Por Marcelo Righetti
La decisión del primer ministro griego, Alexis Tsipras, de firmar el plan de rescate que la Unión Europea le impusiera al país heleno, ha generado una gran perplejidad entre quienes apoyaban al gobierno de Syriza frente a las presiones de la troika (FMI, Unión Europea y Banco Central Europeo). Quienes unos días antes saludaban alborozados el llamado al referéndum para definir si se aceptaban las condiciones de lo que el propio Tsipras llamó “chantaje” de las instituciones europeas y el FMI, remarcando el coraje que mostraba el joven líder griego, han quedado con la boca abierta, sin comprender cabalmente lo que sucedió. Rápidamente comenzaron a aparecer expresiones como capitulación, defección o traición, algunas de las cuales pueden contener ciertos visos de explicación pero que en general tienden a generar una imagen caricaturizada que distorsiona las complejidades del proceso todavía en curso.
Para quienes desde esta parte del mundo observamos los sucesos griegos, la comparación con momentos recientes de nuestra historia resulta una tentación difícil de evadir. La aplicación en Argentina y en la región de medidas distintas a las políticas de austeridad como forma de salida de la crisis del propio proyecto neoliberal, nos colocan en un lugar en el que nos resulta palpable la posibilidad de alternativas, aun incluso dentro de los límites del mundo y el ideario capitalista.
Esta situación agudiza aún más la incomprensión por la aceptación de este brutal plan de ajuste.
Sin embargo, la situación estructural del país conocido como la cuna de Occidente y las condiciones políticas en las que debe actuar Syriza son bastante diferentes a las que, por ejemplo, vivió nuestro país a inicios del milenio.
Grecia no es Argentina
Hagamos una breve comparación. El estancamiento económico en la Argentina de finales de la década del ´90, convertido en recesión desde 1997/1998, implicó la aplicación de medidas de ajuste para hacer frente al problema de la deuda que había crecido abrumadoramente para mantener la convertibilidad. El ascenso de la conflictividad social por parte de los excluidos de los beneficios de este modelo, la tensión al interior del bloque del poder económico dominante entre “dolarizadores” y “devaluacionistas” y la incapacidad de generar gobernabilidad por parte del sistema político y sus partidos, fueron el marco para el estallido popular de diciembre de 2001.
La épica construida por el kirchnerismo coloca las políticas para la reconstrucción económica del país y la salida de la crisis a partir del 25 de mayo de 2003. Sin embargo, las dos principales medidas sobre las que se basó el posterior despegue fueron asumidas en el olvidado 2002. Tanto el default como la devaluación fueron medidas de altísimo costo político y que horadaron la capacidad de mantenerse en el poder de los dos presidentes que las tomaron, Adolfo Rodriguez Saá y Eduardo Duhalde, respectivamente.
La cesación de pagos de la deuda permitió quitar del cuello la soga que asfixiaba a la economía nacional, mientras que el fin de la convertibilidad favoreció el aumento de los niveles de competividad de algunos sectores que encabezaron el proceso de reactivación. Las medidas tomadas por los gobiernos kirchneristas posteriores partieron de estos pilares y consolidaron un rumbo económico general distinto al de los ´90, pero sólo posible después del default y la devaluación.
En este sentido, el escenario político en el que asume el poder Syriza resulta sustancialmente diferente al que había en la Argentina en mayo de 2003. Le correspondería a Tsipras asumir medidas como el impago de la deuda y la salida del euro, con el enorme costo desestabilizador para su reciente gobierno.
Marcamos esto porque, a pesar de que su horizonte político-ideológico y las políticas que considera necesarias para salir de la crisis no se diferencian sustancialmente de las sostenidas por el ideario kirchnerista, el margen de maniobra que posee para llevar adelante esta estrategia es absolutamente más acotado. La constricción que le impone una estructura supranacional como la Unión Europea, con la pérdida de soberanía que implica, sumado a la dirección con mano de acero de Alemania y sus prácticas abiertamente imperialistas, generan un estrechamiento del marco de actuación política que termina de volverse inexistente ante el todavía masivo apoyo del pueblo griego a ser parte de “Europa” y su fetichismo por el euro.
