Por Ezequiel Adamovsky
Las clases populares y su visibilidad adquirida con el surgimiento del peronismo trajeron nuevas costumbres, cambios en la vestimenta, expresiones artísticas novedosas y discusiones varias. Un recorrido por algunos de estos efectos.
La irrupción del movimiento peronista no solo provocó cambios en el ámbito de trabajo y en la relación entre patrones y asalariados. Afectó también profundamente las jerarquías sociales y algunos de los valores que la élite venía inculcando desde el siglo XIX. Las masas que apoyaron a Perón aportaron al movimiento una serie de rasgos plebeyos que no habían estado hasta entonces presentes en la política argentina. De pronto, todo aquello que había sido invisibilizado, silenciado o reprimido por la cultura dominante se había hecho presente y, para colmo, se había vuelto político. Los hombres y mujeres pobres que vivían en los márgenes de la coqueta Buenos Aires habían invadido la ciudad. El 17 y el 18 de octubre de 1945 habían conquistado sin pedir permiso esa ciudadela blanca y de “buena presencia” que de mil maneras les hacía sentir que no era suya. Llegaron con sus ropas pobres y sus modales groseros y, contra todas las reglas de urbanidad y buenas costumbres, retozaron en las plazas con sus cuerpos sudorosos a la vista y refrescaron sus pies en el agua de las fuentes. Y como ese día la victoria fue suya, en adelante ya nunca más pidieron permiso. El mero hecho de ocupar la Plaza de Mayo y otras zonas céntricas con sus humanidades pobres y despreciadas se convirtió para ellos en un gesto político, un ritual que repitieron una y otra vez en los años siguientes.
La misma actitud desafiante se reiteró con todas y cada una de las normas de respetabilidad y “decencia” que venía inculcando desde hacía décadas la cultura dominante. La plebe las puso en cuestión una por una, haciendo de cada desafío un gesto político. Tomemos por ejemplo la vestimenta y el aseo personal. Durante años los pobres habían tenido que escuchar sermones sobre la limpieza y la forma correcta de vestirse; una tras otra habían padecido las imágenes de la publicidad que reflejaban cuerpos y ropas que no eran ni podían ser los suyos. Tras los sucesos del 17 de octubre, los antiperonistas señalaron la vestimenta de los manifestantes como signo de su bajeza y empezaron a hablar con desprecio de esos “descamisados” que habían desfilado por la ciudad. Pero rápidamente los peronistas recuperaron esa expresión dándole un sentido positivo. La falta de esa prenda se convirtió en un símbolo del carácter verdaderamente popular del movimiento. Poco más tarde Perón mismo se referiría afectuosamente a sus seguidores como sus “descamisados”. Incluso el ser una “chusma maloliente” y “pobre como las ratas” fue asumido con orgullo por algunos peronistas como el poeta Juan Oscar Ponferrada. “Mis grasitas”: la recordada manera en que Evita –esposa de Perón y referente fundamental del movimiento– se dirigía a los más humildes también era una forma de invertir el insulto común, para convertirlo en un desafío político contra la supuesta “limpieza” de los que los despreciaban.
La educación también fue terreno de este tipo de disputas. Desde la época de Sarmiento, el ser “educado” se oponía a la supuesta “barbarie” de las clases bajas. Durante el año 1945, a medida en que el conflicto social se fue haciendo cada vez más abierto, la relación entre las definiciones de “lo educado” o “lo culto” y los intereses de cada clase se volvieron más visibles. El mundo de la “cultura” en general, y el ámbito de la universidad en particular, fueron sitio del más activo antiperonismo. Desde el lugar de autoridad que les daba el saber, por todas partes estudiantes, académicos e intelectuales se pronunciaban contra Perón, a quien acusaban de manipular a sus seguidores aprovechándose de su “incultura”. Respondiendo a esta actitud, algunos peronistas corearon entonces el famoso “Alpargatas sí, libros no”. Durante la jornada del 17 de octubre, en La Plata y en Córdoba hubo manifestaciones de hostilidad hacia la universidad. En los años siguientes, en el peronismo habría otras muestras de antiintelectualismo.
Los ideales de decencia también fueron en alguna medida puestos en cuestión. Los jóvenes peronistas colmaron el movimiento de ese espíritu festivo, irreverente y soez que desde entonces le es tan típico. Las burlas que propinaban no respetaban ni a propios ni a ajenos: la fórmula Tamborini-Mosca, que compitió contra Perón en 1946, se transformó en “Tambo, Orín y Mosca”. A los carteles opositores, encabezados por la consigna “¡Basta!”, les agregaban a mano “¿Te duele?”. Pero quizás lo más revulsivo fue el modo para nada recatado en que se presentaban las mujeres, que en las manifestaciones de apoyo a la candidatura del coronel coreaban impúdicas: “Sin corpiño y sin calzón/ somos todas de Perón”. ¿Y qué decir del lugar que fue adquiriendo Evita como mujer política, ella, que era hija ilegítima, actriz (una profesión nada “decente” por entonces) y que para colmo convivió con Perón sin estar casados? ¿Qué decir de la satisfacción que las masas sentían más tarde al verla portar esas joyas y vestidos carísimos sin ninguna modestia? Parecía una revancha de las mujeres pobres frente a tanta ostentación de los ricos y tanta moralina.
