Por Pablo Anta. El subte se ha transformado en el escenario de una batalla manifiesta entre los gobiernos de la Ciudad y la Nación. Cristina Kirchner decidió librar esta pelea en un terreno escabroso para el ingeniero Macri, quien prometió en su campaña que construiría 10 kilómetros de subterráneo por año. Sin embargo su gestión se limitó a continuar obras anteriores y solo construyó la cochera de la estación Corrientes de la línea H.
La ciudad goza de una extraña esquizofrenia y sus competencias no terminan de quedar claras. Se le negó la policía pero se le da el subte; se usan fundamentos jurídicos pero todo se lo reviste de argumentos morales. El latiguillo de moda es “Macri no se hace cargo” como si de eso se tratara. Pero el intríngulis es más complejo aún cuando vemos que en el marco del esquema privatista que existe en la ciudad, financia obras para que la hagan privados, para un servicio que manejará una empresa privada y que rendirá cuentas ante el estado nacional. Esta lógica permanece inalterada, solo se debate si la Nación se borra o no del asunto subte.
Achicando gastos y transfiriendo problemas -una vieja premisa neoliberal más allá de quién sea dentro del abanico ideológico político el asistidor y quién el que recibe- el subte se transformo en una pelota. Macri la recibió en diciembre del 2011. A tal punto se hizo cargo en un principio que hasta hizo uso de su potestad de aumentar la tarifa del boleto. Febrero fue el mes determinante en esta historia, la Masacre de Once, producto del choque contra la pared de contención de un tren de la ex línea Sarmiento, puso al desnudo el estado del sistema de transporte nacional.
La reacción del gobierno porteño fue utilizar este episodio para hacer política, una constante en los dos bandos de una historia en la cual la preocupación por el sistema de transporte es el gran ausente. Macri se amparó en el atraso en obras de infraestructura y mantenimiento del subterráneo por parte de la Nación para renunciar así a un traspaso de competencias que ya había aceptado. El ingeniero quiere autonomía pero no quiere comprarse problemas. La crisis internacional le impide todo sueño, si es que lo tiene, de encarar grandes obras para extender la red. Si no tiene esas mieles, ¿para que quiere ser el responsable del servicio?
La decisión de claro corte neoliberal de renunciar a competencias estatales por parte de los dos gobiernos es la condición de posibilidad para la existencia de empresas privatizadas que manejan servicios públicos. La empresa Metrovías no es responsable de las obras, brinda el servicio y paga los sueldos, el Estado asume todos los gastos y además subsidia a la empresa. De este modo el Estado se desentiende del servicio cotidiano, el trato con los trabajadores, el mantenimiento, etc. Se produce una escisión entre quien presta el servicio y quien es el responsable último. Por esa maniobra noventista es que no hay relación entre el deterioro en que se encuentran los servicios públicos y las ganancias millonarias de quienes son sus concesionarios. Esta sistema funciona perfectamente, salvo cuando el deterioro provoca muertes y entonces si la mirada pública se dirige a los diversos responsables.
La resultante es que al día de la fecha los trabajadores del subte no tienen con quien negociar paritarias y los usuarios sufrimos una red igual de corta y colapsada pero más cara. El aumento en el boleto en un 127% genera además un estado de colapso en el servicio de colectivos, medio de transporte que hasta hace días valía para todos un 100% menos que el subte. Una falta de coordinación absoluta producto de una mirada fiscalista que no observa a las tarifas como moldeadoras de conductas sociales, generando un colapso en el medio de transporte más lento e inseguro del sistema público.
La ciudad se debe un debate sobre sus competencias, su vivir cotidiano, su planificación, distribución, descentralización, sustentabilidad, participación de los ciudadanos. El desafío: pensar al transporte como sistema global en ese contexto.