La encrucijada de Syriza
La estrategia política de Syriza de luchar contra los planes de austeridad que impulsa la troika pero manteniéndose dentro de los marcos de la Unión Europea y la zona euro, le permitió alcanzar la presidencia pero se ha mostrado imposible de aplicar, por lo menos para ser encarada desde la pequeñísima Grecia que apenas mueve el amperímetro de poder en el Viejo Continente.
Sin embargo, el escaso margen que poseía Tsipras para negociar fue anulado por la propia definición política que se impuso desde un principio: mantenerse casi a cualquier precio dentro de la zona euro. Esta línea, además de continuar alimentando la ilusión de que la Unión Europea es la portadora del progreso en el continente, tampoco fue seguida de una táctica que sacara provecho de uno de los principales factores de poder de Grecia que es su fundamental papel geopolítico y geoestratégico.
Tsipras nunca se mostró dispuesto a sacar rédito de este elemento y de la tensión que se abriría entre los intereses de Estados Unidos, quienes no soportarían de ningún modo que Grecia se retire de la OTAN o establezca una alianza estratégica con Rusia, y los intereses alemanes de aplicar el escarmiento sobre una experiencia que osaba cuestionarlos. Así fue que su estrategia de negociación pecó de ingenua, esperando que exista una buena voluntad de personas que nunca han mostrado esa actitud cuando de imponer sus condiciones se trata.
Entonces, cuando el ministro de finanzas alemán, Wolfgang Schäuble, les dijo “o firmas el acuerdo o se van del euro”, Tsipras prefirió a “Europa” antes que la antiausteridad, y “Europa” para Grecia, como para toda la periferia y los sectores vulnerables europeos, se traduce en planes neoliberales de ajuste.
¿Otra Europa es posible?
La joven formación política española Podemos posee una mirada de accionar político general muy similar a la de Tsipras, en el sentido de la construcción de “otra Europa” pero dentro de los estrictos marcos de la Unión Europea. Luego de la aprobación de los planes de ajuste por parte del primer ministro griego, el líder de Podemos, Pablo Iglesias, señaló: “Si se articula una suerte de nuevos gobiernos en Europa con políticas keynesianas, si conseguimos doblar el brazo a los socialdemócratas y que cambien de bando, habrá una posibilidad. Y si no, vendrá Marine Le Pen y dirá ‘hemos ganado las elecciones en Francia, tenemos armas nucleares y nuestro principal aliado es Rusia. Ni Unión Europea ni OTAN´”.
Difícil parece que la socialdemocracia europea vire hacia posiciones progresistas después de que ha venido deslizándose por un enjabonado tobogán neoliberal desde la década del ´80. Por otra parte, al señalar que la alternativa a ir por fuera de Europa es el fascismo de Le Pen en Francia o de Amanecer Dorado en Grecia, acota el margen de acción de los sectores populares con horizontes de mayor justicia social a una pequeñísima ventana, más pequeña que el ojo de una aguja.
La construcción de “otra Europa” o de una “Europa de los pueblos” dentro del corset alemán de la Unión Europea parece resultar quimérica. Y aunque nadie niega que las fuerzas de la reacción se encuentran muy preparadas para la acumulación de un posible desastre de la integración europea, continuar legitimando este proyecto neoliberal de unificación continental termina alimentando el caldo de cultivo de los nacionalismos fascistas, que podrán aparecer como los únicos portadores de la lucha por la soberanía.
Las fuerzas del cambio no pueden entregar estas banderas ni dejar que se le escurran de las manos por apostar a la transformación progresista de actores ya asumidos como neoliberales, ni azuzar el miedo de que la alternativa a la Unión Europea es el fascismo. La constitución de una “Europa de los pueblos” exige una unidad continental que respete la soberanía popular y que tenga en el horizonte cercano establecer una nueva institucionalidad. Caso contrario, se encontrará en un callejón sin salida que convertirá el temor al ascenso del fascismo en una profecía autocumplida.