La plebe también politizó con sus gestos la cuestión del origen étnico y el color de piel. De pronto allí estaban algunos de ellos, exhibiendo sus pieles oscuras o atreviéndose a hablar en “quichua o guaraní” en la europea ciudad porteña, como notó con asombro un articulista del diario Clarín en 1945. Sus manifestaciones con bombos –que se transformarían en un ingrediente infaltable de la liturgia peronista– parecían salidas del carnaval de los negros. “Cabecitas negras”, les decía con desprecio la gente “decente” a todas estas presencias inesperadas. Pero los argentinos morenos existían: allí estaban, reclamando un lugar en la política y en el espacio público, negándose a seguir siendo invisibles.
Aunque hay pocas evidencias de que hubiera alguna defensa abierta de “los negros” como grupo particular de la sociedad, la autoafirmación de los argentinos que no se reconocían en la imagen de esa Argentina inmigrante y europea dejó rastros interesantes en el plano de la cultura popular. Un ejemplo importante es el de la música de consumo masivo. El tango, que poco antes había alcanzado su edad de oro, comenzó a fines de los años cuarenta una fase de lenta decadencia. Las razones de este ocaso fueron múltiples. Seguramente sufrió por la competencia de la rumba, el bolero y la música melódica norteamericana. Pero también hay motivos relacionados con la política y con la cuestión étnica que hicieron que perdiera algo de su contacto con las masas. Ni el lunfardo ni la mayoría de las letras tangueras tenían demasiado que ver con las vivencias de los trabajadores de Corrientes, Santiago del Estero o Salta que habían arribado hacía poco a Buenos Aires, ni con la manera en que hablaban. La distancia se agudizó durante el primer gobierno de Perón: en la nueva situación de prosperidad que vivían las clases populares, y con la alegría que significaba un gobierno al que por fin podían reconocer como propio, la tristeza y la melancolía del tango parecían estar fuera de lugar. Si hasta Enrique Santos Discépolo, devenido ardiente defensor del peronismo, llegó a decir que el momento del tango había pasado. El mundo, para él, ya no era “una porquería” (como había escrito en “Cambalache” en 1935), sino un “presente vibrante y lleno de realizaciones”.
Pero lo más interesante es que, paralelamente a la decadencia del tango, se produjo el ascenso de otro tipo de ritmos que comenzaron a ganar el favor de las masas. Un cantante de la música ciudadana como Alberto Castillo, por ejemplo, alcanzó su máxima popularidad luego de 1944 incorporando candombes a su repertorio. El éxito no se lo ganó solo por interpretar ese ritmo festivo de origen africano, o por su propia imagen de cantor populachero, chabacano y “grasa”. Seguramente sus letras, con constantes referencias a “los negros”, y sus espectáculos en vivo con bailarines de color y tamboriles, tenían resonancia con el momento político. Otro ritmo que ganó enorme popularidad entre las clases bajas fue el chamamé. Había llegado a Buenos Aires con los migrantes correntinos ya en la década de 1930. En los años cuarenta logró un lugar en la programación de las radios y pronto un cantante como el mendocino Antonio Tormo batió todos los records de ventas con su “El Rancho’e la Cambicha” (1950). Como el candombe, los chamamés como el de Tormo, además de ser de ánimo festivo, incorporaban elementos étnicos hasta entonces ausentes en la música de difusión masiva, como palabras en lengua guaraní y referencias a la vida de los sectores populares de su región de origen. La dimensión política de esta música, aunque no fuera explícita, no pasaba entonces inadvertida: aunque no era peronista, a Tormo lo llamaban “el cantante de los cabecitas negras”. Con la aparición del Cuarteto Leo por primera vez en las radios en 1943, Córdoba tuvo su propio ritmo festivo. Fundado por un trabajador ferroviario que trabajaba como músico en las noches, el Cuarteto Leo pronto fue imitado por otros y para fines de la década la “música de cuarteto” ya hacía furor en los barrios obreros. Despreciada por las clases “decentes”, su pegadizo ritmo (el famoso tunga-tunga), se acompañaba de letras que referían de modo picaresco a la vida cotidiana de las clases populares.
Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012. NB: Algunos de los datos de este fragmento están tomados de investigaciones de Félix Luna, Pablo Vila y Fabiola Orquera.