostrar su repudio desde el propio Estado victimario. Que existan personas presas no significa que sus cuerpos les pertenezcan ni que puedan hacer lo que quieran con ellos.
A diferencia de Patricio y muchos más, Brian pudo presenciar la condena a sus torturadores, aunque continúa privado de su libertad en el CPF I de Ezeiza, bajo custodia de la misma fuerza de seguridad a la que ha denunciado. Es deber del Estado velar por su seguridad, aunque paradójicamente, se trate de sus propias “fuerzas de seguridad” de las que deba protegerlo. Junto a distintas organizaciones, se está denunciando que Brian en la actualidad está siendo víctima de hostigamientos y que se han agravado sus condiciones de detención con posterioridad a la sentencia en el juicio contra sus torturadores.
En todos los casos es un deber estatal proteger a las víctimas e investigar a los responsables. No solo a nivel penitenciario o policial sino también, a las y los operadores judiciales que no realizan los controles debidos en los penales, que ignoran a quienes se encuentran privadas/os de su libertad, que por encontrarse presas/os parecen no reconocerles el derecho al acceso a la justicia y que en determinados casos llegan al absurdo de imputarlas/os en causas en las que ellas/os mismos denuncian hechos de violencia. Son ignorados y estigmatizados. Ese accionar, legitima la violencia por fuera de las paredes de la cárcel, la sienta en los estrados y continúa su curso pero ahora en manos de otras institución.
Las condenas reseñadas no representan el ideario de “justicia”, sino que en términos simbólicos son reparadoras para las víctimas, para quienes también se revaloriza el rol del Estado como garante de sus derechos, y en particular el del poder judicial, que poco nos tiene acostumbradas/os a estos “guiños”.
No se trata de pedir “la pena por la pena misma” (o tan solo más condenas), se trata de garantizar un igualitario acceso a la justicia para las víctimas de violencia institucional. Acceso que, por otra parte, resulta imprescindible asegurar cuando fracasan de modo tan evidente las instancias de prevención que legitiman este tipo de violencias.
Es nuestro compromiso continuar militando para que nunca más haya un Patricio, un Brian, un Luciano, ni ningún otro/a compañero/a víctima de violencia institucional.
*Colectivo de estudiantes, abogadxs y personas privadas de su libertad
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