Por Ezequiel Adamovsky
Las clases populares y su visibilidad adquirida con el surgimiento del peronismo trajeron nuevas costumbres, cambios en la vestimenta, expresiones artísticas novedosas y discusiones varias. Un recorrido por algunos de estos efectos.
Fuera del mundo urbano también se produjo un fenómeno comparable en el que, sin embargo, la alegría tuvo menos lugar. Entre los paisanos del noroeste venían ganando popularidad desde la segunda mitad de los años treinta las melancólicas canciones de Atahualpa Yupanqui. De familia mestiza y origen campesino, el joven folklorista desarrolló un temprano orgullo por su sangre indígena, visible en el propio nombre artístico que eligió. Algunas de sus composiciones más conocidas eran ricas en referencias a los indios y a los criollos pobres: Atahualpa cantaba sobre la explotación del trabajador rural, sobre la soledad de quienes debían abandonar sus “ranchitos” de los cerros para bajar a la ciudad, sobre la tristeza de las “razas viejas” en un mundo que ya no era el suyo. Y sobre todo, le cantaba al interior. Varias de las que lo harían más famoso fueron grabadas en 1944. Cantadas por el pueblo llano –especialmente entre los tucumanos– y transmitidas por la radio, las canciones de Yupanqui traían a la luz pública la vida de los sectores más postergados de la Argentina de entonces y los ayudaban a situar sus experiencias individuales como parte de una realidad mayor. En su caso, también la música se entreveró con la realidad política: en 1947 decidió afiliarse al Partido Comunista, lo que le ganó persecuciones del gobierno de Perón y un exilio. Sus posturas políticas, sin embargo, no fueron obstáculo para la popularidad de su música precisamente en una región donde el peronismo obtenía sus mayores caudales de votos. Con independencia de la persona del compositor, sus canciones participaban del clima de época de afirmación de los más humildes y postergados.
De este modo, mediante estas músicas festivas o melancólicas con un visible contenido plebeyo y étnico, las clases populares de tiempos de Perón afirmaron su cultura y su identidad en la Argentina blanca y europea que pretendía seguir excluyéndolas. Allí estaban ellos, sonando en la radio con su música, ocupando el espacio público con su aspecto “indecente”, trayendo a la luz sus experiencias de vida, imponiendo un presidente despreciado por casi todas las otras clases. Allí estaban ellos, haciéndose presentes sin pedido de disculpas, como una revancha de ese mundo plebeyo tan largamente reprimido, ignorado y excluido. Así, el cuestionamiento de las jerarquías de clase, de cultura y de “raza” que trajo el peronismo logró dejar su huella en la sociedad. Por obra del clima cultural y político que se vivía, la sumisión que tradicionalmente los más humildes debían mostrar frente a los de una clase superior se vio fuertemente debilitada. La Argentina “blanca, educada y decente” tuvo que habituarse a compartir el espacio público con “los negros”, apretujarse con ellos en los colectivos o tenerlos sentados al lado en la mesa de un café céntrico, transformando en consumo los mayores ingresos que ahora percibían.
Perón era desprejuiciado. Podía (muy ocasionalmente) hacer referencia al origen étnico o la falta de camisa de sus seguidores. Podía quizás divertirse un rato con los cantos de las mujeres que se ofrecían sin corpiños ni calzones. E incluso, aunque valoraba la cultura y la educación, podía tener alguna manifestación antiintelectualista. Pero Perón no era uno de ellos: no solo no venía de un origen social bajo, sino que no imaginaba su gobierno como una revancha plebeya contra la sociedad “decente”. Lejos de eso, el Estado bajo Perón siguió fomentando ideales de respetabilidad, similares en más de un sentido a los que la élite había instalado en épocas anteriores y que pasaban por el trabajo y la disciplina, la pulcritud en el vestir, la educación, la moralidad familiar, la sumisión de la mujer al varón, etcétera.
En ningún plano se notó más esta ambivalencia respecto de la presencia plebeya que en el de la disposición del espacio urbano. A pesar de las políticas de vivienda que implementó Perón, las villas no dejaron de multiplicarse. Entre muchas otras, por ejemplo, Villa Jardín (VJ) experimentó un crecimiento explosivo. Situada en el partido de Lanús, VJ había empezado a desarrollarse en los años treinta en pantanos lindantes con el Riachuelo. Sus pobladores iniciales fueron polacos, lituanos y checos, a los que, desde 1948, se sumaron masivamente los migrantes del interior. Por entonces era sencillo conseguir trabajo en alguna de las muchas fábricas que rodeaban la villa. Mucho más difícil era conseguir vivienda, por lo que los recién llegados hicieron lo mismo que sus predecesores: construyeron precarios “ranchos” de chapa sobre las partes más altas de esa zona inundable. A medida que más migrantes iban llegando, se ganaba terreno al pantano rellenándolo con basura o con cualquier cosa que estuviera a mano. Para quienes arribaban a Buenos Aires soñando con imágenes de altos edificios y calles pavimentadas, establecerse en la villa fue un duro golpe. Las calles y estrechos pasillos eran un basural y cada lluvia traía inundaciones y barrizales. Para conseguir agua potable había que caminar hasta unas canillas comunes que todos compartían. Les parecía imposible vivir allí, pero lo aceptaban como una residencia transitoria mientras esperaban las viviendas que –soñaban– Perón pronto les entregaría. Pero a pesar de las complicaciones cotidianas, vivir en VJ no era todo sufrimientos. También hubo lugar para la diversión y la alegría entre vecinos que con frecuencia procedían de las mismas zonas del interior y tenían lazos de parentesco o amistad. VJ fue famosa por los bailes que allí se armaban. Por entonces era un espacio con fuertes lazos de solidaridad comunitaria. La gente se ayudaba una a la otra a levantar los ranchos, a rellenar terrenos o a construir puentes. Rápidamente se auto-organizaron para solicitar mejoras a las autoridades y gestionar las necesidades comunes. Los vecinos de VJ tuvieron desde entonces una fuerte y duradera identidad peronista y se sintieron orgullosos del líder que, gracias a su voto, ocupaba la Casa Rosada. Y sin embargo Perón no se sintió del todo orgulloso de tenerlos allí. En ocasión de una visita del presidente de Chile –que iba a pasar por la ruta que bordeaba la villa en su camino desde el aeropuerto al centro de la ciudad– ordenó construir una enorme muralla para ocultarla a la vista. Contribuía así a invisibilizar a quienes eran su propia base de apoyo, al menos en su aspecto más plebeyo y humilde.
Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012. NB: Algunos de los datos de este fragmento están tomados de investigaciones de Félix Luna, Pablo Vila y Fabiola Orquera.
Primera parte: